Tupí or not to be
En el nombre de Dios y del ‘The New York Times’, la disputa del ‘impeachment’ y de los Brasiles
El 17 de abril de 2016 dejó explícito que esta no es tan solo una crisis política y una crisis económica. Sino también una crisis de identidad, de ética y de estética. Los focos puestos en la Cámara de Diputados, durante la transmisión en directo por la televisión, iluminaron el horror. E iluminaron el horror incluso para aquellos que apoyaban la aprobación de la apertura del proceso de destitución de Dilma Rousseff. Al día siguiente sucedió algo también revelador: se llevó la disputa a territorio extranjero. No una disputa cualquiera, sino una disputa sobre cómo nombrar lo ocurrido. Vale la pena seguir esta pista.
La prensa internacional señala a Brasil y dice, con variaciones, que el espectáculo es ridículo, lo que sucedió fue un circo. La presidenta Dilma Rousseff y el Partido de los Trabajadores (PT) van a disputar allá fuera el nombre de la cosa: es un golpe, o un coup. Eduardo Cunha, el presidente de la Cámara de los Diputados, despacha a dos enviados especiales para garantizar otra narrativa: el impeachment es legítimo, las instituciones brasileñas funcionan, todo está dentro de las normas. Se elevan voces para acusar a Dilma Rousseff de exponer a Brasil en el “exterior”, perjudicando así la imagen del país, reduciéndolo a una “republiqueta bananera”. En la ONU, Rousseff da marcha atrás de la palabra “golpe” y elige, para representarla oficialmente, otra palabra, una que no constituye una ruptura: “retroceso”. No es allí donde se produce la disputa. La guerra está en el territorio de losnarradores. Y los narradores contemporáneos se encuentran en gran parte (aún) en la prensa.
La disputa del impeachment profundizó lo que ya había quedado expuesto en las manifestaciones de 2013: la crisis de la prensa brasileña no es tan solo de modelo de negocios, sino de credibilidad. Como sucede con los partidos políticos, la de la prensa es también una crisis de representación, ya que partes significativas de la población no se reconocen en la cobertura. En este sentido, la mirada del otro, representada aquí por la prensa internacional, devuelve algo sin lo cual no se hace un periodismo digno de ese nombre: devuelve el espanto, lugar de partida de quien desee descifrar el mundo que ve.
Y, a partir del espanto, busca comprender cómo una presidenta elegida democráticamente, con 54 millones de votos, sin delito de responsabilidad probado, ve cómo la apertura de su proceso de destitución la dirige un reo del Tribunal Supremo, en una Cámara en la que parte de los diputados son investigados por delitos que van desde corrupción al uso de mano de obra esclava, en un espectáculo que desvela, por lo grotesco, las fracturas históricas del país.
La narrativa construida por algunos medios brasileños sobre el momento más complejo de la historia reciente del país, la forma como esa parte de la prensa ocupa su papel como protagonista, así como las consecuencias de esa forma de actuar, merecen toda la atención. Posiblemente se escribirán muchos libros sobre este tema, las preguntas apenas han comenzado a hacerse. Sin embargo, en este artículo quiero seguir otra pista, que considero demasiado fascinante como para que se pierda. Tampoco se trata aquí de analizar lo que la prensa de otros países dijo de hecho, y que está lejos de ser homogéneo, como se quiere vender. No se trata aquí de ellos, sino de nosotros.
Si no podemos construir una narrativa en nombre propio, ¿cómo constituir un país?
La pista que investigo aquí parte de la interrogación sobre lo que significa llevar la disputa narrativa al territorio simbólico del gran otro, “el extranjero”. Y no cualquier extranjero, sino el que habla principalmente inglés, después alemán y francés y español (de España, no de América Latina). Y lo que significa darle a esa entidad, llamada “prensa extranjera”, la palabra para nombrar lo que ha sucedido —y sucede— en Brasil.
¿Qué es el horror, este que nos persigue desde el domingo 17 de abril? El horror es la imposibilidad de la palabra. El horror es también una infancia que nunca termina. Es todo menos banal que en uno de los momentos más ricos de sentidos de la historia reciente falten palabras para narrar Brasil. En parte porque fueron represadas por los muros de un lado y del otro, lo que impidió el diálogo. Y las palabras que no atraviesan producen silenciamiento. En parte porque las palabras fueron distorsionadas, violadas y vaciadas. Y eso produce borrado.
Pero hay más que eso. Es todo menos banal de que las palabras que faltan se busquen en otro lugar. Porque, si no conseguimos construir una narrativa en nombre propio, ¿cómo constituir un país?
Este es el abismo, como sabían los modernistas del 22. O este aún es el abismo. Que aún lo sea va a demandar que nos lancemos a la tarea imperativa de encontrar las palabras que ahora faltan. O de inventarlas. No en la lengua de Camões, sino “en las lenguas que rozan la de Camões”, como cantó Caetano Veloso.
Que en vez de eso nos lancemos a buscar que el otro nos nombre, que el otro diga el nombre de la cosa que está pasando aquí, es muy revelador. Ahora menos Europa y más Estados Unidos, ahora menos París y más Nueva York, ahora menos Le Monde y más The New York Times. Como si ante la escena aún por descifrar no fuésemos capaces de hablar en nombre propio.
Y aquí, siempre cabe subrayarlo, no se trata de ninguna invocación de nacionalismos o de purismos. Es justo lo contrario. El otro, sea quien o lo que sea, puede y debe hablar de nosotros. Es importante que hable. Pero la interrogación aquí es diversa: por qué delegamos la palabra que no somos capaces de encontrar, o de crear. Y guarda relación con el propio juego de identidad/desidentidad esencial a la construcción de una persona, y también de un país. Y cómo eso está en la raíz misma de la crisis.
Brasil, este que nace de la invasión de los europeos y promueve primero el genocidio indígena, después el de los negros esclavizados —ambos aún en curso, cabe decir— nace con la carta del portugués Pero Vaz de Caminha. Una parte de nuestra trayectoria la narran las miradas de viajeros notables, como el francés Auguste de Saint-Hilaire. Lo que se dice en Brasil, y que por lo tanto lo constituye como narrativa, se dice en idioma extranjero, como todo país que nace de la usurpación del cuerpo de otro.
Brasil, extranjero a sí mismo, ya que lo que aquí existía en 1500 no era Brasil, está constituido por el conflicto, por la dominación y por el exterminio expresado también en la construcción de la lengua. La lengua portuguesa, aunque se haya impuesto, junto con sus hablantes, fue tomada ella misma por los invadidos y por los esclavizados. O por las lenguas indígenas en primer lugar, por las africanas después. Si no fuera por esta contrainvasión mediante la palabra, la resistencia de los invadidos y de los esclavos, no sería posible que existiese un país en nombre propio. Persiste y resiste en las curvas del cuerpo de la lengua portuguesa la vida de los muertos.
Que parte de la prensa y de las élites se vean ahora ridiculizadas en inglés es una ironía de las más interesantes
Esta construcción es un campo de conflictos permanente. Basta recordar las batallas que se han producido a lo largo de los últimos años entre la tal norma culta del portugués y las variaciones del portugués brasileño, consideradas por las élites como indeseables y menores, “equivocadas”. Basta escuchar las lenguas creadas en los suburbios urbanos y en la selva amazónica, las lenguas vivas que se disputan el nombre propio de Brasil. Que en el momento en el que se disputa la narrativa sobre la cosa que sucede aquí, o sobre el nombre de la cosa que sucede aquí, esto se lleve a la lengua del “extranjero” tal vez sea “nuestra más completa traducción”.
Hay muchas razones y significados. Pero tal vez exista también una nostalgia del colonizador. Una demanda de paternidad. O de autoridad. Digan ustedes, los que saben, qué pasa aquí. Dennos un nombre.
Nuestras élites, como se sabe, son paletas. Primero cortejaban a Francia, ahora es todo en inglés. Norteamericano, de preferencia. Los Estados Unidos como la colonia que ha conseguido convertirse en metrópolis y, finalmente, en la gran potencia mundial. Que parte de la prensa y de las élites se vean ahora ridiculizadas en inglés es una ironía de las más interesantes.
Con el ascenso de Lula al poder, el primer presidente que no pertenecía a las élites, la expectativa de algunas personas, entre las que me incluyo, era la de la fundación de una nueva idea de país. En otras palabras, que Brasil fuese menos un imitador y más un creador. Y eso también en la economía.
Eduardo Viveiros de Castro expone bien esta perspectiva en una entrevista concedida al portal Outras Palavras, en 2012, cuando ya se sabía que esa posibilidad se había perdido, al menos en el Gobierno Lula: “Pienso, de cualquier forma, que se debe insistir en la idea de que Brasil tiene —o, a estas alturas, tendría— las condiciones ecológicas, geográficas, culturales de desarrollar un nuevo estilo de civilización, uno que no sea una copia empobrecida del modelo estadounidense y del norte de Europa. Podríamos empezar a experimentar, aunque fuese con timidez, algún tipo de alternativa a los paradigmas tecnoeconómicos desarrollados en la Europa moderna. Pero imagino que, si cualquier país acaba por hacer eso, será China. Es verdad que los chinos tienen 5.000 años de historia cultural prácticamente continua, y lo que nosotros tenemos que ofrecer son solo 500 años de dominación europea y una triste historia de etnocidio, deliberado o no. Aun así, es inexcusable la falta de inventiva de la sociedad brasileña, al menos de sus élites intelectuales y políticas, que perdieron varias oportunidades de inspirarse en las soluciones socioculturales que los pueblos brasileños han ofrecido históricamente, y de articular así una civilización brasileña mínimamente diferente de los anuncios de televisión”.
Lula, como sabemos, adoptó un modelo de desarrollo que ignoraba el mayor desafío de este momento histórico, el cambio climático. Y Dilma Rousseff demostró ser una mandataria con el pensamiento anclado en el siglo XX, a veces en el XIX. Pero en la producción simbólica es donde queda claro que aún se trataba de “vencer” en el campo del otro. O de ser reconocido “por los mayores”, o “por los adultos”.
Lula termina su segundo mandato festejado en Europa y en los Estados Unidos como aquel que incluyó a decenas de millones de brasileños en el mundo del consumo. La invención de Brasil era realmente interesante: sacar a gente de la pobreza sin tocar la renta de los más ricos. Con este milagro made in Brazil, Lula solo podría ser “el tipo de Obama”. “This is my man, right there. I love this guy”, dijo el presidente estadounidense en 2009.“The most popular politician on Earth”.
Dos eventos para mostrarle al mundo probarían que el eterno país del futuro había llegado a un glorioso presente
Lo que quedó encubierto en medio de la fiesta fue que la magia obedecía a una receta vieja: exportación de materias primas, como Brasil hacíadesde sus orígenes. También se olvidó de decir que esa creación se hacía a base de destruir el medio ambiente, como ha sucedido siempre, desde el año 1500. Así que la novedad no era tan nueva. Y, tan pronto como se rompió el encanto, los más ricos, cuya renta los gobiernos del PT no tocaron, se volvieron contra Rousseff.
El destinatario de la producción de símbolos se revela en la elección de los acontecimientos que deberían probar, de forma definitiva, que el eterno país del futuro al fin había llegado a un presente glorioso. Dos eventos internacionales, dos eventos para mostrarle al mundo: la Copa del Mundo de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016.
Hay un sujeto confuso en esta narrativa. Un sujeto sujetado. Cuando se juega en el campo del otro, según los términos del otro, se pierde por 7-1. Sobre los Juegos Olímpicos se cierne la sombra de un mosquito, un villano arcaico que denuncia viejos males, tales como la falta de saneamiento básico. Y el nuevo carril bici de Río de Janeiro se desploma y mata a dos personas el mismo día que la antorcha olímpica se enciende en Grecia. La construcción, tanto la simbólica como la concreta, no se tiene en pie. Lost in translation.
Estará siempre lost in translation mientras no se encuentre el nombre propio. Mientras Brasil no hable en nombre propio. Mientras Brasil siga insistiendo en ser descubierto cuando lo que necesita es inventarse. Esta realidad es el escenario de la extraordinaria obra de Felipe Hirsch e Os Ultralíricos, La tragedia Latinoamericana, en la que se monta una construcción con bloques que en seguida se desploman y son recolocados para poco después convertirse en ruinas y entonces todo se reconstruye para que se desplome de nuevo y de nuevo y de nuevo.
Todavía se trata, y se tratará durante mucho tiempo, de 2013. Y 2013 reivindica nuevas palabras para poder ser dicho
Sobre estos bloques en permanente construcción y disolución, Pero Vaz de Caminha recita su carta, ahora narrada en inventiva prosa por el escritor Reinaldo Moraes. En una parodia del portugués, el brasileño invade la lengua del invasor. “Entonces decía yo que antes de que alguien tuviese tiempo de decir ¡chúpate esa! ya les saltábamos al pescuezo a aquellas féminas naturales, hechos jabalís resoplantes de animalesco y represado deseo, y ellas vieron que era bueno de narices, tío. Y las veces que por cualquier razón ya no querían que nuestra noble gente frecuentase brutalmente sus orificios, les dábamos unos coscorrones, para que se callaran esas urracas, y les echábamos unas tremendas broncas, tío, rejodidas veces, ¡y era pija en la raja y rabo en la desnuda! Aquello era una vidaza, tío”.
Crear lo que puede llamarse un “en nombre propio”, fue el desafío de los principales movimientos culturales del siglo XX, desde los modernistas del 22 hasta el Cinema Novo y el Tropicalismo. No por coincidencia, procesos interrumpidos por dictaduras. En 2013 lo nuevo volvió a ocupar las calles con enorme potencia, para verse reprimido por las bombas de gas de la Policía Militar y por la violencia de la palabra “vándalos”, usada por la prensa conservadora para silenciar lo que no quería oír o lo que no era capaz de interpretar.
Hoy en día todavía se trata, y se tratará durante mucho tiempo, de 2013. De lo que ya no puede contenerse, de lo que reivindica nuevas palabras para poder ser dicho. Ya no como discurso, como en los movimientos de la modernidad, sino como fragmentos, o como discurso contra discurso, en nuestra principal irrupción estética de la posmodernidad.
Brasil no es una patria ni una matria, sino una “fátria”, como cantó Caetano. Para encontrar las palabras con las que construiremos la narrativa del hoy hace falta mirar hacia Oswald de Andrade, hacia Villa-Lobos, hacia Glauber Rocha, hacia Zé Celso Martinez Corrêa, hacia Davi Kopenawa y Ailton Krenak, hacia Mano Brown y Emicida, hacia Eliakin Rufino, hacia Sérgio Vaz, hacia Laerte, hacia Mundano. Hacia tantos. Hacia el perspectivismo amerindio de Eduardo Viveiros de Castro. Hacia la literatura de Carolina Maria de Jesus. Hacia la Comisión de la Verdad. La de los crímenes de la dictadura. Y la de los crímenes de la democracia.
Hacia el funk de las que no son recatadas y dirigen sus propios hogares. Hacia las familias que tienen dos hombres y ninguna mujer y hacia las que tienen una mujer y otra mujer, hacia las que tienen tres padrastros y ninguna madrastra, hacia las de una mujer sola. Y hacia las mujeres que antesfueron hombres. Hacia los dioses que se niegan a ser víctimas de estelionato ante el micrófono del Parlamento.
Para refundar Brasil hace falta darse cuenta de que las periferias son el centro. De que nuestra capital simbólica no es São Paulo, sino Altamira.
Inevitable recordar Tierra em trance (1967), película de Glauber Rocha.
Dice el periodista, después de descubrir que las palabras son inútiles:
—No es posible esta fiesta de banderas, con guerra y Cristo en la misma posición. No es posible la potencia de la fe, no es posible la ingenuidad de la fe. (...) No asumimos nuestra violencia, no asumimos nuestras ideas, el odio a los bárbaros adormecidos que somos. No asumimos nuestro pasado. (...) No es posible creer que todo eso es verdad... Hasta cuándo lo soportaremos, hasta cuando más allá de la fe y de la esperanza lo soportaremos...
Dice el político que se ha corrompido:
—¡Aprenderán! ¡Aprenderán! Le daré nombre a esta tierra. Pondré esas histéricas tradiciones en orden. A la fuerza. Por el amor de la fuerza. ¡Por la armonía universal de los infiernos llegaremos a una civilización!
¿Qué hacer ante el horror? Retomar la palabra, la que atraviesa los muros. Hacerle frente al reto de construir una narrativa, necesariamente polifónica, sobre el momento, en todos los espacios. Sin desviarse de las contradicciones para evitar que manchen la limpidez del discurso. Al contrario. Abrazándolas, porque esas contradicciones son las que crean el discurso.
El nombre de cosa es la palabra que tenemos que encontrar para inventar Brasil.
Eliane Brum es escritora, periodista y documentalista. Autora de los libros de no ficción Coluna Prestes - o avesso da lenda, A vida que ninguém vê, O olho da rua, A menina quebrada, Meus desacontecimentos, y de la novela Uma duas.
Sitio web:desacontecimentos.comEmail:elianebrum.coluna@gmail.comTwitter:brumelianebrum
Traducción de Óscar Curros
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