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ELIANE BRUM
Columna
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La operación Lava Jato como purga y maldición

Para refundar la democracia se necesita mucho más que combatir la corrupción: se tiene que hacer justicia y memoria de los crímenes contra la vida humana cometidos por el Estado

Eliane Brum
Divulgação (PF)

Si la crisis de la democracia y la política es un fenómeno global, es necesario comprender lo que tiene de particular la experiencia por la que pasa actualmente Brasil. Mi hipótesis es que las raíces de la actual crisis brasileña se encuentran en el propio proceso de redemocratización tras 21 años de dictadura civil y militar. Las raíces de la crisis brasileña se encuentran en el hecho de haber borrado los crímenes de la dictadura y en la impunidad de los torturadores. Brasil retomó la democracia sin enfrentarse a los muertos y desaparecidos del período de excepción.

Siguió adelante sin enfrentar el trauma. Un país que para retomar la democracia necesita esconder los esqueletos en el armario es un país con una democracia deformada. Y una democracia deformada está abierta a más deformaciones. Lo que se infiltra en el imaginario de la población es que la vida humana vale poco, sea cual sea el régimen. Y este no es un dato cualquiera en la crisis actual.

Las palabras “purga” y “maldición” del título de este artículo se refieren a los significados que tiene la operación Lava Jato. Si es importante e imperativo que continúe, porque expone la relación establecida entre gobiernos, partidos y parte del empresariado nacional, la Lava Jato también revela, por el lado contrario, el pacto con el diablo que dio como resultado el alma deformada de la democracia brasileña. La gran purga nacional no es por la vida humana, sino por el dinero. No es por la carne, sino por la materia inanimada. Cuando finalmente estamos combatiendo la impunidad, lo que nos mueve son los bienes materiales, mientras la vida se sigue hiriendo de muerte.

La maldición de la Lava Jato refuerza, como efecto colateral, la naturaleza de la deformación de la democracia brasileña

El impacto de la Lava Jato sobre la República que ahora se hunde posiblemente sería otro si antes se hubieran investigado, juzgado y castigado los crímenes contra la vida humana practicados por el Estado durante la dictadura. Como, sin embargo, esos crímenes se borraron y quedaron impunes, la maldición de la Lava Jato refuerza, como efecto colateral, la naturaleza de la deformación de la democracia brasileña. Y la responsabilidad no recae sobre los agentes de la operación: es una responsabilidad colectiva del pueblo brasileño y una responsabilidad considerablemente mayor de las élites que condujeron y disputaron el proceso de transición de la dictadura a la democracia y el poder en lo que se denominó Nueva República.

No voy a detenerme aquí en los entresijos de la decisión de conciliarse con lo irreconciliable y de borrar los crímenes. Solo quiero registrar que tanto la Comisión de la Verdad como la acción que cuestionaba la aplicación de la Ley de Amnistía a torturadores del régimen fueron oportunidades recientes de cambiar ese rumbo. La Comisión de la Verdad movilizó poco a la población. Y el Supremo Tribunal Federal decidió no rever la Ley de Amnistía.

Uno de los dos votos favorables a la solicitud de revisión de la Ley de Amnistía, propuesta por el Colegio de Abogados de Brasil, fue del magistrado Carlos Ayres Britto. En 2010, afirmó: “Un torturador no comete un crimen político. Un torturador es un monstruo, es inhumano, es depravado. Un torturador es aquel que siente el más intenso de los placeres ante el más intenso sufrimiento ajeno provocado por él mismo. Es una especie de serpiente de cascabel tan feroz que pica al son de su propio tintineo. No se puede ser condescendiente con un torturador. La humanidad tiene el deber de odiar a sus ofensores porque el perdón colectivo es falta de memoria y de vergüenza”.

La escena pornográfica que sintetiza la deformación de la democracia brasileña es el discurso que el diputado federal Jair Bolsonaro, del Partido Social Cristiano (PSC), hizo durante la votación del proceso de destitución de Dilma Rousseff, del Partido de los Trabajadores (PT), en la Cámara: “Por la memoria del coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, el terror de Dilma Rousseff”. En una sola frase, en el centro de la democracia que es el parlamento, el militar retirado rendía homenaje a un torturador y asesino, y sentía placer con la tortura de la presidenta elegida democráticamente, cuya destitución estaba siendo decidida allí. Aunque esta escena de real pornografía haya sido señalada dentro y fuera de Brasil, el hecho de que no haya producido un horror absoluto y extendido es solo otro síntoma de nuestra deformación.

La escena pornográfica que simboliza la deformación de la democracia brasileña es el discurso de Jair Bolsonaro

También resulta bastante claro que escoger conciliar y borrar los crímenes de la dictadura, más allá de las circunstancias del momento, tiene raíces históricas más largas y profundas. Esta decisión se encuentra muy atrás, con las razones por las que Brasil fue el último país de América en abolir oficialmente la esclavitud negra. Y se encuentra en la propia formación de lo que se llama Brasil. Existe bibliografía de calidad sobre el asunto y muchas líneas de investigación que todavía pueden seguirse.

Aquí el objetivo es traer al debate de la actual crisis los significados de que se hayan borrado estos hechos. Y los riesgos de seguir consintiendo que se borren otros. Y, por lo tanto, seguir girando en falso. Cada vez es más evidente que no solo borrar, sino evitar las contradicciones en lugar de enfrentarlas, solo hace que llevarnos cada vez más al fondo de un pozo sin fondo.

Cuando un país vive una experiencia como la dictadura, en que el Estado secuestra, tortura y ejecuta ciudadanos, es necesario elaborar lo que se vivió y marcar lo vivido. En un país, eso se hace investigando los crímenes, juzgando y castigando a los responsables, promoviendo la memoria, el debate y la reflexión. Así se establece en el imaginario de la población que no se toleran la tortura y el asesinato, y que, en una democracia, el ciudadano puede contar con la justicia. Eso es lo que da valor al régimen democrático, y lo que establece la diferencia con una tiranía.

Esa idea resulta más clara cuando se observa el ejemplo de un crimen contra la humanidad que está en el imaginario de todos. Quien va a Berlín u otras ciudades alemanas puede contar con un itinerario de monumentos y museos que mantienen viva la memoria del Holocausto y del exterminio de seis millones de judíos, gitanos, homosexuales y personas con algún tipo de deficiencia. Cada alemán que nace hoy, más de 70 años después del final de la Segunda Guerra Mundial, sabe que ese horror sucedió cuando da sus primeros pasos en la calle y se encuentra con esos monumentos. Y necesitará reflexionar sobre ello, porque también forma parte del legado de ser alemán. Ser alemán es estar en uno de los países con mejor calidad de vida de Europa y es también compartir esta memoria. Responsabilidad es eso: no se puede tomar solo una parte del paquete.

Promover la justicia y la memoria de los crímenes contra la vida es lo que establece la diferencia entre una democracia y una tiranía

No se va a ningún futuro negando el pasado. Es también por eso que se marca lo vivido. Se hacen marcas en los juicios de los criminales, marcas en la enseñanza en las escuelas y en el debate en todos los espacios, marcas físicas, como el Monumento al Holocausto en el corazón de Berlín. A cielo abierto y ocupando 19.000 metros cuadrados de área noble, muy cerca de la Puerta de Brandenburgo, la escultura nos desestabiliza con la fuerza de sus 2.711 bloques de cemento de diferentes tamaños, diseñada para producir el sentimiento inquietante causado por “un sistema supuestamente ordenado que perdió el contacto con la razón humana”.

El objetivo de marcar lo vivido no es imponer penitencia o versiones de castigo bíblico. No se trata de culpa. Y sí de responsabilidad colectiva. Las marcas sirven exactamente para evitar la repetición.

Vale la pena dedicar cinco párrafos a hacer una distinción entre “culpa” y “responsabilidad colectiva”, algo que algunos confunden por ignorancia, otros escogen no distinguir por mala fe. Varios autores ya han escrito sobre el tema. Me gusta bastante la definición de la filósofa Hannah Arendt, que llama la atención sobre el siguiente hecho: “Cuando somos todos culpables, nadie lo es. La culpa, a diferencia de la responsabilidad, siempre selecciona, es estrictamente personal”.

Arendt señala dos condiciones para la responsabilidad colectiva: “Tengo que ser considerado responsable de algo que no he hecho, y la razón de responsabilizarme debe ser el hecho de pertenecer a un grupo (un colectivo), que ningún acto voluntario mío puede deshacer. Es decir, el hecho de formar parte de un grupo es completamente diferente de una sociedad de negocios que puedo deshacer cuando quiera. (...) Este tipo de responsabilidad, en mi opinión, siempre es política. Puede aparecer de la forma más antigua, en que toda una comunidad asume la responsabilidad por cualquier acto de cualquiera de sus miembros, o una comunidad puede ser considerada responsable por lo que se hizo en su nombre”.

“Somos colectivamente responsables de lo que se hace en nuestro nombre”

En el concepto de responsabilidad colectiva, los alemanes, aunque todavía no hayan nacido, serán responsables por lo que hicieron en su nombre, incluyendo el Holocausto. Así como los brasileños de hoy somos responsables por lo que hicieron en nuestro nombre con los negros y los indígenas. No somos individualmente culpables ni responderemos legalmente por lo que nuestros padres y antepasados hicieron, pero somos responsables colectivamente. Como dice Arendt: “Siempre somos considerados responsables por los pecados de nuestros padres, de la misma manera que recogeremos las recompensas por sus méritos. Pero, claro, ni somos culpables de sus malas acciones, ni moral ni legalmente, ni podemos arrogarnos como méritos propios sus logros”.

Es curioso como la mayoría naturaliza su derecho a los beneficios resultantes de lo que hicieron los que vinieron antes, pero tiene una dificultad enorme de responsabilizarse por las atrocidades cometidas por los que vinieron antes. Responsabilizarse en el sentido de hacer justicia, memoria y cambios. Pero, como dice Arendt, “solo podemos escapar de esa responsabilidad política y estrictamente colectiva abandonando la comunidad”. Y advierte: “A pesar de que pensamos en la responsabilidad colectiva como una carga e incluso una especie de castigo, creo que es posible demostrar que el precio que se paga por la ausencia de responsabilidad colectiva es considerablemente más elevado”.

Y, más adelante: “No hay ninguna norma moral, individual y personal de conducta que pueda nunca excusarnos de la responsabilidad colectiva. Esta responsabilidad vicaria por cosas que no hemos hecho, esta asunción de las consecuencias de actos de los que somos totalmente inocentes, es el precio que pagamos por el hecho de que no vivimos nuestra vida encerrados en nosotros mismos, sino entre nuestros semejantes, y que la facultad de actuar, que es, al fin y al cabo, la facultad política por excelencia, solo puede concretizarse en una de las muchas y variadas formas de comunidad humana”.

En un país donde se borran los crímenes, la justicia se confunde continuamente con la venganza

Brasil no ha hecho ninguna marca, o solo marcas muy tenues. No se ha responsabilizado colectivamente de su pasado, de 500 años atrás hasta hoy. Haber hecho justicia en los crímenes de la dictadura y haber marcado ese período reciente habría sido fundamental para refundar la democracia. Y todavía puede serlo. Pero el impacto de no haberlo hecho me parece mucho mayor de lo que suele considerarse.

En general, los torturados y los familiares de muertos y desaparecidos gritan solos, y pocos –cada vez menos– escuchan. Y la mayoría de la población parece creer que el pasado debe pasar sin dejar marcas. Y a quien desea justicia y reparación lo confunden con un “revanchista”. En un país donde se borran los crímenes, la justicia se confunde continuamente con la venganza. Y eso es parte del atolladero en que nos metemos como nación mientras damos vueltas y más vueltas en avenidas con nombre de dictadores.

No habrá democracia plena mientras un hijo corra el riesgo de encontrarse en la panadería con el torturador y asesino de su padre y saber que a aquel funcionario nunca se le molestó con ningún juicio. Al contrario, siente placer con la situación de impunidad.

Argentina, el país vecino, puso a los torturadores y a los que daban las órdenes entre rejas. Fue en prisión donde el general Jorge Videla, dictador de 1976 a 1981, murió a los 87 años. Argentina promovió también un proceso para recuperar la identidad de los hijos de los muertos y desaparecidos, muchos de ellos adoptados por familias de torturadores del régimen. El 2 de mayo, la Corte Suprema argentina aprobó la aplicación del “2x1” –cada día de detención cuenta por dos pasados los primeros dos años de prisión preventiva sin condena– a Luis Muiña, condenado por torturas y secuestros en una cárcel clandestina durante la dictadura. La polémica decisión abrió la posibilidad de atenuar la pena de centenas de agentes de la represión, hoy en prisión.

Al unirse para protestar contra la liberación de torturadores, los argentinos se definieron como nación

La indignación tomó el país. El 10 de mayo, decenas de miles de argentinos salieron a las calles de Buenos Aires para protestar: “Señores jueces: nunca más. Ningún genocida suelto”. Taty Almeida, de 86 años, dirigente de Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora, afirmó: “Nunca más debemos volver a discutir privilegios a genocidas. Nunca más debemos permitir el olvido y el silencio”. Mariana D., hija de uno de los más terribles torturadores, se sumó a la multitud. Estaba allí para defender que su padre debía morir en prisión. En una entrevista, afirmó: “Lo único que quiero expresar ante la sociedad es el repudio a un padre genocida, repudio que estuvo siempre en mí”.

La reacción unió Argentina, y fue suficientemente representativa para que el Congreso votara una ley que impide que los autores de crímenes de lesa humanidad, genocidio y crímenes de guerra, entre los cuales están incluidos los torturadores de la dictadura militar, puedan beneficiarse del 2x1. Actualmente hay 750 detenidos por crímenes de lesa humanidad en el país. “Terrorismo de Estado” y “genocidio” son términos formales utilizados en Argentina para definir los crímenes practicados por agentes del gobierno y de las Fuerzas Armadas durante la dictadura militar que duró de 1976 a 1983.

Al unirse para protestar contra el ablandamiento de la pena para los torturadores, ¿qué decían los argentinos? Que no se olvidaban y que no silenciaban. Estaban diciendo también que la justicia no era opcional. Pero, especialmente, estaban diciendo algo que define a un pueblo: estaban diciendo que la vida humana es el bien más importante de una nación.

Lo que circula en la operación Lava Jato son cifras enormes y maletas de dinero: la vida sigue valiendo poco

En Brasil nunca se ha visto nada parecido. Las manifestaciones de junio de 2013 empezaron por el aumento de 20 centavos del billete de autobús. Era una manifestación que señalaba la vida de millones de brasileños que dependen del transporte público y a quienes diariamente se les roba horas de su existencia en autobuses y trenes abarrotados. No en una vida de ganado humano, sino en una vida que el ganado animal tampoco debería tener.

La reivindicación señalaba también el derecho humano básico de desplazarse y señalaba la ocupación colectiva del espacio público. Había una oportunidad que, en cierta medida, se perdió. Era una manifestación solidaria con la vida de los más pobres, pero, aun así, eran 20 centavos. Y las protestas solo ganaron volumen cuando una multiplicidad de reivindicaciones tomó las calles, señalando insatisfacciones diversas y también el sentimiento de no sentirse representado por los partidos políticos.

En 2015 y 2016, las manifestaciones que llevaron a centenas de miles de personas a la Avenida Paulista, en São Paulo, y a otras capitales de Brasil levantaban la bandera genérica de la corrupción, y eran claramente contrarias al Partido de los Trabajadores. La bandera de la corrupción es importante, obviamente. Y los fiscales de la operación Lava Jato se han esforzado para demostrar que el dinero público desviado para la corrupción es dinero público que falta para la sanidad y la educación. Pero la población no decodifica directamente esa relación. Lo que circula en el Brasil de la Lava Jato son cifras enormes y maletas de dinero.

Como efecto simbólico, es la lógica de que los bienes materiales se sobreponen a la vida humana como valor que continúa infiltrándose en el imaginario colectivo. También en esta clave puede entenderse el fuerte rechazo a un puñado de adeptos a la táctica black block porque rompen los cristales de los bancos, mientras las agresiones de la Policía Militar contra la carne humana de los manifestantes provocaban menos indignación en la prensa y el sentido común.

Cuando se señalaba que los manifestantes vestidos con una camiseta de la corrupta Confederación Brasileña de Fútbol se sacaban selfies con la Policía Militar en las manifestaciones a favor de la destitución de Dilma Rousseff, se llamaba la atención justamente sobre esta cuestión. La Policía Militar de Brasil es una de las que más mata en el mundo, y también una de las que más muere. Encarna, en la democracia, la propia deformación que es tener en las calles una policía militar tras sufrir 21 años con generales en el poder por la fuerza.

La corrupción y la vida humana estaban divorciadas en las protestas contra la corrupción

Si en 2013 las protestas aumentaron cuando la Policía Militar de São Paulo masacró a los manifestantes, en los años siguientes se naturalizó la violencia de la policía contra los manifestantes de las protestas que no interesaban a los gobiernos. La Policía Militar dejaba clara su utilización ideológica. Cuando, tres días antes de una manifestación en la Avenida Paulista, 18 personas fueron ejecutadas en una masacre en el área metropolitana de São Paulo en la que había fuertes indicios de que había policías implicados, y los manifestantes ni siquiera recordaron la muerte de esos seres humanos, quedó explícito que la corrupción y la vida humana estaban divorciadas en aquellas protestas. Se establecía allí el concepto de corrupción de la masa de los brasileños que salió a la calle. Esa comprensión era exclusivamente financiera. Brasil se movilizaba, pero los matables seguían siendo matables. Brasil se movilizaba, pero no se movía.

La democracia está lejos de ser un sistema perfecto. Pero una democracia que se funda sobre cadáveres insepultos producidos por el Estado tiene una fragilidad estructural. Es un edificio con fracturas en las columnas de sustentación. Y si los funcionarios que torturaban y mataban ciudadanos se aceptan e incluso se alaban como héroes, no hay nada que no se pueda aceptar.

La democracia que hemos construido en los últimos 30 años está deformada y abierta a más deformaciones porque no ha hecho justicia ni memoria. Y esta es también parte de la explicación para que un defensor de la dictadura como Jair Bolsonaro sea tan popular entre los jóvenes nacidos tras el régimen de excepción. Entre las tragedias brasileñas está el hecho de que las primeras generaciones producidas en la redemocratización del país no tienen memoria. Un estudio reciente del Instituto Etco, en colaboración con el Instituto Datafolha, mostró que el 54% de los jóvenes brasileños, al analizarse a sí mismos, concluyeron que también son “poco éticos”.

La democracia que hemos construido está deformada y abierta a más deformaciones porque no ha hecho justicia ni memoria

En las últimas tres décadas, la democracia brasileña ha convivido con lo que una democracia que merezca este nombre no puede convivir sin perder algo de esencial y constitutivo. La dictadura se acabó, y los generales salieron del palacio del Planalto, pero la tortura como método de investigación continuó con los prisioneros llamados “comunes”. La población carcelaria solo ha crecido, promoviendo venganza en lugar de justicia en las condiciones torturadoras de las prisiones, que de vez en cuando explotan en barbarie y cabezas cortadas, sin que nada cambie de hecho.

En las periferias de las grandes ciudades, al igual que en el campo y en la selva, el Estado no aparece para garantizar derechos, sino para llevar represión y terror contra la población más pobre y más desamparada. La Policía Militar se ha consolidado como responsable de una parte significativa del alto índice de homicidios del país. Y, finalmente, dos genocidios siguen su curso impasible: el de la juventud negra en las periferias urbanas y el de los pueblos indígenas en la selva amazónica y otras regiones del país.

Y, así, esta democracia sin justicia y sin memoria, ha perdido algo de esencial y constitutivo. También es esta la razón del atolladero en el que se encuentra el país. Y no solo, sino también por eso, producimos personajes como Eduardo Cunha, la encarnación mejor acabada de un Congreso dominado por perversos, en el sentido de que son capaces de decir y hacer cualquier cosa sin ninguna relación con cualquier realidad que no sea que ellos mismos producen. Y no solo, sino también por eso, producimos un ministro como Gilmar Mendes, que cada día corroe más la imagen del Supremo Tribunal Federal, y, con ella, nuestra frágil noción de justicia.

Cuanto más la crisis se agudiza, alcanzando niveles hasta entonces inimaginables, más la deformación de nuestra democracia se acentúa. En las ciudades, se multiplican las acciones de higienización promovidas por gobernantes que se guían por el uso de la violencia como solución para los problemas sociales, un recurso típico del autoritarismo.

Sucesos recientes muestran que existen los “matables” y también los “limpiables”

Dos ejemplos. En São Paulo, el alcalde João Doria, del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB) realizó la proeza de derribar un edificio con gente dentro en sus sucesivos ataques contra las personas que ocupan la denominada Cracolandia, e intentó internarlas a la fuerza, como si todavía estuviera en vigor la lógica de los manicomios. En Porto Alegre, la Policía Militar del gobernador José Sartori, del Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) trabó una guerra contra 70 familias de la Ocupación Lanceiros Negros, que hacía un año y siete meses que ocupaban un edificio público abandonado durante una década. Eligió hacerlo en una noche fría y con la ciudad vacía por un fin de semana largo.

Esta última violencia de Estado tiene una particularidad que ayuda a iluminar la deformación de nuestra democracia, que se infiltra en todos los territorios simbólicos, con efectos de catástrofe en el plano concreto. La Policía Militar hacía cumplir la restitución del edificio, determinada por la jueza Aline Santos Guaranha, en la que se explicita en qué condiciones debe realizarse el desalojo de las familias: “la orden debe cumplirse en un festivo o fin de semana y fuera del horario laboral, si fuera necesario, evitando al máximo interrumpir el tráfico de vehículos y el funcionamiento habitual de la ciudad”.

Que la vida humana de hombres, mujeres y niños se vea amenazada y que los echen a la calle helada durante la noche no es un problema. Lo que importa es que el flujo de vehículos continúe y que “el funcionamiento de la ciudad”, que pertenece solo a algunos, por lo que se deduce, no sea interrumpido por los gritos y la desesperación de niños aterrorizados. Lo más importante no es la integridad de la vida humana, sino la restitución de un edificio que el Estado dejó abandonado, sin ningún uso social y público.

Si en las ciudades se multiplican los casos de limpieza de los “limpiables”, en el campo y la selva crece la muerte de los “matables”, como demostró con tanta contundencia la masacre de Pau D’Arco, en el Estado de Pará. Por lo menos 10 trabajadores rurales fueron asesinados por la Policía Militar, con señales de tortura, y el país no paró. El patrimonio material vale mucho en Brasil. La vida humana vale poco, casi nada. Pero no cualquier vida humana, porque ni siquiera en el asesinato el país es democrático. La carne negra y carne la indígena son las que, preferentemente, son despedazadas.

Producimos una democracia que ha dejado a los más pobres viviendo en una cotidianidad de excepción que no se interrumpió con el fin de la dictadura

Es brutal que vivamos todos una cotidianidad de excepción, como sucede hoy en Brasil. Pero no saldremos de ella sin enfrentar el hecho de que producimos una democracia que ha dejado a los más pobres y a los más desamparados viviendo en una cotidianidad de excepción que no se interrumpió con el fin de la dictadura. La justicia social avanzó durante el período de Lula, con programas como el Bolsa Familia y la ampliación del acceso a la universidad, pero no lo suficiente. Incluso medidas como las cuotas raciales fueron fuertemente rechazadas por una parte significativa de la élite podrida del país. Y la injusticia social se agravó durante el período de Lula y Dilma Rousseff, con la catástrofe humanitaria y ambiental de Belo Monte y otras grandes obras en la Amazonia.

Es brutal que vivamos la actual cotidianidad de excepción producida por esta crisis que no es solo política y económica, sino también una crisis de identidad y una crisis de palabra. Pero no saldremos de ella sin enfrentar el hecho de que una democracia que no hace justicia y memoria sobre la tiranía tendrá siempre un alma de excepción.

 No es hora de aceptar que se borren más crímenes. Refundar la democracia en Brasil exige mucho más que superar la crisis política y económica. Y exige mucho más que la investigación, el juicio y los cambios promovidos por la operación Lava Jato en la cultura de la corrupción. Refundar la democracia exige responsabilidad colectiva. Y exige algo que, durante 500 años, Brasil no ha sido capaz de hacer: dar valor a la vida humana.

 Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de los libros de no ficción Coluna Prestes - O Avesso da Lenda, A Vida que Ninguém vê, O Olho da Rua, A Menina Quebrada, Meus Desacontecimentos, y de novela Uma Duas.

Sitio web: desacontecimentos.com. E-mail: elianebrum.coluna@gmail.com. Twitter: @brumelianebrum. Facebook: @brumelianebrum.

Traducción: Meritxell Almarza

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