Entusiastas del pánico
Sin la mala fe de muchos medios la población habría estado más sosegada, lo que no es poco. Es muchísimo
Escribo esto a 13 de marzo, así que todo habrá cambiado mucho cuando lo lean. Naturalmente no soy quién para opinar sobre la crisis del Covid-19 o coronavirus iniciado en la China. Sobre su gravedad enorme o no tanto, ni sobre las medidas que van tomándose y que, por lo que se anuncia, todavía no han alcanzado su culmen. Tampoco me compete pronunciarme sobre si se quedan cortas o son exageradas. Pero sí he percibido, desde el comienzo y hasta hoy mismo, que los medios de comunicación que veo y leo (no todos, evidentemente, pero sí unos cuantos) parecen estar a favor del pánico en su mayoría. Llevamos dos meses y medio de cobertura exhaustiva y excluyente de casi cualquier otro asunto. Al principio —un muy prolongado principio—, las locutoras y los conductores de informativos, sobre todo los apocalípticos de TelePodemos, comunicaban los nuevos casos y fallecimientos en tono triunfal, como si temieran que nuestro país se quedara atrás en la desgracia. “Si hay una calamidad mundial”, parecían estarse diciendo, “no vamos a ir a la zaga, como una nación sin importancia”. Este tono exultante me provocaba estupefacción, y, siendo benévolo, lo achacaba al viejísimo lema de que “sólo las malas noticias son noticia”, y a que, por lo tanto, la prensa las necesita hasta llegar a desearlas, y de ahí a celebrarlas no hay más que un paso. Por mucho que siempre haya sido así (recuérdense las acerbas críticas de Billy Wilder en El gran carnaval y en Primera plana), si ahora me escandaliza esta actitud es porque ni siquiera se disimula. No se es ni hipócrita. Ni se toman la molestia de adoptar una expresión (falsamente) compungida para contar una desdicha. “¡Ya son 27 los muertos!”, exclaman como si fueran medallas en unos Juegos Olímpicos. “¡Ya son 12 las mujeres asesinadas en lo que va de año!” Ese “¡ya!” es muy delator. Indica que “por fin” se ha alcanzado tal o cual cifra y también que se confía en que aumente y en que no hayamos tocado techo. Todo eso alarma más de la cuenta, dispara la adrenalina en dosis nocivas, angustia, desmoraliza, saca de quicio o deprime. Los hipocondriacos deben de estar sufriendo lo indecible.
Sin embargo, lamento decirlo, también he observado mala fe. Es demasiado, demasiado curioso: en una época en que se recurre sin tregua a las estadísticas y porcentajes, aquí estos últimos se han omitido sistemáticamente. No era por falta de tiempo, dadas las horas y páginas dedicadas al monotema. ¿Por qué, entonces? La única respuesta verosímil es porque podían tranquilizar un poco, y eso no lo queremos en modo alguno. Hace ya tiempo, el número de contagiados chinos era de unos 80.000. Si su inmenso país cuenta con una población de 1.350 millones, el porcentaje de infectados era del 0,006%. A día de hoy, en Italia, el lugar más contagiado de Europa, los afectados son unos 16.000 y los muertos algo más de 1.000. Con 60 millones de habitantes, el porcentaje de los primeros sería el 0,03%, y el de los segundos, el 0,002% o aún menor. En lo relativo a España, con 47 millones, hoy hay 4.500 positivos y 120 difuntos. Los porcentajes equivalen, respectivamente, al 0,01% y al 0,0003% a lo sumo. Si miramos los números de todo el planeta, que ya ha acumulado más de 7.000 millones de pobladores, los enfermos son hoy 140.000 y los fallecidos unos 5.000. Ambos porcentajes son mínimos.
Claro que nada es mínimo en cifras absolutas, ni en el mundo ni en la China ni en Italia ni en España. Cada vida es importantísima, para cada uno la suya sobre todo. El coronavirus no deja de ser una catástrofe y hay que tomársela en serio. Esos porcentajes subirán (ojalá no). Pero si se hubieran señalado a diario (e insisto: es lo único que se ha escamoteado), y se hubiera hecho más hincapié en que la mayoría de los primeros muertos eran de edad avanzada y con afecciones ya previas, la gente no habría enloquecido tanto ni habría acaparado mascarillas ni saqueado supermercados. No pongo en cuestión las medidas adoptadas, incluidas las coercitivas. Pero sin la mala fe de muchos medios la población habría estado algo más sosegada, lo que no es poco. Es muchísimo.
Durante semanas el principal encargado de informar fue Fernando Simón, epidemiólogo sensato y calmado, en quien más o menos se confiaba. Luego intervinieron Díaz Ayuso hecha un manojo de nervios y con la voz muerta de miedo, y el Ministro Illa, recién nombrado, que por ahora infunde escasa confianza. Antes, desde el Gobierno, se alentó a acudir en masa a la manifestación del 8-M (120.000 personas) para mimar aún más a la mimada Ministra de Desigualdad, y allí vimos a ministras y ministros comportándose como colegiales alborotados y efusivos en medio de una emergencia sanitaria…, con el consiguiente incremento de casos de coronavirus en Madrid. ¿Hasta cuándo, y a costa de qué, seguirá aumentando el precio que paga el flojo Sánchez, y del que hablé hace dos domingos? Por su parte, Vox reunió a 9.000 militantes ufanos en un recinto cerrado, para un mitin innecesario. Supongo que, involuntaria o deliberadamente, fueron maneras festivas de alimentar y complacer a los medios más sádicos, ansiosos por agrandar las desgracias y fervorosos entusiastas del pánico.
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