La muerte, modo de empleo
La alarma pasará. No hay noticias ni tragedias que soporten el paso del tiempo
Aparece la primera noticia sobre un nuevo virus. La noticia causa alarma. La alarma agranda los titulares, lo cual agudiza la alarma. Caen las Bolsas. La actividad internacional se altera. El virus monopoliza los medios. Se difunden crónicas y artículos que relativizan el peligro. Otras piezas rebaten la relativización. Las redes, donde conviven las basurillas irrelevantes y la basurilla más influyente del planeta (la cuenta en Twitter de Donald Trump, por ejemplo), se inflaman. Se actualiza minuto a minuto el número de infecciones y de víctimas mortales. Se multiplican los errores, las cuarentenas, las precauciones útiles y las absurdas. Se suspenden algunos grandes acontecimientos y se mantienen otros. La humanidad permanece en vilo.
Aún no sabemos cómo terminará el asunto. Tal vez se consiga erradicar el virus. O tal vez no, y tendremos que convivir con un nuevo tipo de gripe. Quizá un poco más dañina que la tradicional, con seguridad mucho menos letal que la llamada “gripe española”, un virus que irrumpió en 1918, mató a unos 40 millones de personas y desapareció (por causas inciertas) en 1920.
Sí sabemos algo con absoluta certeza: la alarma pasará. Ocurra lo que ocurra. No hay noticias ni tragedias que soporten el paso del tiempo. Incluso lo más atroz se olvida o se asimila. Una tragedia como el sida, en su momento muchísimo más peligrosa que el coronavirus, no comportó cierre de fronteras ni precauciones públicas. Al principio era denominado “cáncer gay”, y recuerdo muy bien que en las redacciones de la época se ironizaba sobre el asunto. Era un problema de “ellos”. Un repaso de las hemerotecas resulta a la vez deprimente y estimulante: parece que ya no somos tan idiotas como antes, al menos en cuestiones sexuales.
Pero hay cosas inmutables. Como la esencia perecedera de las alarmas, las reservas limitadas de compasión y la facilidad con que minimizamos una tragedia cuando afecta a “ellos”, no a “nosotros”. En lo que atañe a la información y al estado de ánimo de esa cosa abstracta que denominamos “opinión pública”, la muerte tiene un modo de empleo muy concreto.
No creo que hayamos olvidado la guerra de Siria, que dura ya nueve años. Hacia 2012 había titulares sobre el riesgo de una extensión del conflicto o, ya puestos, sobre su transformación en una guerra mundial. Hablábamos mucho del tema. El fervor que le dedicábamos decayó hasta que nos llegó la ola expansiva, en forma de refugiados e inmigrantes. Salvo por eso, lo que ocurre en Siria ha dejado de interesarnos.
Sin embargo, la guerra no ha terminado. Y mantiene su dimensión internacional. La aviación rusa destruye estos días Idlib, el último gran reducto de la oposición a Bachar el Asad, y las fuerzas del dictador preparan el último asalto. Casi un millón de personas, según la ONU, buscan refugio. De un lado les cierran el camino las tropas del régimen; del otro lado tienen el muro de las tropas turcas, que, entre otros objetivos estratégicos relacionados con los kurdos, tienen orden de impedirles el paso: Turquía ha recibido ya casi cuatro millones de refugiados por el conflicto.
Aquello es el horror. Pero ya no nos interesa. Como siempre, hay muertos que cuentan y muertos que no. De hecho, a esa gente la dimos por amortizada hace tiempo. ¿Qué hacen sufriendo todavía?
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