De avanzada edad
Vivimos en una sociedad tan ajena a la muerte y prepotente que a veces la gente sufre el pasajero delirio de creerse eterna
Mi querido hermano, que es algo mayor que yo, me telefoneó el otro día: “Estoy contentísimo, he ido a renovar el documento de identidad y ya me lo han dado sin fecha de caducidad. Esto de envejecer sólo tiene ventajas”, ironizó con su habitual sentido del humor. Y es que al parecer tras cumplir 70 años te dan un DNI con validez permanente. Se ve que la Administración piensa que a partir de ahí te queda poco, o por lo menos que lo que te queda es una filfa, un tiempo de descuento y de mero almacenaje. Que ya no vas a hacer nada memorable, nada bueno y ni tan siquiera nada malo, de modo que el Estado no necesita tenerte actualizado en sus registros porque previsiblemente no vas a delinquir. De sólo pensar en todo esto me están entrando irrefrenables ganas de asaltar un banco en cuanto que me convierta en septuagenaria.
Como siempre me ha obsesionado el paso del tiempo (uno empieza a envejecer desde la cuna), hace mucho que soy consciente de esa cualidad de despeñadero que tiene la vejez en nuestra sociedad. Por ejemplo, en las encuestas, o en los prospectos de los medicamentos, los tramos de edad suelen detenerse abruptamente en torno a la sexta década. Las zonas inferiores están meticulosamente subdivididas (entre 14 y 29 años, entre 30 y 45, entre…), hasta llegar al ventoso repecho final: más de 65. Y a partir de ahí, la nada. Terra incógnita. El Marte irrespirable de la ancianidad. Por no hablar de la vertiginosa tendencia de las biografías a saltarse olímpicamente los últimos años de sus biografiados. Y así, hay libros de 600 páginas que narran la existencia de un personaje que vivió, pongamos, 80 años; y resulta que los últimos 20 apenas ocupan 10 páginas de todo el volumen, pese a ser un cuarto de la vida del individuo. Creo que, para compensar, debería escribirse un libro de biografías que sólo tratara de la vejez de los personajes famosos. Seguro que descubriríamos cosas de interés.
Quiero decir que envejecer es muy humillante. Y no hablo ya de las humillaciones del cuerpo (la vista empobrecida, las articulaciones que chirrían), sino de los innecesarios menosprecios sociales. Ahora estamos viviendo una de esas olas colectivas de desdén por los viejos. Francamente, la delectación con la que los medios y los especialistas repiten la consabida frase de que el coronavirus es letal fundamentalmente para “gente de avanzada edad” y “con patologías previas” es algo que desanima bastante. Y no por la noticia en sí, que es un rasgo epidemiológico importante y muy necesario de tener en cuenta, sino por el alivio con que se menciona; por cómo rebota la frase de boca en boca, de tertuliano en tertuliano, de charla de bar en charla de bar: venga, no hay que preocuparse tanto con este bicho, total solo mata a los viejos y a los enfermos. Alegría, alegría.
O lo que es lo mismo: algo habrán hecho los que se mueren, en algo serán responsables por su defunción. Y es que vivimos en una sociedad tan progresivamente ajena a la muerte, tan alejada de los ciclos biológicos, tan medicalizada y prepotente, que a veces la gente sufre el pasajero delirio de creerse eterna. La muerte es vista como una anomalía, como un fracaso, como algo irregular. Muere quien no es capaz de seguir vivo. En fin, el caso es que, como es natural, la gente “de avanzada edad” y la que tiene “patologías previas” no comparten el general alivio que los tópicos sobre el coronavirus proporcionan. Saber que si tienes, por ejemplo, más de 70 años o si padeces un asma grave o bronquitis crónica estarás más en riesgo cuando enfermes, ya es en sí un fastidio. No lo empeoremos, por favor, con ese desfachatado ninguneo social; con esa especie de alegría bárbara “porque a mí no me toca”, la misma alegría que mostraba el personaje de Tolstói por no ser el cadáver en esa joya que es La muerte de Iván Ilich. Y diré algo más: esa edad invisible, esa tierra de nadie de la vejez es cada día más amplía, más dilatada. En España hay ahora mismo más de 16.000 centenarios. El abismo sin nombre tras el epígrafe “Mas de 60 años” empieza a abarcar ya un tercio de nuestra existencia. La avanzada edad es plena vida.
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