Un tétrico y peligroso misterio
La falacia de gente hostil en dos bandos que no se dan ni los buenos días, la comprobamos todos en la vida diaria
HACE UN AÑO recordé aquí el librito que mi padre, Julián Marías, escribió en los años ochenta, La Guerra Civil ¿cómo pudo ocurrir?, y titulé la columna en cuestión “Lo que nos hacen creer que nos pasa”, un eco de sus palabras. Para él, que en 1936 tenía veintidós años, que fue soldado de la República y fue detenido por las autoridades franquistas en mayo de 1939 y a continuación juzgado, la Guerra no fue inevitable, en contra de lo que muchos afirmaban entonces y otros siguen sosteniendo hoy mismo. Para él, el verdadero origen de esa Guerra no fue la situación objetiva de España, sino su interpretación, o el desajuste de dos interpretaciones que llegaron a excluir a las demás.
Por fortuna, estamos lejísimos del envilecimiento generalizado que se dio en el 36. Sin embargo, me empieza a preocupar la tendencia de muchos (los partidos políticos desde luego, pero también periodistas, articulistas, tertulianos, analistas, y, arrastrados por ellos, un número indefinido de ciudadanos) a “hacernos creer que nos pasa” lo que no nos pasa. Se habla continuamente de un país dividido y fracturado, de que estamos inmersos en una guerra sin sangre, de que la gente cava trincheras metafóricas y se apresta a ocuparlas; de que estamos ya en dos bandos irreconciliables y de que a los “tibios” (famosa y siniestra expresión muy utilizada por los franquistas en la postguerra) no sólo no se les hace caso, sino que se los considera, inmediatamente, como pertenecientes al enemigo de turno. Los falsos progresistas (ni Podemos ni el actual PSOE lo son, basta con ver sus políticas reaccionarias y de postureo) tachan de “fascistas” a cuantos no se alineen fervorosamente con ellos y no respalden monolítica y abnegadamente al Gobierno que han formado. Lo mismo hacen la derecha y la ultraderecha, sólo que ellas llaman “comunistas”, “separatistas” o “frentepopulistas” a los que no las secundan en sus exabruptos histéricos. Los políticos son los principales culpables: cada uno se ha encerrado en su búnker y lanza sus saetas contra los del otro búnker y contra los inocentes transeúntes. Pero periodistas fanáticos o cobistas o pagados, o vasallos, siguen su actitud al pie de la letra. He visto a opinadores que presumen de serenidad, objetividad y aun ecuanimidad, sulfurarse como energúmenos defendiendo cualquier decisión o medida del Gobierno Podemos-PSOE, o justificando y suscribiendo los insultos y las exageraciones de los representantes de Vox y el PP. He leído artículos que se suponían de análisis y en realidad parecían escritos por militantes desaforados de una facción o de otra. Quienes sostienen que el conjunto del país comparte este comportamiento, esta toma inequívoca de posiciones, se basan, sin duda, en los comentarios de las distorsionadoras e irreales redes sociales. Las frecuentan personas de todo tipo, a buen seguro, pero en enorme medida los propagandistas, los proselitistas y los beligerantes. Es sabido que, desde su creación, Podemos contaba con batallones de tuiteros y demás, dedicados a no dejar pasar una crítica al partido o a sus dirigentes. Cuantos los hemos censurado hemos sufrido un aluvión de injurias, ataques y hasta calumnias; un aluvión orquestado, como si ese batallón estuviera de permanente guardia. Ahora ese partido está en el Gobierno, así que imagínense. Otro tanto sucede con Vox, asimismo poseedor de una buena artillería de tuits, memes y demás zarandajas. Los independentistas catalanes someten a sus adversarios o desenmascaradores a idéntico bombardeo en las redes, y de ello puede dar fe aquí Javier Cercas. Y aunque los más dados al “castigo” son los partidos que no son democráticos, los que todavía lo son o lo parecen se están contagiando del agit-prop y del acoso y derribo de disidentes.
Pero nada de esto es cierto. Por mucha influencia que tengan, ni políticos ni periodistas ni tertulianos ni usuarios de redes constituyen el país. La falacia de gente hostil en dos bandos que no se dan ni los buenos días la comprobamos todos en la vida diaria. La inmensa mayoría no está en ninguna trinchera, se saluda y trata con cortesía, o directamente es ajena a este encarnizamiento inventado. No sólo no participa de él, sino que lo ignora. La política, por suerte, no es lo principal en sus vidas, que discurren por caminos más acuciantes: cómo pagar el alquiler y cuantos etcéteras deseen añadir ustedes. Uno sale a la calle, o a tomar algo al bar de la esquina, y no ve caras agrias ni enconadas, ni hosquedad ideológica, ni nada de lo que se nos dice que está sucediendo. Ni siquiera en Cataluña se encuentra uno con eso, a no ser que se tope con una performance de la ANC, los CDR o Tsunami. Que el país está enfrentado es sencillamente mentira, y lo vemos todos a diario. Por qué tantos con voz se empeñan en lo contrario, para mí es un tétrico y peligroso misterio. Sin comparación posible con el 36, debemos tener en cuenta lo que escribió mi padre y yo repetí hace un año: “Tal vez lo malo no sea nunca tanto lo que nos pasa, cuanto lo que nos hacen creer que nos pasa”. Porque lo segundo hoy suena muy grave, y lo primero no lo es tanto, sólo un poco, y a ratos.
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