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Columna
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Por qué Bolsonaro tiene problemas con los agujeros

Para entender la brutal misoginia del antipresidente, tenemos que hablar de Cassia y Dilma

Eliane Brum
El presidente Jair Bolsonaro en un evento en Miami.
El presidente Jair Bolsonaro en un evento en Miami.AFP
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El 18 de febrero, el antipresidente Jair Bolsonaro necesitaba desviar la atención de la muerte del miliciano Adriano da Nóbrega, una persona clave para aclarar el sistema de desvío de dinero en el gabinete de Flavio Bolsonaro, la relación de la familia Bolsonaro con las milicias —grupos criminales formados por policías y bomberos que controlan varias zonas de Río de Janeiro— y también quién ordenó matar a la concejala Marielle Franco y por qué. La eliminación de Nóbrega, en la que hay varios indicios de que fue ejecución, volvió a poner de relieve las relaciones de los Bolsonaro con las milicias. Era necesario desviar la atención. Como de costumbre, Bolsonaro echó mano de su truco manido: creó un nuevo hecho atacando a la periodista Patrícia Campos Mello, de Folha de S. Paulo. La reportera, una de las más competentes de su generación, formaba parte del grupo de periodistas que denunciaron el uso fraudulento de nombres y números de identificación fiscal para disparar mensajes de WhatsApp en beneficio de Bolsonaro durante la campaña presidencial de 2018. Una de sus fuentes, Hans River, cuando testificó en la comisión parlamentaria sobre noticias falsas, afirmó que Patricia había intentado obtener información “a cambio de sexo”, aunque el intercambio de mensajes entre los dos demuestra exactamente lo contrario. En una rueda de prensa informal frente al palacio de la Alvorada, la misma en la que suele hacer cortes de manga a los periodistas, Bolsonaro atacó: “Ella [Patrícia] quería un furo [palabra que en portugués significa ‘agujero’ pero que en la jerga periodística significa ‘primicia’]. Quería dar el furo [pausa para reírse] a cualquier precio”.

Este episodio, ampliamente difundido, revela mucho más que el truco de manual de los nuevos fascistas para desviar la atención del público. Bolsonaro tiene problemas con los agujeros. En varios sentidos. Su obsesión por lo que cada uno hace con su ano es notoria. Siempre está intentando regular dónde cada uno mete el pene. De vez en cuando se las arregla para hablar de caca, como hacen los niños pequeños. Para él, la vagina es un agujero, una visión bastante sorprendente para un hombre de más de 60 años que, por su propio bien, ya debería conocer un poco mejor el órgano sexual de las mujeres. Llegó a decir que la Amazonia “era una virgen que todos los pervertidos de fuera quieren”. Solo un/a psicoanalista que algún día recibiera a Bolsonaro en su diván podría encontrar las pistas de lo que significa esta reducción de la sexualidad a una colección de agujeros, algunos hechos para la violación, otros prohibidos para el sexo. Nosotros, los gobernados por ese hombre, solo podemos entender que está obsesionado con los agujeros, la caca y el pene. Y que eso determina su gobierno.

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Bolsonaro también está obsesionado con los furos en el sentido periodístico de la palabra, las primicias, la revelación del periodista sobre lo que nadie sabía. Patrícia Campos Mello, al revelar junto con su colega Artur Rodrigues el uso ilegal de WhatsApp durante la campaña de 2018, dio una primicia que molestó mucho a Bolsonaro y a su corte. Y eso la convirtió en su objetivo. Sin embargo, la historia de las primicias y la relación conflictiva de Bolsonaro con las periodistas es mucho más antigua. Inaugura la propia relación de Bolsonaro con la prensa hace más de 30 años, cuando todavía era un capitán del Ejército. Pero la historia de la misoginia de los brasileños a quienes Bolsonaro representa y también de los brasileños a quienes no representa es aún más peligrosa, porque no empieza ni termina con Bolsonaro. La misoginia determinó los hechos que culminaron en su elección.

La semana en que el mundo ha celebrado el día de la mujer (8 de marzo) y en que se cumplen dos años del asesinato de Marielle Franco (14 de marzo) sin saber quién ordenó que la mataran ni por qué, vale la pena observar detenidamente qué cuentan los hechos sobre Bolsonaro y también sobre la sociedad brasileña. Bolsonaro solo se convirtió en el primer antipresidente de la historia porque parte de la sociedad brasileña quiere que las mujeres vuelvan a ser “bellas, recatadas y hogareñas”. Y no solo lo quieren los brutos como Bolsonaro, aunque solo ellos van por ahí proclamándolo con orgullo.

La periodista que denunció a Bolsonaro porque planeaba hacer explotar bombas en cuarteles

La relación de Jair Bolsonaro, entonces capitán del Ejército, con la prensa empezó en septiembre de 1986, con la revista Veja. Por aquel entonces, Veja era la principal revista semanal del país y eso era algo muy importante. Tenía una tirada de casi un millón de ejemplares, lo cual es mucho para un país de no lectores. Todos los que tenían algún poder, en diferentes áreas y niveles, leían la revista Veja los sábados por la mañana. Los lunes o incluso los domingos, los principales periódicos del país a menudo se hacían eco de algunas primicias de Veja. En este escenario mediático, Bolsonaro hizo su exitoso debut en política: en un artículo titulado “El salario es bajo”, el joven capitán se quejaba de la política salarial para los militares de José Sarney, el primer presidente civil después de la dictadura que había oprimido al país de 1964 a 1985.

Tras la publicación, Bolsonaro fue castigado con 15 días de prisión disciplinaria, pero se hizo muy popular entre los soldados, oficiales e, incluso, entre los generales en pijama. Bolsonaro disfrutó tanto de sus 15 minutos de fama que fue personalmente a agradecérselo al jefe de la sucursal de la revista en Río de Janeiro. En ese momento, vio en la prensa la posibilidad de adquirir la importancia que creía que merecía y tal vez “hacerse rico”, deseo que expresó en más de una ocasión.

Sin embargo, un año después, Bolsonaro odiaría la revista Veja. La “culpa” era de una mujer: la periodista Cassia Maria Rodrigues, que reveló el plan “Callejón sin salida”, idealizado por Bolsonaro y un colega conocido como Sheriff (Fábio Passos). Este consistía en poner bombas en los cuarteles, pero sin herir a nadie, para llamar la atención sobre los bajos salarios de los militares. Esta historia se cuenta meticulosamente en el libro O cadete e o capitão (El cadete y el capitán), del periodista Luiz Maklouf Carvalho, cuya lectura recomiendo.

La cúpula del Ejército, que había criticado duramente a Bolsonaro por el artículo un año antes, esta vez se cerró para, supuestamente, proteger a la institución. Tener a dos oficiales locos y fuera de control que planean poner bombas en las narices de los generales, y todo esto durante la delicada transición hacia la democracia tras una dictadura militar que había terminado formalmente hacía solo dos años, era una noticia que los militares no querían.

Se acusó a Cassia Maria Rodrigues y a la revista Veja de inventarse toda la historia. Bolsonaro negó haber hablado con la periodista. Años más tarde, cuando ya era diputado federal, la llamaría “loca”. Entonces Veja publicó en la siguiente edición dos bocetos que Bolsonaro hizo a mano cuando le concedió la entrevista a la reportera, para mostrarle cómo funcionaría el plan: en uno, según la revista, se veían las tuberías de lo que sería la conducción de Guandu, que abastecía de agua la ciudad de Río de Janeiro y, junto a ellas, el dibujo de una carga de dinamita (“petardo de TNT”). Bolsonaro y Passos continuaron negando la información de la revista. Veja nunca se echó atrás.

Para escribir el libro, Luiz Maklouf Carvalho analizó la grabación de todo el juicio del caso en el Tribunal Superior Militar, en 1988. Dos de los tres informes periciales grafísticos concluyeron que Bolsonaro era el autor de los bocetos. Cinco meses antes, un consejo de justificación del Ejército ya había considerado al capitán culpable por 3 votos a 0, por “conducta irregular y practicar actos que afectan al honor personal, al pundonor militar y al decoro de clase”.

Cuando Cassia esperaba a que la llamaran a declarar ante el tribunal, Bolsonaro la amenazó. El entonces capitán hizo con los dedos la señal que se convertiría en su marca registrada en la presidencia: simuló apuntarle con un arma. Ella le preguntó si era una amenaza de muerte. Bolsonaro le dijo que no, pero que “podría salir malparada si continuaba con esta historia”.

El magistrado ponente del caso, el general Sérgio de Ary Pires, no dudó en atacar a la periodista de una manera muy similar a la que Bolsonaro empleó contra Patrícia Campos Mello y otras periodistas ya en la presidencia, salvando las diferencias de lenguaje, época y referencias. “La mentira está presente en todas las declaraciones y afirmaciones de esta infame periodista, Cassia Maria”, afirmó. “Esta chica no deja de ser una vivandera, porque las vivanderas prestan servicios, lavan la ropa de los soldados, y ella quiere lavar la ropa sucia de los cuarteles”. En una de sus acepciones, las vivanderas son las prostitutas que acompañaban a las tropas en tiempos de guerra. Como se puede ver, Bolsonaro nunca careció de inspiración en las Fuerzas Armadas de Brasil.

La forma en que se manipuló el juicio para liberar a Bolsonaro es evidente. Todo indica que Bolsonaro fue absuelto con la condición de que dejara el Ejército. Seis meses después del juicio, ya elegido concejal por Río de Janeiro, Bolsonaro entró en la reserva. Empezaba entonces su exitosa carrera como político profesional, que también convertiría a tres de sus hijos en políticos profesionales. Carrera exitosa en el sentido fisiológico, ya que, en sus casi 30 años como diputado federal, Bolsonaro solo logró aprobar dos proyectos, hecho que no impidió que los votantes lo eligieran presidente de la República en 2018.

El germen de todo en lo que Bolsonaro se convertiría estaba allí, en el episodio de las bombas. Su odio a la prensa que no come de su mano. Su odio hacia la periodista que denunció su plan y, por poco, no hace abortar su carrera política incipiente y las grandes esperanzas que tenía para sí mismo, lo que podría haber ocurrido en el caso de que el Superior Tribunal Militar lo hubiera condenado. El gesto de hacer un arma con la mano para amenazar a sus enemigos, que hoy son una parte de la población brasileña.

En ese momento, Bolsonaro absorbió profundamente dos lecciones que guiarían su vida como político profesional: 1) es legítimo manipular la verdad y la justicia para proteger tus intereses, como lo hizo la cúpula del Ejército al absolverlo a pesar de todas las pruebas; 2) es posible planificar hasta un ataque terrorista, negar lo que hiciste y lo que realmente dijiste y no solo salir ileso, sino elegido.

En la presidencia, Bolsonaro ha llegado a desmentirse a sí mismo. Ningún otro político ha corrompido la verdad como él, al convertirse en el principal exponente de la autoverdad: el concepto de que la verdad es una elección personal, del individuo, desconectada de los hechos.

En 1993, en una entrevista a los investigadores Maria Celina D’Araújo y Celso Castro, el general Ernesto Geisel, el cuarto militar que presidió Brasil durante la dictadura, afirmó: “Bolsonaro es un caso completamente fuera de lo normal, incluso un mal militar”. Cuando una parte de los generales apoyó la candidatura de Bolsonaro, en 2018, no importaba que Bolsonaro fuera un “mal militar”. Sabían quién era, y era exactamente a quien querían. No hay un grupo de militares de alto rango responsable que, de repente, se haya sorprendido por la falta de control de Bolsonaro. Ni un grupo de militares responsables y otro de locos, los buenos y los malos, los ideológicos y los no ideológicos. Todo esto es una narrativa para crear oposición sin oposición.

La falta de control de Bolsonaro es útil. Es posible que algunos generales tengan la ilusión de que, en el momento adecuado, podrán controlarlo. Sin embargo, de momento, Bolsonaro está haciendo exactamente lo que se esperaba que hiciera. Los militares han vuelto al poder, lo que parecía impensable hace solo unos años, y algunos se ven como pozos de templanza comparados con el Cavalão —mote que tenía Bolsonaro cuando estaba en el Ejército y que significa “patán”— que ocupa el cargo más alto de la República. El guion sigue su curso. Una exageración aquí, un accidente allí, pero tal como estaba previsto en lo esencial.

Bolsonaro es, por varios caminos, el producto —y no una anomalía— de una parte influyente del Ejército brasileño. Ya es hora de que se entienda esto.

Tenemos que hablar de Dilma Rousseff

Si Jair Bolsonaro fuera solo una aberración en la trayectoria de Brasil, una especie de pesadilla distópica que pudiera superarse en cuatro años, como algunos creen, la situación del país sería mucho más tranquilizadora. El problema es tanto que el bolsonarismo va mucho más allá de Bolsonaro como que Bolsonaro no fue elegido por casualidad. Hay un Brasil que él representa. Por un lado, está el 30% que los sondeos muestran que permanece con él incondicionalmente, es decir, independientemente de lo que haga (o no haga). Y el 30% no es poca cosa. Por otro lado, Bolsonaro no inventó el Brasil que representa, aunque haya ayudado a crearlo y continúe dándole forma. Esta es la parte más complicada. Por eso será más difícil enfrentarla que enfrentar al hombre que la encarna.

No se puede analizar la última década de Brasil sin mirar muy de cerca la resistencia de las mujeres y la resistencia a las mujeres. La misoginia y el machismo no fueron las causas directas del impeachment de Dilma Rousseff. Pero ella fue la primera mujer presidenta de la historia que fue destituida sin ninguna base legal. La misoginia, el machismo, el racismo y la homofobia no fueron las causas directas del asesinato de Marielle Franco. Pero fue una mujer negra, lesbiana y criada en la favela quien fue asesinada en el crimen político más impactante de los últimos años. La mayor manifestación organizada por mujeres de la historia de Brasil fue contra Bolsonaro. El “Ele Não” (Él No) también fue el mayor movimiento de resistencia contra la elección de Bolsonaro. Al igual que el grupo que más rechazó a Bolsonaro como candidato fue el de las mujeres negras y pobres.

Las coincidencias no existen. Bolsonaro canaliza varias fuerzas, entre ellas la de los hombres que temen perder su lugar y que culpan de toda la precariedad de su vida a un mundo cuyos signos ya no reconocen. Unos hombres que piensan que todo se puede solucionar si los niños vuelven a vestir de azul y las niñas, de rosa. Unos hombres que creen que es un chiste genial hablar del furo de la periodista, porque ver la vagina como un agujero apacigua su miedo al fracaso.

No es casualidad que la economía sea un bastión de hombres liderados por Paulo Guedes, el ilustrado de la Escuela de Chicago que comete un acto de violencia verbal tras otro y se parece mucho más a Bolsonaro que a cualquiera. Los neoliberales de la economía y los defensores del patriarcado pertenecen al mismo mundo. No es casualidad que estén en el mismo gobierno. Esta manía de compartimentar las cosas enturbia cualquier análisis serio.

Cuando una parte de la sociedad brasileña se conmociona por la violencia de Bolsonaro contra las mujeres periodistas, es necesario volver la vista hacia la expresidenta Dilma Rousseff, del Partido de los Trabajadores (PT). Y preguntarse por qué hay tanto odio contra ella, lo cual es muy diferente de discrepar de sus ideas y su gobierno. El odio pertenece a otra categoría, está movido por otro tipo de circunstancias.

Jair Bolsonaro se volvió presidenciable el día en que cometió un acto de violencia contra Dilma Rousseff y, una vez más, no fue castigado. Al votar a favor de la destitución de Rousseff rindiendo homenaje a un torturador, el coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, Bolsonaro convirtió el impeachment en una nueva tortura contra la entonces presidenta, que fue una de las mujeres torturadas por la dictadura. Era el 17 de abril de 2016, fecha en que Brasil se avergonzaba ante sí mismo y ante el mundo. Bolsonaro, entonces diputado federal, llegó a añadir una asquerosa aposición: “Ustra, el pavor de Dilma Rousseff”. Simbólicamente, ese momento fue tanto el último día de Rousseff en el Gobierno como el primer día de la campaña de Bolsonaro.

Bolsonaro solo llegó a ese punto porque podía. Y hoy solo sobrepasa todos los límites porque sigue pudiendo. Bolsonaro descubrió, en los ochenta, que la justicia no lo detendría, ya fuera militar o civil. Hasta el día de hoy, no tiene motivos para dudar de esta certeza.

¿Y por qué podía contra Rousseff? Porque una parte significativa de los brasileños llamaban a Rousseff “zorra” y “ramera” asomados a ventanas y balcones, mientras golpeaban sus cacerolas, sin que esa brutalidad provocara gran indignación. Una parte de la prensa, que con acierto denuncia la violencia de Bolsonaro contra las mujeres periodistas, a lo sumo lamentaba la falta de elegancia y la mala elección de los términos, pero trataba las agresiones misóginas, machistas y violentas contra Rousseff como libertad de expresión.

Afirmo y continuaré repitiendo que Dilma Rousseff fue una mala gobernante y que cometió varios actos autoritarios, especialmente en la Amazonia. Pero este debate es con relación a los hechos y las ideas. Lo que se vio en Brasil, especialmente durante su segundo mandato, fue un ataque misógino contra Rousseff. No por discrepar de sus ideas y actos, sino por ser mujer. A veces, ese ataque, como señaló la periodista Cynara Menezes en su página, provino de mujeres periodistas que hoy denuncian los ataques de Bolsonaro. No se trata de justificar una agresión con otra. Todas son terribles y hay que lamentarlas una a una. Además, la violencia contra las mujeres practicada por un presidente de la República siempre tendrá mayores consecuencias, porque no hay mayor responsabilidad que la de quienes ocupan el puesto más alto en un país por el voto de la mayoría. Pero eso no exime a la prensa de reflexionar sobre su papel en la escalada de los últimos años. La falta de respeto por Rousseff, incluso cuando todavía estaba en el cargo, fue tratada como “natural”.

Uno de los ataques más vergonzosos fue la imagen de la violación recurrente de la presidenta. En la segunda mitad de 2015, apareció una pegatina en el depósito de gasolina de automóviles de todo el país. Representaba la figura de una Dilma Rousseff sonriente, con las piernas abiertas. Cuando se ponía gasolina, el surtidor penetraba sexualmente a la presidenta del país. Quien llevaba la pegatina justificaba el montaje criminal como una protesta contra el aumento de la gasolina, pero el mensaje era tan explícito como el acto. La presidenta era violada cada vez que se llenaba el depósito.

Ahora se difunden imágenes similares para atacar a mujeres periodistas e intelectuales. Y no solo lo hace la extrema derecha. También la extrema izquierda. El hecho precursor fue la violencia contra Dilma Rousseff. Si hay que lamentar a todas las víctimas de la violencia, también está claro que la violencia contra las mujeres que ocupan el cargo más alto de la nación, cuando se tolera, tiene otro nivel de consecuencia y de mensaje para la población del país que gobierna. La mayoría de la sociedad y también una parte significativa de la prensa estaban mucho menos indignados de lo que deberían estar con la violación colectiva y en serie de Dilma Rousseff que realizaban los surtidores de gasolina de todo el país. Contra Rousseff, aparentemente, se podía hacer cualquier cosa.

En abril de 2016, poco antes de la votación que decidiría si se iniciaba el impeachment, la revista IstoÉ publicó el siguiente titular: “Los arrebatos nerviosos de la presidenta”. En la foto de portada, Rousseff aparecía gritando. La fotografía documentaba el momento en que la presidenta celebraba un gol de la selección brasileña en el Mundial de 2014. Pero se sacó de contexto y, junto con el título, se utilizó para transmitir la idea de que Rousseff estaba fuera de control, por lo que había que sacarla del poder. En el texto, se decía literalmente que ella habría perdido “las condiciones emocionales para dirigir el Gobierno”. El reportaje informaba de los tranquilizantes que tomaba la presidenta, utilizando el prejuicio persistente contra los trastornos mentales para descalificarla. Rousseff se presentaba como el cliché clásico de la mujer histérica.

Antes de que la arrancaran del Gobierno para el que fue elegida, por medio de un impeachment sin hechos que lo justificaran, Dilma Rousseff fue tratada con los dos estereotipos que se utilizan habitualmente contra las mujeres. En el depósito de gasolina de los “buenos ciudadanos” era la puta; en la revista era la loca. La primera “merecía” que la violaran, a la segunda debían quitarle sus derechos, como se hacía a los locos en la lógica del manicomio, que regresaba con todas sus fuerzas. Y, de hecho, le quitaron el derecho a gobernar que sus votantes le habían garantizado con su voto.

Lo que se elige para descalificar a quien se quiere destruir no es un dato secundario. Cuando afloraron las pasiones y el cálculo de los calculadores las instrumentalizó para derrocar a una presidenta electa, las subjetividades irrumpieron para arrancar a Dilma Rousseff del lugar de mayor poder del país y devolverla al lugar tradicional reservado a las mujeres que se atreven a reivindicar la igualdad. La facilidad con que un Congreso que tiene una mayoría de diputados probadamente corruptos anuló el voto de la población con el apoyo de una parte de la sociedad y de la prensa no se puede disociar de la tolerancia, el estímulo y, a menudo, el protagonismo de esta misma sociedad y prensa en los actos de violencia contra la primera mujer que llegó a la presidencia de la República. Nadie tiene derecho a engañarse: opciones como estas tienen un coste.

También vale la pena destacar algo que tiende a causar molestias a los lectores que hasta aquí estaban disfrutando el texto. Muchos minimizan el papel de igualar los derechos de las trabajadoras domésticas a los de otros trabajadores, el llamado “Proyecto de Enmienda Constitucional de las Domésticas”, que se asoció al nombre de Dilma Rousseff. En mi opinión, fue determinante para que una parte de la clase media empezara a odiar a la presidenta. Las empleadas domésticas, la mayoría negras, eran consideradas un derecho adquirido de la clase media. La emancipación femenina en Brasil no se hizo con políticas públicas, como guarderías y escuelas con horario integral, ni con la división del trabajo doméstico entre hombres y mujeres. Lo que les garantizó una carrera a las mujeres de clase media fue la explotación de las mujeres más pobres, que dejaban sus propios hogares e hijos para cuidar del hogar y los hijos de los más ricos, a cambio de una jornada agotadora y un salario que solo garantizaba que se reprodujera la miseria.

Me refiero a la clase media porque la renta de los más ricos no se vio afectada por el aumento del coste de mantener a una empleada doméstica, aunque una parte también se quejó mucho: “¡¿Adónde vamos a parar?! Pronto querrán ir a Disney”. Equiparar a estas trabajadoras domésticas —que a menudo tenían un trabajo análogo a la esclavitud— con la precariedad de otros trabajadores fue algo que muchos —y muchas— no perdonaron a Dilma Rousseff. Se había metido donde no debía: en la minúscula habitación sin ventanas en la parte trasera de la casa y los apartamentos de la clase media brasileña.

Quien piense que esta no fue una de las cuestiones determinantes para lo que era odio —y no discrepancia de ideas— debe recordar el reciente episodio del ministro de Economía Paulo Guedes, que se quejó de los tiempos de la “fiesta” del dólar bajo, cuando “hasta las empleadas domésticas iban a Disneylandia”. De nuevo, no se puede compartimentar. La desigualdad racial y social, el patriarcado y la política económica siempre han estado visceralmente vinculados en Brasil.

El año en que la “nueva derecha” lideró las manifestaciones callejeras contra la primera mujer en la presidencia fue también el año de lo que se llamaría “primavera feminista” en Brasil. Miles de mujeres salieron a las calles para denunciar el machismo y luchar contra la amenaza de retrocesos en curso en el Congreso. La campaña #PrimeiroAssedio (primer acoso), lanzada por la página web feminista Think Olga, en la que las mujeres relataban los abusos que habían sufrido, tuvo un impacto enorme.

La nueva generación de feministas se movía con desenvoltura en las redes sociales y dio una enorme potencia a los movimientos que iniciaron sus madres y abuelas. Se fortaleció aún más con el creciente protagonismo de las mujeres negras, muchas de ellas las primeras de su familia en llegar a la universidad. Incluso los hombres que se consideraban feministas estaban asustados por lo que consideraban “excesos” y “radicalismo” y llevaban mal los cuestionamientos persistentes. De la misma forma que sucedió con los negros y el racismo en el debate sobre las cuotas raciales en la universidad, la confrontación de los privilegios de género impactó a quienes nunca antes se habían percibido como machistas, o nunca antes habían sido acusados de ser machistas.

El privilegio de considerarse “un buen tipo”, como el de considerarse “un buen tipo blanco”, está mucho más arraigado de lo que parece. Los intelectuales de izquierda golpearon duramente a las mujeres en los artículos y en las redes sociales, ya que no podían golpearlas físicamente. Exprimiendo toda la retórica y el habitual name-dropping, se escribieron varios artículos solo para decir, con mucho odio y resentimiento, que las mujeres no son capaces de pensar bien y no deberían ocupar el espacio que algunos hombres querían seguir manteniendo como una reserva de mercado natural. Como las columnas de opinión publicadas en la prensa, por ejemplo. Las mujeres solo deberían hacer crónicas sentimentales, no analizar la política. Por supuesto, estos sentimientos poco sofisticados no se confesaban, sino que se disfrazaban con el lenguaje académico y se protegían con tesis intelectualizadas. Aun así, para quienes se dedican a escuchar, fueron explícitos.

El impeachment de Dilma Rousseff y la creciente ocupación de las calles por parte de las mujeres no fue una coincidencia de fechas. La fuerza de los nuevos feminismos y la violenta reacción hacia ellos, expresada tanto en la política, mediante proyectos de ley, como en el aumento del número de violaciones y feminicidios, pueden estar estrechamente relacionadas. Lo que sucedió y está en marcha en Brasil se expresa en una intrincada tela. La presión de las nuevas mujeres —y el consiguiente desplazamiento del lugar del hombre— son uno de los hilos de esta trama.

No es casualidad que quien reemplazó a la primera mujer en la presidencia, la que se hizo acompañar de una hija y no de un esposo en la investidura, fuera un vicepresidente como Michel Temer. Llevó al Gobierno la imagen de una primera dama “bella, recatada y hogareña”, como tituló la revista Veja. Quién es realmente Marcela Temer nunca lo supimos, lo cual dice mucho. Quizás nos sorprendería. El retrato naftalínico del primer ministerio de Temer fue solo la transición hacia el meme colorido y explícitamente violento de Bolsonaro, salpimentando a las viejas élites que lo apoyan con uniformes y neopentecostalismo evangélico.

Entre las muchas pérdidas causadas por un gobierno autoritario está la anulación de las diferencias de posturas, de caracteres y de ideas. Cuando hay democracia, cuando no hay necesidad de escribir sobre un presidente que crea factoides como una forma de mantener al país en guerra, el debate avanza, se vuelve sofisticado y más amplio. Y el país avanza con él. Lamentablemente, este proceso se suele interrumpir en Brasil, como se ha interrumpido en la actualidad. La función del autoritarismo también es impedir el debate.

Hoy, una vez más, es necesario hacer alianzas con personas que, hasta ayer, cometieron actos de violencia similares a los que hoy denuncian. Porque el bolsonarismo es una amenaza no solo para la democracia, que ya se está desmoronando, sino para la civilización, a falta de una palabra mejor. El bolsonarismo es una amenaza para el planeta, ya que está destruyendo la Amazonia a una velocidad sin precedentes. Cuando se produce y avanza una amenaza de la proporción del bolsonarismo, es necesario suspender los dolores que son más que justos y coser las alianzas que se puedan para evitar la destrucción de los valores fundamentales. Sin embargo, nunca debemos renunciar a la memoria. Alianzas, sí. Apagones, no. Que nadie lo olvide: seguiremos recordando.

Cuando Bolsonaro ataca a la periodista Patrícia Campos Mello, revela cuánto teme al buen periodismo, el mismo que hace décadas denunció su plan para hacer explotar bombas en los cuarteles. Bolsonaro también está tratando desesperadamente de esquivar a otra mujer. Quien se cierne sobre su gobierno, su familia y su futuro político es una mujer negra: Marielle Franco. Mientras no se resuelva la ejecución de la concejala del Partido Socialismo y Libertad (PSOL), ella seguirá acechando a Bolsonaro. Esta es la primicia que Bolsonaro más teme.

Por sentido común, el presidente debería ser el primer interesado en aclarar el crimen. Desgraciadamente, por razones que puede que la propia razón no desconozca, no parece que le ponga mucho empeño. Este sábado 14 de marzo se cumplirán dos años de los disparos que le reventaron la cabeza a una mujer brillante y seguimos sin saber quién ordenó matar a Marielle. Por lo tanto, tendremos que seguir preguntando, y cada vez más alto: ¿Quién ordenó matar a Marielle? ¿Y por qué?

Bolsonaro —es necesario afirmarlo una vez más— no es producto de la dictadura. Bolsonaro es producto de la democracia deformada que vino después de la dictadura. Esta democracia, a menudo cobarde y acobardada, cómplice tanto de la impunidad por los crímenes del régimen de excepción como de la tortura y muerte de los más pobres, ha garantizado su impunidad desde el plan terrorista de 1987. El antipresidente que hoy gobierna Brasil es el principal ejemplo de toda la corrupción del sistema que finge que denuncia. Solo las instituciones que hasta ahora han fracasado, deliberadamente o no, en responsabilizarlo por sus acciones y discursos pueden impedir que Bolsonaro continúe cometiendo actos de violencia contra las mujeres, contra los negros, contra los indígenas, contra la Amazonia, contra el planeta que depende de la Amazonia. Contra Brasil. Solo la democracia efectiva puede detener a Bolsonaro.

Los golpes del siglo XXI —vale la pena repetirlo— ya no suceden de repente, como sucedían en el siglo XX. En Brasil, al igual que sucedió y sucede en otros países en este momento, la democracia la están devorando como hacen los parásitos: desde dentro, un poco cada día. Las posibilidades de que este cuerpo debilitado resista disminuyen con el paso de las horas. No hay milagro ni magia. Solo con lo que todavía queda de democracia, mientras quede, es posible impedir que los violentos ejerzan su violencia, que los golpistas completen el golpe.

Termino con el deseo de que, inspiradas por Marielle Franco, las mujeres brasileñas y los hombres feministas —porque el feminismo es una posición política, no depende del sexo ni del género— se pongan en marcha. Que, junt@s, podamos resistir y obligar a las instituciones brasileñas a reencontrarse con la vergüenza mientras aún sea posible. El tiempo se acaba.

Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de Brasil, construtor de ruínas: um olhar sobre o país, de Lula a Bolsonaro. Web: elianebrum.com. E-mail: elianebrum.coluna@gmail.com. Twitter, Instagram y Facebook: @brumelianebrum.

Traducción de Meritxell Almarza

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