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carta blanca
Columna
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Querida Felisa

Esa prohibición hizo que por primera vez yo me topara con el significado de algunas palabras, como, por ejemplo, el de la palabra “libertad”

Te llamo por teléfono, como de costumbre, pero las últimas veces, las últimas semanas ya, sin resultado; en vista de ello, intento conectar de otra manera, mediante el correo postal y el correo electrónico. Hasta el momento, tampoco ha funcionado. Pregunto por ti a personas que pueden ser conocidas de ambos. Nada. Por ningún medio logro comunicar contigo. Ni siquiera sé si vives. Ahora ha surgido este procedimiento, el de una carta a través de El País Semanal, y lo utilizo sin dudarlo. Tu nombre es Felisa Urtiaga, tienes 90 años y fuiste mi profesora de Gramática, de Literatura después y finalmente de Griego Clásico. Juntos recorrimos las páginas de una interminable Anábasis en las que el ejército heleno pugnaba por llegar al mar, que era la salvación y la vida. “¡Thálatta, thálatta!”, gritaron los primeros en llegar a la orilla, y nosotros, tus alumnos, celebramos también el final del Gran Rey y de los largos discursos plagados de dativos, acusativos, flechas, armaduras, sol y ansia.

Los alumnos del IES Marqués de Santillana de Torrelavega tuvimos ­suerte. El franquismo había castigado a brillantes profesores enviándolos a un exilio interior —aquellos que por una razón o por otra no se habían marchado al extranjero— y a nosotros nos tocaron varios de los sancionados, como el lingüista y crítico Samuel Gili i Gaya. Primero fue profesor tuyo, Felisa, y luego tu compañero de claustro. Finalmente, los dos me disteis clase. Por eso digo que algunos tuvimos suerte gracias a la llegada de esos profesores depurados. Las ciudades remotas, los lugares oscuros pasaron a tener chispas de luz, de cultura y de esperanza.

Querida Felisa, recuerdo tu paciencia al escucharnos. Éramos jóvenes insolentes, en los que la provocación era una forma de tantear la verdad y valorar la fuerza de la razón.

Un día nos llevaste a nosotros, tus alumnos, a escuchar una charla que iba a dar en el Círculo de Recreo precisamente Samuel Gil i Gaya. Acababan de dar el Premio Nobel a Juan Ramón Jiménez y la conferencia sería sobre la poética del premiado. Gil i Gaya era un experto en el habla, y la ciencia del lenguaje está en la base del entendimiento de las cosas. La conferencia, con nosotros ya dentro del salón de actos, fue prohibida sin mayores explicaciones. Creo que esa prohibición hizo que por primera vez yo me topara de golpe con el significado de algunas palabras, como, por ejemplo, el de la palabra “libertad”. Tuve la sensación de que las palabras se podían tocar, como las cosas. Y que se me estaba negando el acceso a una parte del mundo.

En mi conservadora familia —ahora te lo confieso por primera vez— siempre te echaron la culpa de que me fuera haciendo, digámoslo así, radical. Fíjate, y todo empezó por culpa de una conferencia sobre la poesía pura. Quién lo iba a decir.

Espero, como los valerosos guerreros de la Anábasis que nos hacías traducir sin tregua, que podamos contemplar juntos las azules aguas del Ponto Euxino, y que también juntos podamos exclamar “¡el mar!, ¡el mar!” para finalmente esperar la nave que nos lleve a un puerto de esperanza y vida.

Con muchos besos.

Manuel

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