Un amor de infancia
Ohen pudo ser una estrella del Real Madrid, pero terminó en un equipo menor haciendo felices a sus seguidores.
TENGO ENFRENTE a mi ídolo de la infancia. Su nombre completo es Christopher Nusahare Ohenhen, pero nosotros, los compostelanos, nunca lo supimos. Nosotros creíamos que se llamaba Nusa Ohen, que es como le recortaron su largo nombre nigeriano al llegar a España, y según estuviésemos serios, animados o gallegamente tiernos le llamábamos Ohen, Nusa o Nusiña.
Estamos en una cafetería de Madrid. Le conté que quería entrevistarlo para escribir un artículo sobre el 25º aniversario del ascenso del Compostela a Primera División, pero era mentira. Yo solo quería conocerlo, y sospechaba que si le decía que nada más me interesaba saber cosas de él no vendría, porque es un tipo tremendamente tímido.
A Ohen lo descubrieron ojeadores del Real Madrid en el Mundial Juvenil de 1989 y lo ficharon. La competición fue en Arabia Saudí. Allí le coló en semifinales una memorable falta en folha seca a la Unión Soviética de Gorbachov. Jugó en el Castilla dos temporadas en las que estuvo bien a gusto con Vicente del Bosque como entrenador —porque la gente está bien a gusto con Del Bosque, excepto Florentino—. Al hombre que dirigió a la España campeona del mundo le coge por sorpresa mi llamada en una abúlica tarde de agosto preguntándole por un futbolista remoto, pero en cuanto reacciona dice que Ohen era “un talentazo que lo tenía todo para llegar al primer equipo, aunque tal vez le faltó ponerle un poco más de emoción a lo que hacía”. Eso y las lesiones frustraron el plan de subirlo al Madrid y el club no quiso que continuase. “Me puse muy triste”, me dice Ohen, y yo quisiera abrazarlo y decirle que gracias a eso fuimos felices.
Porque Santiago de Compostela, con un equipo de Segunda División, fue su siguiente destino, y allí, en aquella ciudad pequeña y lluviosa a la que lo condujo un chófer del Madrid, lo acogió “como un padre” José María Caneda, el presidente del Compos que estuvo a un tris de liarse a puñetazos con Gil. Caneda recuerda que vio en aquel suave africano un alma sensible y en las primeras semanas no dejaba de ir a buscarlo a su hostal para darle ánimos y llevárselo a comer, pues en Galicia existe la creencia de que no hay alma que no se pueda rellenar con comida. En 1994 el Compostela ascendió con Nusa de goleador decisivo y vivimos tres años en Primera División con episodios que aún nos conmueven. Ohen saca el teléfono y me enseña el vídeo del 4-0 al Deportivo. Me emociono tanto que rompo con la mínima etiqueta exigible a un periodista y levanto la mano sobre mi café con leche y su manzanilla para que me choque los cinco. “En el fútbol de hoy Ohen valdría 100 millones de euros”, me dirá Caneda, que piensa que aquella España era demasiado racista para que un muchacho negro triunfase.
La cafetería está vacía. Antes de despedirnos, Nusa Ohen se pone pesaroso pensando en que pudo haber llegado bastante más lejos en su carrera. Hoy tiene 48 años, vive en Madrid con su esposa madrileña y está pensando en abrir un súper. Corre a diario y mantiene un físico espléndido. Cuando algún equipo de veteranos le ruega que juegue con ellos, dice que no. El fútbol le acabó hartando, y ahora cada domingo, mientras Messi y Cristiano acumulan goles y millones, mi ídolo, que es muy católico, prefiere ir a rezar a la catedral de la Almudena, su favorita.
Debí abrazarlo. Debí abrazarte, Nusiña, y decirte que fuimos muy felices.
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