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El brillo de la muerte

No te importaba de dónde venían los materiales a tu taller. Creíste que aquel dedal luminoso era un tesoro y acabaste devorado por el alcohol y la pena.

QUERIDO DEVAIR:

Ahora todos hablan de Chernóbil, pero pocos recuerdan la extraña luz azul que emanaba de las piezas de tu taller de chatarrería esa tarde de septiembre de 1987. Les habías comprado los pedazos de metal a los dos recolectores de chatarra que se metieron a las ruinas de la clínica abandonada buscando cómo ganarse unos pesos, igual que tanta otra gente pobre de tu barrio de Goiânia. No te importaba de dónde provenían los materiales que traían a tu taller. Los hombres aceptaron sin regatear el precio que les ofreciste, y cuando se perdieron en la esquina empujando la carretilla estuviste seguro de haber hecho un buen negocio.

La luminiscencia te sorprendió esa noche, contenida en un enigmático cilindro del tamaño de un dedal: un tesoro en medio de la chatarra. Te pareció tan hermosa esa luz que te propusiste llegar hasta su fuente, y tú y los dos empleados de tu taller trabajasteis sin descanso hasta romper la cobertura del cilindro. Ignorabas para qué servía ese polvo que encontraste dentro de la pieza y que resplandeció la noche entera, pero habías descubierto la belleza y querías compartirla: esos días desfilaron por tu casa amigos, parientes y vecinos, y entre todos repartisteis el milagro de las sales fluorescentes. Algunos se untaban el cuerpo y la cara con la sustancia mágica, otros se llevaban los granos luminosos a sus casas. Tu sobrina Leide das Neves, de seis años, estaba tan feliz que se sentó sobre el suelo cubierto de partículas brillantes, como si estuviera rodeada de estrellas, y uno de los granitos fue a dar al sándwich de huevo que estaba comiendo. ¡Era como tragar polvo de estrellas!

A tu esposa, Maria Gabriela Ferreira, le prometiste una sortija hecha de esa sustancia: no erais ricos, pero al menos le darías el anillo más brillante, el más bonito, el más insólito. Fue ella, Devair, la que hizo la conexión cuando, uno a uno, todos los que se acercaron a la luz azul empezaron a enfermar con vómitos y diarreas. Unos decían que fue la comida, otro las fiebres tropicales. Pero Maria Gabriela tenía una sospecha y por eso colocó el cilindro en una bolsa plástica y tomó el bus hasta el hospital. Al día siguiente un físico contactado por el hospital descubrió la verdad: los granos fluorescentes eran cesio, un elemento radiactivo proveniente de un equipo de radiología desarmado por los recolectores de chatarra en la clínica abandonada. Maria Gabriela murió a las dos semanas por los efectos de la radiación, lo mismo que la pequeña Leide y tus dos empleados, Devair, uno de ellos todavía un adolescente. Tú recibiste la dosis mayor de radiación, pero sobreviviste para ver cómo tu esposa y tu sobrina eran conducidas al cementerio en ataúdes de plomo ante una multitud furiosa y asustada que les arrojaba piedras e intentaba impedir el entierro, temerosa de la contaminación.

¿Qué sentiste al ver a amigos y parientes con los cuerpos hinchados y quemados, al enterarte de los 6.500 afectados por la radiación? ¿Te consideraste responsable del estigma que recayó durante años sobre los habitantes de Goiânia, a quienes nadie se animaba a contratar? ¿Viste cómo demolían tu casa y tu vecindario para limpiar todo rastro del veneno? ¿Qué pensaste de la Comisión Nacional de Energía Nuclear, que sabía del equipo abandonado y no hizo nada? Años más tarde, devorado por el alcoholismo, la culpa y la tristeza, dirías que te enamoraste del brillo de la muerte.

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