Quim Torra: el viaje de un hombre gris hacia la intransigencia salvaje
Católico practicante, pero ácido con sus rivales. “Cada día me siento más llevado hacia la ribera de la intransigencia más salvaje”, escribió en 2011. Así es el 'president' menos conocido de la historia contemporánea
“Acabas de hundir a Winterthur Asistencia en el mismo momento de su nacimiento”, le dice con sorna en 1997 el presidente del potente grupo asegurador para España y Portugal, el legendario Josep Cercós, a su empleado. Este es Quim Torra, uno de los tres abogados de la secretaría general, que dirige Frederic Boix. Sucede que la presentación pública de la nueva filial que acababa de protagonizar el letrado treintañero ha sido “monótona, gris, aburrida”, rememora uno de sus colegas.
Monótono y gris. Torra es una sombra de sus jefes en el mundo del seguro. De sus héroes políticos de los años treinta, republicanos y secesionistas, ese universo minimalista en el que mentalmente habita. De su particular maître à penser, el periodista de entonces Eugeni Xammar, brillante y polémico. De su medio prima y jefa de Òmnium, la seductora activista súbitamente fallecida Muriel Casals, a la que dedicó una hagiografía encendida y mitómana (“Muriel Casals i la revolució dels somriures”, Pòrtic 2016). Del rocambolesco Carles Puigdemont, quien le designó para presidir la Generalitat, y de quien prometió ser mero vicario en la tierra de las cosas tangibles.
Es un lector de amplio espectro y curiosidad, un hombre culto, pero no un intelectual, nunca aspiró a construir ni un sistema ni un método ni una revisión de las falsas verdades establecidas. Es un prolífico escribidor con media docena de libros publicados, pero no un ideólogo. Sabe muchas cosas, pero solo practica una idea, solitaria y exclusiva: el obsesivo sueño de una Cataluña separada. Es un católico practicante, pero ácido y corrosivo con sus rivales. Es un pertinaz activista en los turbulentos círculos soberanistas del segundo decenio de este siglo: pero no un líder, si acaso por azar efímero o sorprendente “carambola”, resume un compañero de fatigas. Es un gran tímido, irascible en ocasiones, “enrojece” por ambos motivos, timidez y rabia contenida, describe un compañero de trabajo. Cultiva la ironía británica, incluso sobre sí mismo, esa virtud que ayuda a digerir tanto fracaso y tan impenitente pulsión divisiva. Cortés y hasta encantador en la distancia corta; inelástico y ofensivo en la esfera pública. Nadie mejor que él para calificarse: “Cada día me siento más llevado hacia la ribera de la intransigencia más salvaje”, escribe (“Honorables, cartes a la pàtria perduda, Gregal, 2011). ¿Acaso no será cuando la mera intransigencia se eleva hasta lo salvaje el instante en que entronca con el fanatismo?
Él mismo se define como un individuo de “pose aburrida, de acelga y de poca cosa” en uno de sus libros
Quizá porque su perfil se fragua de puntillas y porque a diferencia del coronel Francesc Macià —el fundador de la Generalitat contemporánea— no tiene quien le escriba, Quim Torra (de 57 años), es el president más desconocido de la historia contemporánea, junto con Josep Irla, esforzado hombre del exilio —verdadero— de la postguerra. El gran público apenas sabe de su historia profesional, como apenas conoce su trayectoria vital antes de su sonado aterrizaje en la política catalana… y a su pesar, española.
Burguesía rural
¿De dónde viene? La familia procede de Santa Coloma de Farners, en la Girona profunda. De Can Pau Ferrer: los antepasados fueron herreros. El abuelo Josep Maria es “un hombre de la Lliga” (Regionalista, de Enric Prat de la Riba y Francesc Cambó), describe el nieto en Honorables. Uno de “aquellos propietarios rurales de cuatro masías” y terrenos, de rezar el rosario todos los días, ultrarreligiosos y conservadores, que eran “señores y con toda naturalidad ejercieron de tales”, se ufana el nieto. Pero el abuelo exhibe más dureza en la cuestión territorial que un regionalista, va de patriota. Se exalta en 1909: “todo el amor que siento por Cataluña, la única patria mía… por la cual siento en mi pecho un odio tan grande, divino, insaciable, hacia sus enemigos”.
Joaquim, el padre, entra de ingeniero en una potente textil, la SAFA (Sociedad Anónima de Fibras Artificiales) y trabaja en ella de directivo toda su vida. Se instala en Blanes, la población costera donde funciona la fábrica desde 1923, con su mujer, Carme, nacida el 14 de abril de 1931 [día de la proclamación de la República], oportuna fecha para la mitomanía de su hijo más famoso. Quim nace ahí. Joaquim padre es muy leído, se enfrasca en la Bernat Metge, la mítica colección de clásicos griegos y latinos en catalán promovida por el mecenas Cambó, pero también le entra el gusano de la política. Acaba en la Convergència de Jordi Pujol, por la que será elegido en los noventa concejal de Santa Coloma y desde la que se irá radicalizando, esa marca de la casa.
Tienen cuatro hijos: Montserrat, Josep, Pere y Quim, el president. Montserrat es médica en el pueblo de origen. Y Pere se casó con la ruda activista Rut Carandell, de Reagrupament —vieja escisión extrema de Esquerra—, que aspiró en vano a liderar el partido republicano, y ha sido gran influencer del hoy president. Tras las últimas municipales, ambas protagonizan un sonado escándalo en el ayuntamiento de Santa Coloma, al retirar el cuadro oficial del hermano, que preside la sala de plenos, en protesta por el pacto transversal que han protagonizado posconvergentes y socialistas. Reputan a estos de enemigos de la patria desde la aplicación del artículo 155 de la Constitución. Lograrán por las bravas revertir el acuerdo.
Jesuitas en Barcelona
Es un hombre culto, curioso, pero no es un pensador, nunca aspiró a construir ni un método ni un sistema
Mucho antes, cuando Quim cumple once años, los Torra se trasladan de Blanes a Barcelona. Es la burguesía media de origen comarcal que “se barceloniza”, con piso en la zona alta, si bien en la sombría calle Príncipe de Asturias. Con sus hermanos, se educa en el Sant Ignasi, el colegio de los jesuitas de Sarrià, clásico de la gent bé. Todos recuerdan hoy que militaba en el reducido núcleo que “siempre hablaba catalán”. El triángulo encabezado por Carles Boix, y completado por Ramon Mulleras, fallecido joven. Boix, hoy profesor de Ciencias Políticas en Princeton, será animador del colectivo Wilson, de intelectuales y economistas secesionistas pero –paradoja– cosmopolitas. Participará en el Consell Assesor per a la Transició Nacional de Artur Mas al inicio del procés. De chaval, Boix es estrella e ideólogo de la pandilla escolar. Y uno de los alumnos más brillantes de la clase, con Víctor Moreno o Manuel Montobbio.
A su lado, Torra “no destacaba”, cumple con los estudios pero “sin matarse”, “no era genial pero sí competente”, recuerda un condiscípulo. “Era muy tímido”, sin llegar a “apocado”: “un estudiante de buen nivel, aunque no muy alto”, explica a Ideas su tutor de Latín, el anciano jesuita Ignasi Vila. “Yo le dejaba sentarse en la última fila del aula, reservada para quien no alborotase”, añade. Y afloran obsesiones raras, aunque inofensivas, como reseguir con el índice, mientras camina, las líneas rectas de los dibujos incrustados en las paredes de los pasillos de la inmensa mole del colegio, recuerdan otros, al igual que algunos evitan pisar las cruces formadas por las junturas de los azulejos del suelo. Por no destacar, no destaca siquiera en lo que de mayor será su pasión, escribir. Ni siquiera participa en el concurso literario Sant Jordi del colegio.
Recala en la Universidad Autónoma (UAB) para estudiar Derecho, esa carrera tan adecuada cuando “careces de una vocación definida”, ironiza un compañero de pupitre. Acaba de conocer a Carola Miró, que será su mujer. Ocurre que Quim es un joven “muy religioso, pero sin exagerar, no un meapilas”, describe un íntimo de la época. Frecuenta la Berchmans, la antigua congregación mariana, donde se cultiva un cristianismo que “hoy seguiría siendo moderno, pues la obediencia contra la propia conciencia nunca se cultivaba allí”, rememora con nostalgia para este reportaje el más cercano de sus cuñados, Ignasi Miró.
Y ahí y en Sarrià, en el último curso escolar, el COU, coincide con Carola. Se prendan. Se casan entre un baño de amigos en el balneario de Santa Coloma —siempre la llamada de la terra— y disfrutan la vida. “Poca gente ha tenido la suerte de vivir una infancia tan despreocupadamente feliz como yo, hasta el hecho de haberla alargado hasta los 28 años”, reconoce Torra en Ganivetades suïsses [Navajazos suizos] (editorial Símbol, 2007). Pero con cierta sobriedad. Carola y él se pasean por Europa: “Recuerdo un viaje en bicicleta con los amigos, que tenían muchos, por los Países Bajos, él montaba los álbumes y los reportajes, con mucha gracia y sentido del humor”, desgrana el cuñado Ignasi. Tendrán tres hijos, Carola (27 años), Guillem (25) y Helena (23), que acabarán siguiendo los pasos de sus mayores, acercándose a los Comités de Defensa de la República (CDR), o integrándose en ellos, desde 2017. Y algunos sustos de salud, soportados con discreción.
“Querer ser español es consustancial a vivir en un dolor de cabeza permanente, no quiero más migrañas”, escribe
Tanto los Torra como los Miró son tribus desahogadas. Pero el estatus medio de aquellos brilla menos que el del patriciado urbano de varias generaciones representado por la familia de su mujer. Familia numerosa (Carola tiene cinco hermanos: Joan, Maria, el propio Ignasi, Xavier y Georgina) con residencia junto al Putxet, empresa histórica rentable —la única fabricante de blondas de pastelería, esos mantelitos troquelados de papel—, respetable torre/segunda residencia en Cabrils, junto a las playas del Maresme barcelonés, aficiones a clubes deportivos de postín, como el Real Club de Polo.
Aunque el paso del tiempo todo lo desgasta. También esos bienestares. Y se abren líneas de fractura familiar a cuyas volutas él no es ajeno. A su toma de posesión como president el 17 de mayo de 2018 solo asisten dos hermanos de Carola, Joan y Georgina. La causa de los desafectos privados es típica, el reparto de la herencia empresarial y la complicada gestión de la misma: entre la propiedad de los activos y sus rentas. Pero también media la ideología. “Algunos de los Miró son de bandera española”, retrata una amiga, “y se distanciaron, ya no hablan de su pariente porque no quieren que se sepa que son familia”:
"Yo hace años que no me hablo con Quim, ni tampoco hablo de él", certifica a este diario, por teléfono y en tono tajante, un familiar directo.
Abogado de seguros
Rebobinemos. Pues antes de la política y las fracturas hubo una vida profesional cómoda y bien retribuida. Cuando Quim Torra termina Derecho encuentra empleos menores en la administración local gerundense. Penumbra de donde le saca Winterthur, mediante conexiones familiares/amicales, en 1987. Ahí cumplirá dos decenios, hasta final de 2006. El grupo asegurador suizo es un gran grupo, llegó a las primeras posiciones del podio en Europa y al liderazgo de las compañías extranjeras en España. Salió de él con pena, sin gloria y tras una accidentada doble compra, primero por Crédit Suisse en 1997 (que quiso vincular las tareas de los seguros a su negocio bancario diario, sin éxito) y después por la francesa AXA (que pretendió centralizar las actividades y luego tuvo que rectificar), en 2006.
“No tenemos líder, solo le obsesiona la independencia”, cuenta un miembro del Govern
Esos dos decenios configuran un trayecto sin relieve del abogado. No por constituir un alto secreto, sino por “gris” —en negativo— , o en positivo, por “discreto”: él mismo se define como alguien de “pose aburrida, de acelga y de poca cosa” (Ganivetades suïsses). Es el genotipo huérfano de anécdotas. El legendario Cercós —de él escribe Torra que “convertía en oro todo lo que tocaba”— le recuerda hoy para EL PAÍS como un profesional “ordenado, cumplidor, que no creaba problemas pero tampoco era el más brillante”. Contra lo que se ha escrito, no se dedicaba a vender seguros. “No vendió uno en toda su vida”, ni “tampoco fue miembro del equipo de dirección”, precisa. Su trabajo era representar a la empresa en adquisiciones inmobiliarias (los aseguradores las usan para constituir reservas), redactar contratos, preparar patrocinios, escribir el orden del día del comité de dirección, tomar notas, levantar acta: “Nunca intervenía…”. Era “respetuoso y culto” y para Cercós supuso “una gran sorpresa” su destape político.
Especialmente por su modo intempestivo, como vicepresidente de Òmnium en 2015, como diputado indepe tras el referéndum del 1-O de 2017 en la escudería posconvergente, como sucesor del hombre de Waterloo al frente de la Generalitat. “Este no es mi Torra, que me lo han cambiado”, confiesa Cercós que se dijo a sí mismo entonces. Otros colegas coinciden: “Sabíamos que era catalanista, pero pensábamos que más bien del tipo moderado-conservador, cercano a Unió”, el partido democristiano. “Cuando leo las cosas que hoy escribe, en esos tuits… no identifico a mi viejo amigo”, zanja ante un café humeante su jefe directo en el departamento de Comunicación, Carles Flo.
Torra trabaja en Winterthur hasta el 31 de diciembre de 2006, generando un misterio, el de su final. Acaba mal, pero circulan dos versiones de lo acontecido. Una es benéfica. El nuevo consejero delegado español tras la adquisición del grupo por AXA, Javier Agustín, “le ofrece, y se la ofrece seriamente, la subdirección de la compañía de seguros online, él pregunta que desde dónde, le dicen que desde Madrid y Torra responde que desde Barcelona o nada, y es nada”, detalla Frederic Boix. “Él era muy poca cosa y le invitan a marcharse, ya se sabe que las empresas se avienen luego a decir que la salida fue pactada y voluntaria”, concluye otra versión menos amable. EL PAÍS pidió entrevistarse con Torra para ampliar datos, pero este no contestó.
La salida exhibe aristas y acarrea angustias. Carles Flo, que se va antes que él de la empresa tras los nuevos aires traídos por AXA, mientras Torra resiste, le pregunta un día:
— Pero ¿qué haces ahí todavía?
— Me elevo y me miro desde arriba y me veo como un míster Bean y me sorprendo.
— Pues escribe un libro.
— Cada día podría escribir uno.
— Pues plega, déjalo. ¿Por qué aguantas?
— En eso pienso cada noche.
El propio Torra valida las dos versiones en sus escritos. Reconoce que le ofrecieron “un extraordinario empleo”, aunque unos cuantos colegas barceloneses “ya lo habían rechazado antes” y que era en la capital. Y él reiteró su “disponibilidad a trabajar en cualquier lugar del mundo, excepto en Madrid”, escribe en el autobiográfico Ganivetades suïsses, dedicado a destripar la cultura organizativa de las grandes multinacionales. Y a explicar sus avatares de joven prometedor destinado un año largo a reciclarse en Suiza, en el programa Senior Manager Talent para industrializar servicios financieros; y para diseñar el despido de hasta 500 directivos de la multinacional en todo el orbe. Presentó a ese programa varios proyectos, todos rechazados. Y sangra por la herida de las víctimas: “No tuvieron el valor de decirme que me despedían, habría sido facilísimo encontrarme un trabajo, pero ¿por qué? ¿Para alguien que no les importaba nada?”.
Con la copiosa indemnización de AXA vuelve a Barcelona y funda una minieditorial, A Contra Vent, donde rescata del olvido autores republicanos y catalanistas de los años treinta. Cosecha así cierta notoriedad en el universo nacionalista más rotundo, al que --mientras edita a otros autores y escribe frenéticamente sus principales libros-- se acerca con fruición con artículos y pululando en efímeras adscripciones partidistas: al Reagrupament de Rut Carandell, al grupo democristiano secesionista de El Matí Digital, al colectivo Sobirania i Justícia, a la Fundación Catalunya Oberta, del luego condenado por corrupto Lluís Prenafeta, mayordomo de los enjuagues de Pujol...
Aunque eso no le reporta ganancias materiales. Y en la editorial no hace más que perder dinero: la cosa “dura un cierto tiempo, hasta la ruina absoluta”, reconoce. O sea, hasta que su esposa, con su pragmatismo de maestra, le formula un ultimátum:
— “El recreo se acabó”.
Ganapanes y caída de Saulo
Y se acaba su ruinosa trayectoria empresarial. Así que, mientras se encarama a las organizaciones activistas Assemblea Nacional Catalana y Òmnium Cultural, busca colocación, y la encuentra, en el Ayuntamiento de Barcelona del convergente Xavier Trias, en 2011/2012. Primero como gerente de Foment de Ciutat Vella, un chiringuito para la gestión de obra pública en el casco antiguo: de sus aportaciones al bien común, si existieron, nadie se acuerda. Y luego como director del Born Centre Cultural, el espacio arqueológico que afloró las ruinas de los bombardeos de 1714 por las tropas de Felipe V. Lo convierte en su 300 aniversario y gracias a la tópica celebración funeraria, en santuario elegíaco del nacionalismo, al que bautiza, con afán sobreadjetivador, como “la zona cero” de la resistencia catalana contra el Estado.
Al sustituir la comunera Ada Colau a Trias en 2015, pierde ese púlpito. Encuentra ganapán en un fantasmagórico Centro de Estudios de Temas Contemporáneos creado por el conseller de Exteriores Raül Romeva, útil para asegurarle un sueldo. Y ya se catapulta, tras el referéndum ilegal del 1-O, como parlamentario posconvergente en las elecciones del 21-D de 2017 y luego como presidente vicario del fugado Puigdemont, episodios bien conocidos.
Entre todas estas peripecias se alza otro gran misterio de su trayectoria. ¿Cuándo Torra, como Saulo, cae del caballo? ¿Cuándo de crisálida moderada se transforma en adulto radical? Se origina, sí, en una base nacionalista antigua, familiar. Fragua, sí, sobre una enfebrecida pasión libresca, labrada en hemerotecas, de textura romántica, de ribetes fetichistas, anclada en la nissaga (la estirpe, el linaje, la saga) nacional, en la tribu familiar, en el universo de la masía: “Yo soy catalanista porque un día aquí vivieron unos hombres que me interpelan, que me llaman a seguirlos, que me exigen fidelidad a una tradición, a una lengua y a un país”, sentencia.
“Es un político de los años treinta, los libros que publica son su biografía”, ilumina Carles Flo. Torra habita en las sombras y él mismo se va dibujando como una de ellas. Sueña con la “Cataluña imposible” que el franquismo trituró. Más aún: “He quedado atrapado, tanto o más que nuestro país por España. No puedo dejar de soñar con ello. Cada vez que pasa algo en la actualidad veo en ella la sombra del pasado; cada pensamiento de hoy me parece que ya lo habíamos formulado antes; cada reflexión política la leo mentalmente como si hubiese sido ya publicada” en los diarios y revistas de los años treinta, se justifica.
Pero hay un largo instante clave: el último año y pico –que termina a final de 2006– destinado en Suiza. Es una cuádruple crisis, de desconciertos y descubrimientos: desaparece su Winterthur a manos de AXA; pierde su empleo; le sobra tiempo para “otear la potencia de un pequeño país” y “compararlo con el nuestro”, silabea un correligionario; y descubre profundamente al periodista Eugeni Xammar, fallecido en l’Ametlla del Vallès en 1973.
Torra está en Suiza; su familia, en Barcelona. Él forma parte del programa Senior Talent Manager, que pretende formar cuadros y fijar lealtades. “Allá dispone de mucho tiempo libre, da vueltas en tren, rastrea a Xammar en los archivos de la Sociedad de Naciones de Ginebra y decide recuperar su memoria y la de otros periodistas de la República con los que se siente románticamente identificado, hasta el fetichismo”, constata uno de sus compañeros. “Su punto de no retorno es Xammar”, coincide un condiscípulo del cole. Y lo confiesa el propio afectado: “Yo me ganaba la vida de forma decente, diría incluso que espléndidamente decente, una mujer que me quería, unos hijos encantadores, unos amigos solícitos. Pero [se dirige a Xammar] tuvisteis que pasar vos a mi lado, guiñarme el ojo y llevarme de la mano al más peligroso de los mundos posibles: la Cataluña imposible. Amigo mío, no tendríais que haberlo hecho”, le reprende cariñosamente en su apunte biográfico.
Xammar es uno de los tres grandes periodistas catalanes de la preguerra española, con Josep Pla y Gaziel. A diferencia de su émulo, ha cultivado la amistad de españoles no catalanes, Luis Araquistain, Julio Alvarez del Vayo, Julio Camba, Salvador de Madariaga, Chaves Nogales… Cosmopolita, pasa casi toda su vida fuera: Londres, París, Berlín, Buenos Aires, Ginebra…. Y escribe en catalán (para La Publicitat y La Veu de Catalunya) pero también en castellano (para El Sol, el Heraldo de Madrid y Ahora). Es un monstruo del oficio, ágil, sagaz, sardónico. Sus crónicas de entreguerras sobre Alemania, desde Berlín, capital de la República de Weimar (El huevo de la serpiente, Acantilado, 2005) fundan época.
Al mismo tiempo, es un piernas, un frívolo. De “carcamal”, le tilda el propio Torra. El día del golpe de Estado de Hitler, en la cervecería Bürgerblaukeller de Múnich, el 8 de noviembre de 1923, Xammar y Pla se embriagan en la cervecería contigua, seguramente trabajando en sus traducciones tramposas –ese recauchutado de otras anteriores– de un libro ruso, la Ética de Kropotkin. Y pese al estrépito y los tiros, ni se enteran. Días después realiza con su amigo una entrevista a Adolf Hitler, y la publica el día 24 . Acarrea una tremenda primicia histórica: el plan para “eliminar a los judíos, si queremos que Alemania viva”. Pero no la rescatan ni la complementan en sus memorias, tampoco en sus textos posteriores. Algunos apuntan a que ese olvido delata que fue inventada, algo difícil, dada la primicia, que era entonces poco adivinable. Otros, que le avergonzó tratarlo de mero payaso: según él, Hitler era “el necio más sustancioso, sin medida ni freno”. Y aunque sin mucha culpa porque nada de eso parecía entonces verosímil, frivoliza: “Sus ideas sobre el problema judío son claras y divertidísimas”.
Pero Xammar es también un militante republicano y un patriota que se radicaliza en el nacionalismo de la derrota exiliada. Sobrevive organizando congresos para la Sociedad de Naciones, trabajando en la Embajada de la República Española en París, poniendo orden en la modesta Generalitat trasterrada, traduciendo para la ONU en Ginebra o coordinando un equipo de la agencia Associated Press, su mejor empleo. Y que siempre encuentra tiempo para conspirar con quien se deje, al servicio de “la restauración del sentimiento de dignidad nacional en Cataluña”. Pues bien, sin su cosmopolitismo, sin amistades en toda España parangonables a las suyas, sin su oficio y sin su capacidad conspirativa, Torra se convierte a la religión del anciano de l’Ametlla: “Soy un enfermo de la gripe xammariana en estado terminal”, se autosentencia, irónico.
Ideas agresivas
A este maestro es a quien dedica su libro más ambicioso, una biografía correcta y esforzada (Periodisme? Permetin, Símbol, 2008), aunque de alcance inferior a las antologías xammarianas de Acantilado y a su trepidante libro de memorias (Seixanta anys d’anar pel món, Quaderns Crema, 2007). Pero a diferencia del maestro, Torra, que domina bien el arte de escribir, tropieza en un sentimentalismo lacrimoso, a veces cursi, sobre todo cuando se dirige a los muertos como si hablasen desde la ultratumba. Y en otras ocasiones, destella en las sub-ideas de la ofensa, la arremetida y la inquina.
Si se espigan solo frases de sus libros, que se suponen más reposados que los tuits, discursos y entrevistas, sorprende ya su agresividad formal y conceptual. Así, fustiga a los pactistas como “apolegetas del seny, catalanistas al baño maría, regionalistas encogidos y jorobados, eternos diplomáticos provincianos de los pactos de renuncia, llenos del tufo de ensaladas sentimentales, de adiposa imprenta retardataria”. Se ufana del extremismo de Macià cuando este proclama en el Congreso de los Diputados en 1923 que “el dilema debe plantearse de una manera brutal, si queréis, y este dilema es: o continuamos bajo la opresión del Estado opresor, del Estado centralista con una esclavitud moral cien veces peor que la material, o vamos a la violencia: no queda otra solución”. Reniega del plurilingüismo: “La Bruselas de Brel, de Merck, de Rubens y de Victor Horta, del padre Damián y de Hergé es hoy una ciudad perfectamente bilingüe, de hecho, la única zona bilingüe del país, ya que el resto está dividido entre las comunidades valonas y flamencas (sic por esos plurales); es decir, el bilingüismo es un hecho excepcional y artificial. Si nadie tiene dos cabezas, los países tampoco pueden tener dos lenguas”. Desprecia al castellano: en una carta a su abuelo catalanista ya fallecido rememora “cuando el gris, el asco y el castellano se enganchaban a la piel y a la vida de cada día” de los colomenses. Y denigra a Madrid: “Madrid es, de todas las ciudades españolas que conozco, la única que genera en los individuos que la visitan un proceso de liliputización y empequeñecimiento degenerativo y fatal”.
También se borra, con escasa finura, de España: “De España venían [a un seminario en Suiza, adonde él ya había acudido] cuatro; yo cuento como suizo, a Dios gracias”. O: “Querer ser español es consustancial a vivir en un dolor de cabeza permanente. Yo ya no quiero sufrir más migrañas. He decidido acabar con el tormento de ser catalán, es muy sencillo, todo pasa por separarse personalmente de España. Si lo haces, no es que mires al otro lado, es que ya te has colocado al otro lado”.
Pero esas expresiones son suaves en comparación con otras vehiculadas a través de medios más ligeros o efímeros que un libro. Son frases de desprecio: “Todo lo que ha sido tocado por los españoles se ha convertido en fuente de discriminaciones raciales, diferencias sociales y subdesarrollo”. De descrédito: “Los españoles solo saben expoliar”. De insulto: “Ahora miras a tu país [Cataluña] y vuelves a ver hablar a las bestias, pero son de otro tipo, carroñeros, víboras, hienas” [dedicado a los catalanes que no abrazan la lengua catalana]. De inquina: “Si seguimos aquí algunos años más corremos el riesgo de acabar tan locos como los mismos españoles”. De racismo: “La raza del socialista catalán… había entrado en un proceso de decadencia ineluctable, con la mezcla de la raza del socialista español”.
Y, lo peor, de elogio a los violentos: los hermanos Badia son “los mejores ejemplos del independentismo”. Atención, Miquel Badia, de Estat Català, organizó en 1931 sus escamots (milicias uniformadas) para “la lucha violenta”, como ha descrito el historiador Joan B. Culla; eran unas “escuadras de acción de pura esencia fascista”, según su colega Arnau González Vilalta. Su jefe, el conseller Josep Dencàs, famoso por huir a Francia por las alcantarillas tras la rebelión de Lluís Companys en 1934, llegó a pedir a Mussolini apoyo para un Estado separado catalán.
Sin oficio de político
Tiene pues lógica que escritos de ese tenor sorprendan a beneméritos ejecutivos de una compañía de seguros, a los cristianos alumnos de los jesuitas que supieron de sus buenos modales y a todos quienes mantengan la cabeza encima de los hombros. Pero hay algo peor. Consiste en que cuando las ideas que se sostienen son así, las políticas que apuntalan nada bueno auguran. Aunque todo desastre conlleva su alivio, y en este caso el respiro radica en la inoperancia de Torra para llevar a la práctica el proyecto divisivo y agresivo imaginado.
Torra es una mera sombra, de los ídolos fallecidos, de los otros, de sí mismo. Por eso mismo no ha logrado hacer casi nada en dos años (los de su presidencia colateral, que son los que mejor se conocen y por eso mismo obviamos aquí), a excepción de fomentar las movilizaciones, algo descontado de antemano. Y de tensionar a su nación, y al resto.
No son sus rivales sus más acerbos críticos, ni quienes más estrictamente le desautorizan. Son sus colegas de gobierno. “No tiene oficio”, describe uno de sus consellers, y de su misma escudería puigdemontista (JuntsxCat, PDeCat, la Crida). “El ejemplo más reciente es que tardó muchas horas en aceptar que debíamos tener presupuesto y que el preparado por Esquerra sería mejor o peor, pero era necesario”, ilustra, a condición de no revelar su identidad.
Otro miembro del Govern, en idéntica reserva de anonimato, añade: “No tenemos líder, solo le obsesiona la independencia, y persiguiendo esta ilusión, la broma es que en dos años no hemos conseguido nada”. Y augura: “Será difícil que los electores nos lo perdonen”.
Cronología
17/5/2018. ‘President’ vicario
Puigdemont elige a Torra, número 11 por Barcelona de Junts per Catalunya (JuntsxCat), para sucederle al frente de la Generalitat. ERC lo apoya. Plantar al Rey se convertirá en programa de gobierno.
1/10/2018. La arenga
“Apretad, hacéis bien en apretar”, declara solemne Torra al año del 1-O, en Sant Julià de Ramis, el pueblo donde quiso votar Puigdemont. Se dirigía a los Comités de Defensa de la República (CDR).
22/3/2019. Desobediencia
Los Mossos d'Esquadra retiran esteladas (bandera independentista) y lazos amarillos de los edificios oficiales por orden de la Junta Electoral. Torra había desobedecido la orden durante días.
14/5/2019. Uno más uno, cero
El primer año concluye en sequía legislativa. El segundo será más de lo mismo. Mientras tanto, las listas de espera en hospitales crecen, entre las urgencias del Estado de bienestar.
15/6/2019. Al aparato
Un telefonazo de Torra acaba con el pacto con el PSC que daba la alcaldía de su pueblo, Santa Coloma de Farners, a JuntsxCat. Es su manera de censurar un acuerdo con quienes apoyaron el 155.
16/10/2019. El activista
El president marcha en protesta por la sentencia del procés, cortando la autopista A-7. "Es fantástico ver al pueblo movilizado", declara. La condena a la violencia callejera tardará en llegar.
18/11/2019. Condenado
Juicio por desobediencia. Ha comido “butifarra con judías” y, dice, “la cosa puede salir por un lado o por otro”. El TSJ de Cataluña lo condenará a 18 meses de inhabilitación especial.
27/1/2020. Exdiputado
El secretario del Parlament, Xavier Muro, le retira la condición de diputado al president Torra. Roger Torrent (ERC) ejecuta la orden, impidiendo que Torra participe en las votaciones.
29/1/2020. La ruptura
Torra anuncia que convocará elecciones anticipadas. El president de la mitad de los catalanes no puede gobernar contra la mitad del independentismo. La ruptura con ERC se materializa al fin.
6/2/2020. Sánchez y Torra
El presidente del Gobierno y el del Govern se reúnen en el Palau de la Generalitat flanqueados por dos banderas constitucionales: la española y la cuatribarrada catalana, sin rastro de la estelada.
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