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maneras de vivir
Columna
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El tiempo de la peste

Intentemos que esta prueba, y la dolorosa resaca económica que vendrá, nos enseñe por lo menos a ser un poco mejores

Este artículo es, más que nunca, una botella que arrojo al mar del tiempo. Lo escribo al principio de la reclusión, rodeada por una ciudad silenciosa y cautiva, caracoles frágiles ocultos tras la concha que sólo mostramos nuestro blando cuerpo a la hora del aplauso, en los balcones. Y vosotros lo estáis leyendo dos semanas más tarde, todavía encerrados y, me temo, con bastantes días de clausura aún por delante. Me imagino a mí misma dentro de 15 días, junto a vosotros; las raíces blancas de mi pelo teñido estarán más crecidas y serán un memento de la fugacidad de la vida (qué canosos saldremos muchos de nosotros del aislamiento: bien mirado, el debate sobre la apertura de las peluquerías era existencial). Pero, fuera de eso, supongo que todo será más o menos igual. Seguiremos navegando por las aguas profundas del intenso tiempo de la peste.

Con qué facilidad se ha cargado el coronavirus ese espejismo de seguridad y de control en el que vivíamos en las sociedades modernas. Es una derrota especialmente humillante, porque el virus es una pizca tan diminutérrima que no se ve con microscopios ópticos. Se trata de un grumo de ácido nucleico y proteína que ni siquiera está del todo vivo: es como el zombi de los agentes infecciosos. Y esa nadería ha tumbado al planeta. La humildad debería ser nuestro primer aprendizaje.

En ocasiones, sobre todo de joven, cuando todavía ignoraba mucho de mí misma, me he preguntado cómo hubiera reaccionado en determinadas situaciones históricas críticas. En la Alemania nazi, por ejemplo: ¿hubiera sido capaz de esconder a un judío, con el peligro que eso suponía? Pues bien, ahora estamos viviendo nuestra circunstancia crítica. Es una prueba tremenda, inesperada. Es nuestra prueba. El resto de nuestros días quedará marcado por lo que hicimos o no hicimos, por cómo nos comportamos dentro de esta anomalía colosal.

Hablo de esos descerebrados insolidarios que se marcharon a abarrotar e infectar playas como si estuvieran de vacaciones (por cierto: fueron una minoría dentro de la población de Madrid; caer en el estereotipo del odio al madrileño es otra actitud descerebrada); esos chavales ignorantes que juegan a burlar la autoridad y se reúnen en los pisos de los amigos (sois potenciales asesinos); esos listillos egoístas que vacían los supermercados; esos canallas que se disfrazan de médicos para entrar a robar en las casas. O esos miserables que crean noticias falsas sobre el Covid (acabo de escuchar el audio de una supuesta doctora dando torrentes de datos mentirosos para justificar que debemos abandonar el aislamiento). Todos esos individuos, en fin, cada uno en su medida, han escogido pasar a la historia, a su propia historia y su memoria, como unos marranos.

Pero no me refiero solo al ámbito social. El reto mayor es el interior. ¿Cómo vivir la vida cuando se ha quedado sin trucos defensivos ni disfraces? La vida cruda y limpia en el lento e incandescente tiempo de la peste. Entre los sanadores y maravillosos chistes que recorren las redes (bendita tecnología que nos une) me llegó esto: “Dice una amiga que con esto del aislamiento en casa ha estado hablando un rato con su marido y que le ha parecido muy simpático”. Esa es la cuestión: intentemos encontrarnos simpáticos. O intentemos simplemente encontrarnos. Cuando el ruido y el movimiento incesante se paran, queda lo real. Aguantar semanas con unos niños a los que normalmente aparcas en algún lado. Convivir de verdad con tu pareja en un ámbito estrecho, y aprender no sólo a escucharla, sino también a respetar su ausencia en la presencia. Soportar tu soledad, si vives solo, y lograr sentirte a gusto en ella. Y, sobre todo, manejar bien el tiempo. En vez de perderlo, quemarlo, tirarlo (la vida es eso que ocurre mientras nosotros nos ocupamos de otra cosa, según una supuesta frase de John Lennon) como hacíamos en la agitación de la normalidad, ahora tenemos una oportunidad única para habitar el presente. Para llenar de conciencia y de voluntad cada minuto. Para discernir entre lo esencial y lo superfluo. Intentemos que esta prueba, y la dolorosa resaca económica que vendrá, nos enseñe por lo menos a ser un poco mejores.

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