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IDEAS / CUESTIÓN DE FONDO
Columna
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Amazonia: La selva-que-salva

La progresiva destrucción del pulmón de la Tierra nos obliga a pensar si la soberanía nacional puede anteponerse al bien común de la humanidad

La deforestación en el sur del Estado de Pará, en Brasil, a finales de junio de 2017.
La deforestación en el sur del Estado de Pará, en Brasil, a finales de junio de 2017.
Amelia Valcárcel

La Amazonia es el pulmón del planeta. Lo es porque se trata de un territorio inmenso y prácticamente despoblado. O se trataba. Desde el siglo XIX, primero los caucheros y luego los madereros, toda una serie de gentes comenzaron a invadirla y amenazarla. Brasil es el Estado en que esa inmensa selva principalmente se ubica, pero no es el único. Bordes de la Amazonia los comparten también todos sus limítrofes. Y en todos ellos los incendios, las quemas, los desbroces y las sierras funcionan regularmente. Los satélites permiten observar en tiempo real los abusos a que esa selva-que-salva está constantemente sometida. Como ecosistema, a pesar de su inmensidad, la selva es frágil. Eliminarla sólo deja detrás desierto.

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Hubo un tiempo en que la conciencia común estaba marcada por el plus ultra. El planeta parecía inagotable. Y, de agotarse, ya encontraríamos otro. Semejante conciencia, con toda su estupidez, todavía alborota aquí o allá, sobre todo en las garras de un tipo especial de gente peligrosa: los ricos asilvestrados. Esta gente puede coincidir con otro tipo peligroso: el político de estanque. No me parece que sea necesario explicar qué es un rico asilvestrado. Pero cabe extenderse un poco sobre el político de estanque, una de las especies más comunes. Ya escribió lord Bacon que les va mejor en política a los que se toman a sí mismos como objetivo. A los que, puestos a pensar en cualquier situación, lo que mejor entienden es si ellos ganan o pierden. Y semejante entendimiento se convierte en su regla de uso. En sus mentes no entran ni por casualidad intereses generales, principios universales o futuros asumibles. El espacio completo lo ocupa su propio interés, que identifican a la perfección. Si sucede “x”… ¿Cómo me irá a mí? Y rápidamente maniobran. Son los genios del estanque de las ranas. En consecuencia son perfectos para los estanques. Capaces de reducir el mundo a su tamaño y de querer que el océano quepa en su balsita. Él o ella es egoísta y marrullero como primera y única impresión.

El peor escenario es que la riqueza asilvestrada y la marrullería política coincidan. A ambas el estado de salud general de la Tierra se la trae al fresco. Es más, la riqueza sabrá sacar beneficio de la calamidad, de cualquier calamidad, porque el dinero es ingrávido. Y la política rastrera indagará en cómo hacerse con su parte. Estos dos brazos del caos maniobrarán de consuno en una acción que no necesita cuidado, sino discreción, porque no busca eliminar entropía, sino producirla. Pues eso es exactamente lo que la Amazonia está sufriendo. No es que haya comenzado ahora, ya se dijo, pero, desde que Bolsonaro ocupa la presidencia de Brasil, tanto él como su pandilla extractiva han conseguido que los incendios y las talas se multipliquen por 100, como era previsible. Alegan que lo suyo son asuntos internos. Por mucho que gritemos, dirán, esa selva es de su propiedad e incumbencia y dispondrán de ella como lo haría un patricio romano: a su gusto y sin intromisiones.

El asunto es tan grave que hasta el Papa, sudamericano como es, se ha visto obligado a entrar en el asunto. Y la observación es: ¿por qué el Papa y no las Naciones Unidas? Algunas religiones son los únicos Estados que no tienen fronteras, por lo tanto, a los que no impresiona el decreto de propiedad. Las Naciones Unidas, que han evitado gran número de conflictos y amortiguado algunos otros, no parecen especialmente preparadas para los tiempos que corren. O no tienen argumentos o no se atreven a usarlos. Porque los argumentos están claros: “Según Kant, debemos actuar de tal manera que el principio de nuestra motivación tenga un valor universal y, por lo tanto, sea necesario. Considerando que la vida común a toda la humanidad depende de condiciones climáticas favorables, ¿qué es más universal y necesario, la preservación de la selva amazónica, que produce el 20% del oxígeno del planeta, o la soberanía política de un país sobre un territorio que fue conquistado en el siglo XIX? Si un país no actúa a favor de la vida común de la humanidad, ¿qué debemos hacer? ¿Respetar el principio universal de soberanía política o reaccionar para evitar que continúe la destrucción del bien natural común?”

Tal reflexión, que me la hace un querido amigo brasileño, intelectual de gran valía, me la acompaña con las acciones que cabría tomar. No diré su nombre porque las gentes de las que hemos venido hablando son peligrosas. Pero recordemos que la ley moral nos sirve para dar forma y perfeccionar la realidad, no solo para someternos a ella.

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