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CARTA BLANCA
Columna
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Estamos solos

Te habíamos rodeado en un bosque de encinas. Éramos más ágiles, te superábamos en número. No trataste de hacernos frente. Sabías que era el final

QUERIDA… (ahora me doy cuenta de que nunca he sabido tu nombre). Y ya no estás. Lo sé, es algo que tengo que asumir. Y, lo que es peor, no vas a volver. Nos engañan cuando nos dicen que todo tiene solución. No es así. Hay pasos que se dan en la vida que no tienen vuelta atrás. Esta soledad la he provocado yo, nosotros, nos la hemos ganado a pulso. Y sin embargo sueño con esos tiempos ya lejanos cuando convivíamos libres, apasionados, eufóricos. Fue increíble. O así quiero recordarlo.

Pero pasa el tiempo y la gente olvida, ya no estás en el recuerdo, salvo en el de algunos locos románticos que siguen buscando datos de lo que sucedió, que quieren saber cómo llegamos a esto. Nos reunimos entre nosotros y hablamos. Cada uno expone sus teorías: éramos demasiado diferentes incluso físicamente, cada uno pertenecía a una familia, tenía unas costumbres distintas, no podíamos entendernos. El caso es que sí lo hicimos durante un tiempo, convivíamos no sin roces, pero podíamos compartir un mismo espacio. De vez en cuando nos cruzábamos con cierto miedo, con desconfianza, pero nos encontrábamos y hacíamos el amor, con la pasión de lo prohibido, de lo que no se llega a comprender del todo, de lo heterodoxo. No nos atrevíamos a contarlo a los nuestros, era mejor así, que no se supiera. En secreto.

Hasta que el invierno se hizo más crudo. El más frío que alguien recordaba. Todos tuvimos que migrar hacia el sur en busca de un clima más suave. Y la relación se hizo difícil, compartir una misma zona cuando faltan recursos. Nosotros nos adaptamos mejor, nuestro ADN era menos endogámico, éramos capaces de juntarnos en grupos más grandes. Y fuimos acorralando a los de vuestro clan. Al principio erais unos pocos cientos, luego 50, 20, 2… Y al final solo tú. Te habíamos rodeado en un bosque de encinas donde resultaba imposible esconderse. Éramos más ágiles, tú más fuerte, más muscu­losa, pero te superábamos en número, teníamos una técnica de caza sofisticada, unas lanzas perfectamente equilibradas, unos venablos que alcanzaban su objetivo a gran distancia. No trataste de hacernos frente. Sabías que estabas sola, que era el final. Para qué luchar. Fuiste consciente de que no había futuro, de que tu estirpe se acababa, un linaje que había reinado en Europa durante 400.000 años y que estaba a punto de desaparecer para siempre.

Recuerdo como si fuera ayer que hace 40.000 años morías entre mis manos; la última neandertal en la península Ibérica. La última que quedaba sobre la faz de la tierra. Desapareciste como lo habían hecho antes el león marsupial y las distintas especies de homínidos con las que nos habíamos ido encontrando en nuestro avance, como desaparecerían después los mamuts, el rinoceronte lanudo, el lobo de Tasmania, bajo nuestras lanzas y nuestra manera de vivir. Hay noches en las que pienso que 40.000 años no son nada, apenas un suspiro en el tiempo. Y me siento muy solo. Sé que no hay vuelta atrás. Y quiero consolarme pensando en que en mi ADN llevo un 4% que me legasteis vosotros, los verdaderos príncipes de la prehistoria, altos, fuertes, libres, tan inteligentes como nosotros. Los neandertales.

Perdóname.

Manuel Ríos San Martín es autor de 'La huella del mal' (Planeta).

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