Agitprop: agitación y propaganda
Hubo un tiempo en que la gente empezó a desconfiar de las palabras. Pongamos hacia 1930. Pensaban que o bien eran insuficientes o bien eran excesivas, que tendían al escamoteo burgués o al mesianismo teológico revolucionario. Las consideraban, también, un viejo resabio que apestaba a siglo XIX. Les parecían muy largas. Veamos éstas: agitación y propaganda. Quedó en una:agitprop. La usaron todos los gobiernos autoritarios de entonces. Por otro lado nadie le temía a la modernidad: quien más quien menos había probado el gas mostaza y pasado por las trincheras de Verdún.Haber salido indemnes de aquel horror entusiasmó a muchos. La euforia, en el caso alemán, alcanzó cotas altísimas, disfrazada pese a todo con la vieja máscara decimonónica del honor y el heroísmo que les ayudaba a ocultar y sobrellevar la derrota. Coincidió tal descrédito palabrista con la irrupción de la imagen fotográfica en la prensa de Europa y América. Los lectores enloquecieron. Devoraban periódicos, revistas, semanarios, las cubiertas de los libros se llenaron de fotomontajes al servicio de una idea, la propaganda de masas se volcó en las nuevas técnicas de la imagen y todo se hizo en medio de un paroxismo impar, acaso como sólo volvería a suceder setenta años después, con la aparición de Internet.
EL MUNDO TRANSFORMADO. EL INSTANTE PELIGROSO
Ernst Jünger
Edición de Nicolás Sánchez Durá Traducción de
Ela Fernández Palacios
Pre-Textos. Valencia, 2005
509 páginas. 45 euros
La inmediatez temporal que
hoy nos fascina fue, hacia 1930, preludiada por la inmediatez espacial: la fotografía simultaneaba la realidad, sin intermediarios, y los lectores, habituados a dedicar a la lectura de los periódicos horas, aprendieron a leer imágenes de países remotos en un segundo. Usando una metáfora cruel, diríamos que tenían prisa para destruirse, porque en buena medida la lectura errónea de muchas de esas imágenes llevó a las masas a ilusiones engañosas o a odios irreversibles. Filósofos como Benjamin, publicistas y agitadores como Heartfield o estetas como Renger-Patzsch comprendieron el papel que iba a jugar la fotografía en los nuevos Estados, y decidieron estudiarla y servirse de ella. En ese clima han de entenderse estos dos fotolibros que cuidó y prologó el soldado condecorado en la primera gran guerra, el entomólogo capaz de ponerse en el lugar del escarabajo, el diarista menos interesado en el yo de todo el siglo XX, el ensayista brillante de los relojes de arena y del dolor o de las formas de la moral en una sociedad sin ella, el frío y siempre desconcertante Ernst Jünger.
Su edición en castellano, escrupulosa y cuidada hasta los mínimos detalles arqueológicos, será tanto una fuente inagotable de fascinación como un modo de activismo en la conciencia política, estimulada en este caso por el sobresaliente y largo ensayo del filósofo Nicolás Sánchez Durá que sirve de prólogo. Pero antes digamos de qué tratan los libros, qué son, cómo se publicaron y para qué. Los libros son dos, El instante peligroso y El mundo transformado, uno de 1931 y el otro de 1933, ambos, conviene recordarlo, de antes de la llegada al poder del Partido Nacional Socialista. Y conviene recordarlo porque viendo las imágenes uno puede llegar a conclusiones contradictorias; para unos son libros que anuncian el ascenso del nazismo, otros verán en ellos una advertencia, y otros, en fin, podrían creer que Jünger lo está propiciando. Sánchez Durá nos recuerda que nadie vio con mayor y más heladora clarividencia que Jünger el incendio que se avecinaba, pero nadie acaso contribuyó tanto como él a provocarlo con su lenguaje heroico.
¿Y de qué tratan los libros? Jünger ha reunido un centón de imágenes, proceden de periódicos, recortes, carteles, libros... Las ha mezclado, en algunos casos sin otra mediación que la muda oportunidad; en otros, se ayuda con pequeñas frases, a modo de muestras y marbetes, de ayudas mayéuticas. Los hechos, parece decirnos, por sí solos son suficientes. Creían que una imagen valía más que mil palabras. Pero dentro de la sociedad alemana hubo quien advirtió el peligro. "La fotografía se ha convertido, en manos de la burguesía, en un arma terrible contra la verdad. El inmenso material fotográfico que escupen a diario las prensas de las imprentas y que tiene la apariencia de la verdad, no sirve en realidad más que para disimular los hechos (...) la máquina del fotógrafo puede mentir tan bien como la linotipia", dirá entonces Bertolt Brecht, quien hubiera podido aplicar la frase, con Benjamin, al proletariado y al Estado soviético, que por esos años tenía destinado un batallón de esbirros borrando personajes incómodos de las fotos históricas de la revolución o maquillando a su amado Josif Stalin para que saliera más guapo. Por ello insiste Jünger y su editor en que esos libros han de ser "poco sentimentales y poco literarios". Las fotografías hablarán por sí solas, sin dejarse llevar, sin la debilidad del sentimiento y sin el espejismo de la novelería. ¿Y cómo son esas fotos? Sabemos que a Jünger no le interesa la fotografía ni como género ni como objeto. Jünger no habla de arte, ni siquiera de publirreportaje. Son, la mayor parte, fotos anodinas que seguramente habrían pasado inadvertidas para sus paisanos de no ponérselas delante, esa suerte de fotos que decoran, envolviéndolo, el bocadillo de la clase obrera. Pero de esa clase quiere hablar Jünger, de ella hablan todos en ese momento en Europa, y especialmente en Alemania. La única manera de preparar un discurso, pues, es con el conjunto de fotos. La fascinación procede de la saturación. Las fotografías de Jünger así actúan, juntas, fotos de consejos obreros, de ministros, de consumo, de agitación y propaganda, de la mecanización y deshumanización de las ciudades, de colectivizaciones, de torturas, muertes y atentados, de la guerra como noción de culto y como noción de técnica. Esto en el libro que lleva por título El mundo transformado.
El instante peligroso es un libro diferente. Uno es una visión de la sociedad de su tiempo. El otro es un concierto de instantáneas sobre esa cúspide en que se dan cita el amor y la muerte, el placer y la tortura, el miedo y la audacia. Cómo se comporta el hombre en situaciones límite. Digamos que podría haberlo subtitulado: cóctel de adrenalina y heroísmos. El libro, que se intercala con algunos relatos menos relevantes desde el punto de vista literario que interesantes desde el punto de vista testimonial, van precedidos de un breve escrito de Jünger. Dice éste: "El corazón humano necesita tanto la seguridad como el peligro". Encara esta frase la búsqueda del conocimiento tanto como de los límites que ponen a prueba a los fuertes. Digámoslo abiertamente: la guerra como motor de la historia o padre de ella. "En este sentido, la guerra mundial se manifiesta como el gran vagón de cola de la época burguesa, cuyo espíritu creía poder explicar o, mejor dicho, atenuar el júbilo de los voluntarios (...) Y este júbilo era, en el fondo, una protesta revolucionaria contra la escala de valores del mundo burgués: era el reconocimiento del destino entendido como la expresión del más alto de todos los poderes. En él se llevó a cabo la transmutación de todos los valores que ya habían profetizado los espíritus más sublimes: a una época que intentaba subordinar el destino a la razón, le sigue otra que considera que la razón está al servicio del destino".
En esta atribución audaz e in-
teresada de la razón como facultad
exclusiva del pensar burgués y del destino-peligro como manifestación de la nueva clase revolucionaria han de entenderse estos dos fotolibros y el pensar jüngeriano, que le llevó a buscar una fórmula intermedia que fraguaría en la revolución conservadora, una especie de helado con chocolate hirviendo. Y ése era el propósito político y filosófico de estos dos libros, persuadir al pueblo alemán de que aún era posible la épica y sacudirse el yugo del tratado de Versalles, sin caer en manos del bolchevismo.
El ensayo de Sánchez Durá nos irá desmenuzando la complejidad del pensamiento político en la época y el valor que en ese pensamiento tuvo la actitud de Jünger, quien acabó poniéndose a las órdenes del Gobierno nazi, cierto que después de haber renunciado a entrar en el partido y en el Parlamento. Pero una cosa es cómo vieron o pudieron leer los alemanes tales libros y otra, bien diferente, cómo los leemos hoy. Hemos aludido al vigor incontestable de algunas de esas imágenes. Pero no dejan de ser fotografías. Han pasado ochenta años. Las fotos también amarillean y acaso lo que de ellas nos interesa ahora, junto a su núcleo filosófico y su poder de agitación y propaganda, sea su misteriosa seducción. Deberían servirnos para repensar el futuro, pero al fin y al cabo no dejan de ser el tiempo ido. Es decir, que en cierto modo han acabado convirtiéndose en aquello de lo que huían. Pues en muchas de ellas lo que nos fascina equivale a lo que nos aterra e inquieta profundamente de ellas, esa sustancia sentimental y, sí, muy, muy literaria.
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