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Columna
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¿Quién ordenó matar a Marielle? ¿Y por qué?

Bolsonaro, que gobierna Brasil administrando odio, debería ser el mayor interesado en que se resolviera el crimen

Eliane Brum
Una protesta en Río de Janeiro por el primer aniversario del asesinato de la concejala Marielle Franco.
Una protesta en Río de Janeiro por el primer aniversario del asesinato de la concejala Marielle Franco.M. Sayo (EFE)

Cuando supe que Marielle Franco había sido asesinada, acababa de llegar de Anapu, la ciudad que recibió la sangre de Dorothy Stang. Cuatro tiros habían destrozado la bonita cabeza de Marielle y también aquella sonrisa que hacía que incluso yo, que nunca la conocí, tuviera ganas de reír con ella. Todavía las tengo cuando veo su fotografía. Y me río con Marielle. Y entonces me acuerdo del horror de la destrucción literal de su sonrisa. Y no lloro. Escribo.

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Cuando me llegó la noticia, todavía estaba en la Amazonia, pero me preparaba para coger un avión hacia São Paulo. Cargaba en mi cuerpo el horror de haber constatado que la violencia contra los pequeños agricultores en el estado de Pará era, en aquel momento, peor que en 2005, año del asesinato de Dorothy. En Anapu, había un sendero rojo sangre de 16 ejecuciones de trabajadores rurales desde 2015, personas que no tenían la nacionalidad estadounidense para llamar la atención de la prensa.

Dos días antes, en la carretera de Anapu, me había alcanzado la noticia del asesinato de Paulo Sérgio Almeida Nascimento, director de la Asociación de los Caboclos, Indígenas y Quilombolas de la Amazonia. Paulo recibía amenazas por su actuación y varias veces pidió protección policial. Pedía que el gobierno federal y el del estado de Pará, además del ayuntamiento de Barcarena, tomaran alguna actitud con relación a la empresa minera noruega Hydro Alunorte, de la que existían pruebas que había contaminado el agua de los ríos de la región, amenazando la vida de la población y el medio ambiente. Paulo fue asesinado dos días antes que Marielle.

En Anapu, había escuchado al padre Amaro Lopes afirmar que sabía que estaban tramando algo contra él, que se inventarían algo para interrumpir su lucha. Lo consideraban el sucesor de Dorothy Stang en la protección de los derechos de los trabajadores rurales y de la selva amazónica en la región. Para mí, estaba claro que las reales sucesoras de Dorothy eran las monjas con quien compartía casa y que seguían su trabajo sin derrapar en vanidades personales. Sin embargo, el trabajo de Amaro Lopes era lo suficientemente importante como para que lo interrumpieran con violencia. Dos semanas más tarde, como había previsto el padre, la policía de Pará lo detuvo en una operación cinematográfica y lo acusaron de casi todo. El objetivo era asesinar su reputación y neutralizarlo. Y lo consiguieron.

Cuando me enteré de la muerte de Marielle, este era el mapa de muertes a mi alrededor, solo en el pequeño círculo que era yo. Esas muertes, aunque no directamente, estaban conectadas. Expresaban un nuevo momento del país, uno en que la vida valía todavía menos y la justicia estaba todavía más ausente, cuando no en connivencia con los crímenes.

Desde 2015, la tensión en el campo y en las periferias urbanas crecía en Brasil. Era el resultado directo del debilitamiento de la democracia por el proceso de impeachment, que siempre se siente primero en los espacios más distantes de los centros de poder. Incluso antes de que la destituyeran, Dilma Rousseff, del Partido de los Trabajadores (PT), estaba concediendo lo que no se puede conceder, en su desesperación de impedir el proceso que la arrancaría del cargo para el que fue elegida. En la Amazonia, estos mensajes se interpretan con literalidad. Y autorización.

Los asesinatos mostraron que el Brasil arcaico intentaba aplastar al Brasil insurgente que había avanzado los últimos años

Esas muertes expresaban también que el Brasil arcaico, el que consiguió una imagen elocuente en el retrato oficial del primer ministerio del expresidente Michel Temer —blanco, masculino y reproductor de las oligarquías políticas—, aplastaba al Brasil insurgente que había avanzado los últimos años, el que desplazaba los lugares de centro y periferia, confrontaba el apartheid racial no oficial, rompía con los binarismos de género, enfrentaba al patriarcado con carteles y pechos desnudos.

Yo bajaba las escaleras de la casa que alquilaba. Al llegar al último escalón, tuve la sensación de que Brasil se había desgarrado. Empecé a bajar las escaleras en un país y terminé en otro. En medio, la noticia del asesinato de Marielle Franco. El cuerpo flagelado de Marielle era el desgarro.

Durante el viaje a São Paulo, un trayecto largo de tres vuelos, en el que solo podía tener acceso a la información en las escalas, me di cuenta de que ese sentimiento no era solo mío. Una parte de Brasil se levantaba, ocupaba las calles, se retorcía y gritaba.

Matar a tiros a una concejala electa era dar un paso más en la violencia extrema de un país que convive con el genocidio de los jóvenes negros, que convive con el genocidio de los indígenas, como si fuera posible convivir con genocidios sin corromper lo que llamamos alma más allá de lo posible. El asesinato de Marielle era un paso más, un paso ya sobre el vacío del abismo, incluso para Brasil.

En 2014 empecé a escribir una palabra en varios de mis textos. Deshilachado, deshilachar... Tardé en reconocer el patrón. A veces una palabra se impone por los caminos del inconsciente, que percibe el mundo a partir de otros recorridos. Deshilachada, la carne del país ahora se desgarraba, como si los cuerpos agujereados por las balas, los cuerpos negros, los cuerpos indígenas, al volverse demasiado numerosos, hubieran hecho imposible cualquier remiendo. Hasta una costurera aficionada sabe que no se puede zurcir una tela demasiado desgarrada, donde la piel que se junta con la aguja y el hilo se abre de inmediato. Ya no había integridad posible en el tejido social de Brasil porque se había matado demasiado. Marielle Franco era ir más allá del demasiado.

El 14 de marzo de 2018, Brasil entró en una nueva fase de sus ruinas continentales

Entendí entonces que con Marielle también moría un Brasil. Y que a partir de ese día entraríamos en otra fase de nuestras ruinas continentales.

Creo que tenía razón. Pero también creo que me equivocaba.

Tenía razón porque Marielle Franco acogía en su cuerpo a todas las minorías aplastadas durante 500 años de Brasil. Su cuerpo era un mostrador, una instalación viva, de la emergencia de los Brasiles históricamente silenciados.

Marielle cargaba múltiples identidades: negra, como la mayoría de los que mueren; de la favela (Maré, en Río de Janeiro), de donde vienen los que tienen menos de todo; mujer de piel oscura, la parte más frágil y sujeta a la violencia de la población brasileña; lesbiana, que la lanza a otro grupo flagelado por la homofobia.

Cargando todo lo que era —y será siempre—, Marielle salió elegida concejala en Río de Janeiro por el Partido Socialismo y Libertad (PSOL). E hizo de sus identidades criminalizadas una explosión de potencia. Era la encarnación de un movimiento que provenía tanto de los interiores como de los estertores de Brasil. Marielle encarnaba un levantamiento que no ha muerto con ella, pero que ha sido masacrado en los últimos años. Un levantamiento creador y creativo que soñaba con otro Brasil, que anhelaba atravesar las oligarquías alegremente con sus pies descalzos, como lo ha hecho en el Carnaval de este año, rumbo a otra manera de ser Brasiles, en plural.

Marielle tenía todo ese descaro en su cuerpo y todavía osaba reír, y reía mucho, como hacen las mujeres que saben que reír es un acto de transgresión, ya que llorar es lo que se espera de nosotras.

El Brasil que existió de 1985 a 2016 murió con el voto criminal de Bolsonaro a favor del impeachment de la primera mujer presidenta

A la vez, me equivocaba. El Brasil posredemocratización, el país donde había vivido mi vida adulta, no había muerto el 14 de marzo de 2018. Sino casi dos años antes, el 17 de abril de 2016.

Una parte de los brasileños supo que algo terriblemente definitivo había ocurrido aquel domingo en que los diputados votaron a favor del proceso de destitución de Dilma Rousseff. Incluso los que estaban a favor del impeachment se sorprendieron con las entrañas a la vista de los parlamentarios, al votar en nombre de Dios y de la familia contra una presidenta que no había cometido un crimen de responsabilidad. La vergüenza casi nos alcanzó a todos. O, por lo menos, a muchos. Muchos por la ética, la mayoría quizá solo por la estética.

El Brasil que había existido durante 31 años, desde el fin de la dictadura hasta el voto del impeachment de Dilma Rousseff, de 1985 a 2016, murió con el voto de Jair Bolsonaro. Durante más de tres décadas, Brasil avanzó y retrocedió, se convulsionó, se reveló, se pobló de esperanzas, convivió con lo imposible de sus genocidios y protegió a agentes del Estado que cometieron crímenes contra la humanidad durante el régimen de excepción.

De la gestión de esta democracia deformada nace el Brasil en el que vivimos hoy, como ya he escrito en este espacio, más de una vez. Pero hasta 2016 tuvimos un país en ebullición, donde el presente se lo disputaban ferozmente diferentes grupos. En aquel país, el levantamiento del que Marielle es uno de los símbolos avanzaba por las brechas, y avanzaba rápido, porque tenía siglos de atraso a sus espaldas.

El voto de Jair Bolsonaro interrumpió ese proceso y finalizó una de las fases más ricas de posibilidades de Brasil. No solo el impeachment, que parte de la izquierda denomina “golpe”, sino la perversión del impeachment explicitada por el voto de Bolsonaro. Si el voto del capitán retirado era una expresión de la anatomía del impeachment, y lo era, el voto era eso y también algo más. Un algo más que quizás solo Jean Wyllys (PSOL), con su escupitajo, haya percibido. No es solo coincidencia que él sea el primer político exiliado del Brasil del bolsonarismo.

No es casualidad que Jean Wyllys, el diputado que escupió a Bolsonaro, también sea el primer exilado de su gobierno

En ese momento, Bolsonaro cometió un crimen de apología a la tortura y al torturador. “Por la memoria del coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, el pavor de Dilma Rousseff, por el ejército de Caxias, por las Fuerzas Armadas, por Brasil por encima de todo y por Dios por encima de todo, mi voto es sí”. El entonces diputado violó el artículo 287 del Código Penal: “Hacer, públicamente, apología de un crimen o del autor del crimen. Pena: detención de tres a seis meses, o multa”.

Ustra fue el único torturador reconocido como torturador por la justicia brasileña. Bajo el comando de Ustra, por lo menos 50 personas fueron asesinadas y cientos, torturadas. Había todavía el sadismo explícito de la aposición que añadió Bolsonaro: “el pavor de Dilma Rousseff”. La presidenta fue torturada por agentes del Estado en la dictadura.

Bolsonaro consumaba allí el vínculo entre los dos momentos del país, saltando sobre el período democrático. Al invocar al torturador y señalar el pavor de la torturada, Bolsonaro transformó el impeachment sin base legal en un nuevo acto de tortura contra Dilma Rousseff.

Aquel, en mi opinión, fue el momento más grave del país desde la redemocratización. El día siguiente decidiría el futuro de Brasil. Si se cumplía la ley y se denunciaba, juzgaba y encerraba a Bolsonaro, las instituciones demostrarían que eran capaces no solo de hacer valer la ley, sino también de proteger la democracia y los principios democráticos.

Al servicio de fuerzas que van mucho más allá de su familia, Bolsonaro era aquel soldado raso que envían al frente de batalla para descubrir si explota o si la tropa más valiosa puede avanzar en relativa seguridad. Como él amenazó a una presidenta y homenajeó a un torturador y siguió adelante con su vida porque la ley eran palabras muertas, Brasil se hundió allí. Menos de un mes después, el 12 de mayo de 2016, día de la destitución de Dilma Rousseff de la presidencia del país, Bolsonaro se sumergió en las aguas del río Jordán, en Israel, para que lo bautizara el pastor Everaldo, líder del Partido Social Cristiano (PSC).

En ese voto, Bolsonaro también se convirtió en presidente de la República, o en alguien con muchos números de convertirse en presidente de la República. De bufón del bajo clero del Congreso, lo promovieron a representante de las fuerzas más arcaicas: tanto las que querían garantizar la ampliación de su poder en el Planalto —como los ruralistas—, como las que querían alcanzar el poder central —como los evangélicos—.

Los generales que están hoy en el poder deberían haber escuchado al dictador Ernesto Geisel, que llamaba a Bolsonaro “mal militar”

En aquel momento, también los sectores de las Fuerzas Armadas que estaban molestos con la Comisión de la Verdad y la presión para que se revisara la Ley de Amnistía vieron una oportunidad. Arriesgada, pero una oportunidad al fin y al cabo. El capitán retirado, conocido como oportunista e insubordinado, podría ser útil para impedir la producción de memoria sobre el régimen de excepción y reescribir la historia. También podría ser útil para garantizar el retorno de los generales al Planalto sin el trauma de un golpe clásico, como sucedió en 1964.

Creyeron que podrían controlarlo. Deberían haber escuchado a un general con más experiencia antes de meterse en la peligrosa aventura bolsonarista. En 1993, en una entrevista a los investigadores Maria Celina D´Araújo y Celso Castro, el general Ernesto Geisel, el cuarto militar que presidió Brasil durante la dictadura, afirmó: “No contemos a Bolsonaro, porque Bolsonaro es un caso completamente fuera de lo normal, incluso un mal militar”.

A Marielle Franco la mataron en este nuevo Brasil, la mató este nuevo Brasil que el crimen de Bolsonaro al votar a favor del impeachment puso en evidencia. Este nuevo Brasil es viejo, pero también es nuevo. Porque nuevo no es sinónimo de bueno. Y viejo no es sinónimo de malo. Al servicio de lo más arcaico y falseado que hay en la historia de Brasil, Bolsonaro es nuevo. Al servicio de lo más cínico que hay en la historia de Brasil, el fundaoportunismo evangélico de los líderes neopentecostales es nuevo.

Y lo nuevo que viene de las raíces, representado por Marielle, lo que viene de la insurrección de los negros rebeldes, de la resistencia casi trascendental de los pueblos indígenas, de las mujeres que aman su coño, de los que no encajan en la normalización de los cuerpos, está siendo aplastado.

Necesitamos saber: ¿Quién ordenó matar a Marielle? ¿Y por qué?

A Marielle la mataron por cargar en su cuerpo el levantamiento de los Brasiles periféricos que reivindican el lugar de centro

Sea cual sea la respuesta objetiva, concreta, que ya tarda un año, a Marielle la mataron por cargar en su cuerpo el levantamiento de los Brasiles periféricos que en los últimos años han reivindicado el lugar de centro. Ella era la expresión llena de curvas de todo lo que los que solo pueden convivir con ángulos rectos sienten la compulsión de exterminar. No solo porque son incapaces de lidiar con otras formas geométricas, sino porque cuando los excluidos de Brasil ocupan las tribunas por medio del voto, los que creen que el poder es parte de su destino hereditario temen por sus privilegios.

Desde que arrancaron a la primera mujer presidenta del Palacio del Planalto por medio de un impeachment descabezado, la violencia en las periferias de la selva, del campo y de las ciudades se ha recrudecido. La percepción era que algo represado, contenido con mucho esfuerzo, se liberaba. Y de hecho se liberaba. Todo el deseo de destrucción reprimido por lo que llaman “políticamente correcto”, pero que es otra cosa, emergió. Y de forma violenta, como irrumpe lo que se controla con esfuerzo, lo que se empuja hacia el fondo, sin el trabajo de elaboración tanto en la esfera pública como en la privada. Aun así, las Marielles siguieron.

En el Brasil actual hay un deseo de destrucción de los cuerpos que se niegan a ser normalizados, como los de las mujeres y la comunidad LGBTI

Hablamos de deseo de destrucción. Mi interpretación es que, mayoritariamente, es un deseo de destrucción de los cuerpos de las mujeres y la comunidad LGBTI, de los cuerpos que se niegan a ser normalizados, como Jair Bolsonaro y sus seguidores dejaron claro en la campaña de 2018. Todavía añadiría a esta lista los cuerpos de los que practican religiones de origen africano, una barrera al crecimiento de las evangélicas neopentecostales, que por eso tienen que demonizarse.

Cuando Bolsonaro invoca la tortura del cuerpo de la presidenta al votar a favor del impeachment, reafirma las ganas de destruir el cuerpo de Rousseff. Como antes ya había hecho con la apología a la violación al agredir a la diputada federal Maria do Rosário (PT).

Es importante recordar a Luana Barbosa dos Reis Santos, negra, periférica y lesbiana, que fue asesinada por policías en 2017. Al igual que recordar que fue una mujer, Amélia Teles, torturada por Ustra, a quien agredieron otra vez los seguidores de Bolsonaro por las redes sociales durante la campaña al amenazarla de muerte. A Amelinha la torturaron dos veces, la segunda por atreverse a contar la violencia que sufrió a manos y órdenes del héroe de Bolsonaro. Como también vale la pena recordar que los agentes del Estado, además de utilizar los equipos clásicos de tortura, como choques eléctricos, solían torturar a las mujeres introduciéndoles ratas y cucarachas en la vagina, aumentando el componente misógino del sadismo.

Los actuales dueños del poder han iniciado una guerra por el control de los cuerpos, lo que Jair Bolsonaro pregonó como el fin de las minorías, que deben “curvarse ante la mayoría”. La frase “los niños visten de azul, las niñas, de rosa” de la ministra de la Mujer, Damares Alves, no es una distracción o un factoide, sino la más exacta traducción de una disputa de poder muy profunda.

El Carnaval de 2019 molestó tanto a Bolsonaro porque mostró que el levantamiento sigue vivo

Hay que prestar atención a quien se vio obligado —hasta ahora— a dejar el país para salvar la vida: públicamente, un gay asumido y dos feministas conocidas. Pero hay más gente. La violencia no se produce sobre cualquier cuerpo, sino sobre cuerpos específicos. Lo que se disputa, repito, es el control sobre los cuerpos que se han insurgido: el de las mujeres, de los negros, de los indígenas y de la comunidad LGBTI. Tampoco fue una imagen cualquiera la que escogió Bolsonaro para intentar descalificar el Carnaval de 2019: fue una relación sexual entre dos hombres. Bolsonaro se descontroló un poco más porque el Carnaval mostró que, a pesar de toda la violencia que pregona el presidente, el levantamiento sigue vivo. Y muy vivo.

Es urgente parar de fingir. No vivimos en una democracia. Desde que fue investido, Bolsonaro pone su poder de presidente al servicio de su máquina de producir linchamientos y descalificar a opositores, que trata como enemigos. La estrategia de su acción en las redes sociales, con la asesoría de su hijo cero dos, es la de mantener a la población en suspenso. Bolsonaro y cero dos controlan los días y los espasmos, diseminan mentiras y dirigen ataques.

Seamos claros: Bolsonaro está controlando el día a día del país. No por la administración pública, sino por la administración de odio. O por la administración pública de odio. ¿Qué sucederá en este país con un presidente que utiliza el poder y la máquina del Estado para destruir una parte cada vez mayor de la población?

Bolsonaro y su administración de odio pueden provocar una tragedia en cualquier momento

Parar de fingir que existe una normalidad democrática es una medida urgente para que las personas mantengan la salud mental. Brasil puede explotar de odio en cualquier momento. La probabilidad de que Bolsonaro provoque una tragedia es alta. Está fuera de control, si es que algún día ha tenido. Y las instituciones no se mueven para proteger a la población y la Constitución.

En Brasil vivimos un día a día de excepción. Desde el voto de Bolsonaro. Y vamos rumbo a un Estado de Excepción. Desde el voto a Bolsonaro.

La destrucción del cuerpo de Marielle Franco, el cuerpo político que se negaba a ser subyugado, es hasta hoy el ataque más violento. Es por dignidad que se grita “Marielle Presente”. Es por responsabilidad colectiva. Pero también es por la convicción de que mantener viva la memoria de Marielle y hacer pagar su muerte es lo que posiblemente nos haya salvado de que haya otros cuerpos reventados por las balas en las calles de Brasil. Ese grito persistente es lo que quizá nos haya salvado del descontrol total.

Este Brasil que mató a Marielle ya era el Brasil de Bolsonaro incluso antes de que saliera elegido. Era el Brasil en que los hijos de Bolsonaro se ponían una camiseta con la inscripción “Ustra vive” para disputar votos. En que el actual gobernador de Río de Janeiro aparece junto a dos cafres, que después se convertirían en diputados electos por el Partido Social Liberal (PSL). En la imagen, se enorgullecen de romper la placa de la calle con el nombre de Marielle Franco. Y traspasan su nombre con sus cuerpos, como una violación simbólica.

La investigación del asesinato de Marielle Franco y de Anderson Gomes está en curso. El hecho de que un año después de su muerte Brasil todavía no sepa quién ordenó el crimen y por qué es una vergüenza para los responsables, en todas las instancias. Es una vergüenza para Brasil. Pero no solo una vergüenza. Lo que expone la tardanza en resolver el crimen es la convulsión del país en que un cuerpo policial tiene que investigar por qué otro cuerpo policial no investiga. Un país en que los sospechosos que acaban de ser detenidos eran policías militares.

Bolsonaro debería ser el brasileño que más desea resolver la muerte de Marielle y, así, demostrar que las coincidencias son solo coincidencias

El presidente de Brasil y su familia deberían ser los primeros en querer que se resolviera el asesinato de Marielle Franco. E inmediatamente. Deberían ser los más interesados en demostrar que las coincidencias y los varios cruces de la familia con sospechosos de haber ejecutado el crimen son solo eso: coincidencias. No se puede gobernar un país sin aclarar esas coincidencias. A cada nueva coincidencia, crece en la población el sentimiento de descontrol.

Cuando solo faltaban dos días para que se cumpliera un año de las muertes, finalmente la Policía Civil de Río de Janeiro y la Fiscalía de Río de Janeiro detuvo a los ex policías militares Ronie Lessa y Elcio Vieira de Queiroz. Lessa fue detenido en la casa de 280 metros cuadrados donde vivía con su familia, en la misma calle y en la misma urbanización que Jair Bolsonaro. Desde la terraza de casa de Lessa se ve la habitación de la hija de Bolsonaro. Según el comisario Giniton Lages, la hija de Lessa salió con uno de los hijos de Bolsonaro. En casa de un amigo de Lessa, la Policía Civil encontró 117 fusiles incompletos, del tipo M-16: es la mayor incautación de fusiles de la historia de Río de Janeiro.

Nadie es responsable de los actos de sus vecinos ni de los actos de los suegros de los hijos. Pero, mientras no se descubra quién ordenó el crimen y se aclaren los motivos, tampoco se puede probar que las coincidencias son solo coincidencias. Y eso es malo para Brasil. Por eso, el clan Bolsonaro debería ser el mayor interesado en resolver el asesinato de Marielle. Para el bien de Brasil.

Porque hay otras coincidencias. El gobernador de Río, Wilson Witzel (PSC), escribió en una red social que uno de los cinco detenidos en la operación “Los intocables”, en enero de este año, una acción conjunta de la Policía Civil y la Fiscalía, era sospechoso de estar involucrado en las muertes de Marielle y Anderson. El excapitán de la Policía Militar Adriano Magalhães Nóbrega, hoy prófugo, fue señalado como uno de los líderes de la milicia de la favela Río das Pedras, en Río de Janeiro, que tiene montado un sistema de robo de tierras públicas, entre otros crímenes y contravenciones. Nóbrega también sería el jefe del grupo de exterminio Oficina del Crimen, sospechoso de estar asociado a la ejecución de Marielle y Anderson. A este mismo Nóbrega lo honró el hoy senador Flávio Bolsonaro, el hijo cero uno, con una moción de alabanza por su “brillantez y gallardía”, en 2003, y con la Medalla de Tiradentes, la más alta condecoración de la Asamblea Legislativa de Río de Janeiro, en 2005.

Las coincidencias no terminan ahí. Hasta noviembre de 2018, la madre y la mujer de Nóbrega trabajaban en el gabinete de Flávio Bolsonaro. El cero uno atribuyó las contrataciones a su exasesor, Fabrício Queiroz, viejo amigo del presidente de la República. Queiroz, que fue policía militar, es sospechoso de malversación de fondos del gabinete de cero uno. Retenía una parte del sueldo de los empleados de confianza del gabinete. Queiroz también ingresó un cheque de 24.000 reales (unos 6.500 dólares) en la cuenta de la primera dama, Michelle Bolsonaro.

A finales de 2018, la Policía Federal entró en el caso de Marielle para descubrir qué estaba bloqueando la investigación. “Una investigación de la investigación”, como definió el entonces ministro de Seguridad Pública, Raul Jungmann. Cuando hay que activar a la Policía Federal no para resolver un caso, sino para descubrir por qué el caso no se resuelve, es comprensible e incluso esperado que la población empiece a entrar en pánico.

Jungmann dijo más: el proceso de investigación del crimen es “una alianza satánica entre la corrupción y el crimen organizado”. El entonces ministro ya había descrito el caso Marielle con las siguientes palabras: “Queda claro que habría una gran articulación en la que están involucrados agentes públicos, milicianos, políticos, un sistema muy poderoso que no tendría interés en aclarar el caso de Marielle, incluso porque estarían implicados en ese proceso, o en la ejecución o dando las órdenes”. Era el ministro de Seguridad y todo lo que afirmaba era su impotencia para resolver el crimen.

Para mantener alta su popularidad, Bolsonaro está gestando una guerra civil no declarada en Brasil

Bolsonaro ha entrado en el tercer mes de gobierno. Ya ha demostrado que gobierna por medio de la administración de odio. Y que esa administración es estratégica y calculada para cumplir por lo menos dos objetivos: desviar el centro de atención de las sospechas que recaen sobre el hijo cero uno, que pueden involucrar a más miembros de la familia, incluso el propio presidente, y mantener al país en una guerra civil no declarada en las redes sociales, para que Bolsonaro pueda escoger al enemigo que haya que linchar antes de que el odio se vuelva contra él.

El presidente dedica gran parte de su tiempo a mantener a sus milicias digitales ocupadas, destruyendo la reputación de sus críticos, y no tiene tiempo de prestar atención a cómo se tratan los asuntos urgentes de Brasil. Como ya se ha visto, la producción de linchamientos continuos tiene como blanco a periodistas que investigan tanto las milicias de Río como el caso Queiroz.

Jair Bolsonaro ha transformado Brasil en un laboratorio de administración de odio y sus efectos sobre la población. Es un “estudio de caso”. Y es muy peligroso. Quien se da cuenta ya ha empezado a enfermar. Otros han dejado el país para no convertirse en mártires. Lo peor que podemos hacer en este momento es fingir que eso es normalidad. O que puede haber normalidad con un presidente que controla los días de Brasil administrando odio en las redes sociales. La presión está creciendo. Las instituciones tienen que despertar. Y las coincidencias tienen que aclararse cuanto antes.

Cuando finalmente se descubra quién ordenó la muerte de Marielle Franco —y por qué—, no será solo un crimen lo que se resuelva. Se podrá revelar la anatomía del Brasil actual en todo su asombroso horror. Pero los que dieron la orden —y los motivos— solo se descubrirán si seguimos preguntando: “¿Quién ordenó matar a Marielle? ¿Y por qué?”.

¡Marielle Presente!

Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de los libros de no ficción Coluna Prestes – o Avesso da Lenda, A Vida Que Ninguém vê, O Olho da Rua, A Menina Quebrada, Meus Desacontecimentos, y de la novela Uma Duas. Sitio web: desacontecimentos.com. E-mail: elianebrum.coluna@gmail.com. Twitter: @brumelianebrum/ Facebook: @brumelianebrum

Traducción de Meritxell Almarza

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