El deseo manda
En nuestro tiempo se extiende la percepción de que solo cuentan los votos y las personas que esos votos colocan en el poder
La cuestión no es nueva. Ya hablaba de ella Michel de Montaigne hace cinco siglos: “Nuestro deseo desprecia y abandona lo que tenemos para correr detrás de lo que no tenemos”. Pero hoy el deseo (que los clásicos consideraban incompatible con la felicidad) ocupa un lugar casi hegemónico en la vida individual y la vida colectiva. No solo deseamos intensamente, con una voracidad inagotable porque los objetos de deseo son casi infinitos, sino que sacralizamos el deseo. Tenemos el derecho fundamental de desear. Y, por supuesto, de satisfacer nuestros deseos.
Esta era del deseo se refleja en la política. No corren buenos tiempos para la moderación. El viejo principio de la separación de poderes cruje bajo el peso de nuestros deseos urgentes, traducibles a veces, no siempre de forma legítima, como “voluntad popular”. Locke y Montesquieu teorizaron sobre la necesidad de dividir el poder para evitar abusos: ejecutivo, legislativo y judicial (en la partición establecida por el francés) tenían la misión de vigilarse unos a otros e impedir situaciones tiránicas. En último extremo, era un mecanismo moderador.
Lo de la separación, en la práctica, nunca ha sido algo muy estricto. Todas las Constituciones democráticas la establecen. Luego llegan la realidad y el marraneo. Las fuerzas políticas dominantes procuran influir en los organismos judiciales, el ejecutivo y el legislativo mantienen una peculiar relación en los sistemas parlamentarios (el Parlamento nombra al Gobierno, que a continuación, si dispone de una mayoría cómoda, hace lo que le da la gana con el Parlamento) y el ejecutivo, cuando es elegido de forma directa, tiende a mandar sobre los otros. La abyección con que el Senado de Estados Unidos se ha sometido al presidente Donald Trump, rechazando juzgarle e impidiendo incluso la comparecencia de testigos importantes, demuestra lo poco que vale la teoría cuando se la confronta con una realidad brutal.
Cada vez que se produce un abuso de poder o los tres poderes clásicos se solapan, alguien en alguna parte escribe que Montesquieu ha muerto. Es casi un lugar común. Montesquieu lleva siglos muriendo cada día. Ahora, sin embargo, los rumores sobre su muerte no parecen exagerados. Los nuevos populismos (impulsados, no lo olvidemos, por masas de votantes) hacen bandera de la supremacía del líder y del pueblo sobre todas esas sutilezas de los tribunales y las leyes.
Los ejemplos abundan, mucho más allá de Trump. La célebre portada con que el Daily Mail, el diario de la clase media inglesa, calificó de “enemigos del pueblo” a los tres jueces de la High Court que trataron de limitar las potestades del Gobierno a la hora de iniciar el Brexit no fue un accidente. Se extiende la percepción de que solo cuentan los votos y las personas que esos votos colocan en el poder. Véase cómo actúa el independentismo catalán, que solo considera legítimas las sentencias favorables.
En otros países donde los grandes problemas son reales, no imaginarios (la imaginaria ocupación europea en Inglaterra, la imaginaria colonización española de Cataluña), el fenómeno es aún más tremendo. Jair Bolsonaro en Brasil o el incalificable Rodrigo Duterte en Filipinas (donde las ejecuciones extrajudiciales pueden rondar la cifra de 27.000 en cuatro años) son presidentes populares. Los votantes los eligieron por ser como son y para hacer lo que hacen. Y la voluntad popular, esa cosa tan cambiante, es suprema. Fuera élites, intermediarios y controles. Abajo la estabilidad institucional. El deseo manda.
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