Galaxia Carabanchel, los artistas transforman un barrio obrero de Madrid a golpe de talento
Huyeron del centro de Madrid por la presión de los alquileres y la ausencia de espacios diáfanos. Son más de 300 artistas que están transformando el mayor distrito obrero de la capital. Su principal temor: que el auge del barrio acabe por expulsarlos de unas calles donde han echado raíces.
UN SOL RADIANTE baña la destartalada plaza de Almodóvar, en el barrio madrileño de San Isidro. Son las diez de la mañana y apenas hay movimiento en la calle; una quietud solo rota por el trajín de vasos y cucharillas que sale de la cafetería Los Pinchos, un local de aire castizo situado en uno de los extremos. En el descampado que hace las veces de terraza se intercambiaban jeringuillas y heroína en los convulsos años ochenta. Tres décadas después, este espacio público sigue siendo un proyecto a medio hacer, sin rastro de zonas verdes ni columpios para los niños. Un solar vallado a cal y canto ocupa un lateral entero de la plaza. La alambrada solo parece proteger los montones de basura que se acumulan en su interior, esparcidos entre la mala hierba. Todo recuerda a la época en la que Carabanchel fraguó su leyenda negra de paro, droga y delincuencia.
Este realismo costumbrista ha ejercido de imán, y también de inspiración, para la comunidad de más de 300 artistas que ha colonizado esta antigua zona industrial y deprimida del sur de Madrid, con una de las rentas per capita más bajas de la capital (20.000 euros). Los protagonistas de esta pequeña revolución en ciernes huyeron del centro por el vertiginoso aumento de los alquileres y, sobre todo, por la ausencia de espacios diáfanos donde poder pintar, esculpir o diseñar. En Carabanchel han encontrado un territorio para dar rienda suelta a su creatividad; antiguos talleres, imprentas y fábricas textiles albergan ahora obras pictóricas de gran formato, exquisito mobiliario de diseño y hasta las últimas tendencias que desfilarán en la pasarela de Milán. Su aterrizaje está siendo escalonado y sigiloso; pero la inyección de talento está diluyendo la imagen gris y conflictiva que arrastra históricamente el distrito más poblado de la capital, donde viven 245.000 personas, tantas como en A Coruña o Granada.
“Esta plaza parece sacada de una película de la movida. Es un lugar maravilloso donde siempre encuentras a alguien interesante con quien conversar”, explica Carlos Aires, de 45 años y fundador de Mala Fama, un colectivo de ocho artistas que lleva tres años fabricando coloristas fantasías pop en una antigua imprenta. “Aquí todavía te puedes tomar un carajillo. Y, sobre todo, el café que te sirven no lleva un corazoncito de espuma dibujado”, añade, en un intento de espantar la temida gentrificación que sobrevuela como un halcón este barrio. Muchos artistas como él temen que el mismo proceso que ha transformado Malasaña o Lavapiés acabe cuajando al sur del Manzanares, lo que les obligaría a emprender otra diáspora: “Carabanchel no es nada hipster, sigue siendo muy quinqui. Tampoco es el nuevo Soho, que era un espacio habitado al 100% por artistas. Carabanchel es Carabanchel. Y punto”.
A dos manzanas de la plaza de Almodóvar emerge el polígono ISO, un laberinto de estrechas callejuelas que debe su nombre al extinguido Isocarro, un vehículo de tres ruedas que se fabricaba aquí en los años cincuenta y que llegó a ser icónico en aquel Madrid en blanco y negro. El esqueleto que dejaron las fábricas y cooperativas cuando se precipitaron a la ruina acoge, además de un importante número de iglesias evangélicas, una treintena de estudios de artistas. El taller de Carlos Aires ocupa la primera planta de una imponente mole de ladrillo naranja de estilo racionalista en la avenida de Pedro Díez, arteria principal de esta menguante zona industrial, donde casi el 80% de las naves se han convertido en viviendas. La luz natural entra a borbotones por los amplios ventanales de su estudio. La búsqueda de luminosidad fue precisamente el motivo por el que este alquimista que fusiona música y fotografía emprendió el regreso a casa tras casi 13 años en Bélgica y Holanda. Una vez instalado en Madrid, juntó el dinero y el valor necesarios para alumbrar Mala Fama, cuyo nombre, dice, es “un homenaje canalla a un bar mítico de los ochenta frecuentado por el fotógrafo Alberto García-Alix”, uno de sus maestros. Aries es propietario de su espacio, algo de lo que pueden presumir muy pocos aquí: “Es un modelo sin ayudas públicas, donde los gastos se comparten; algo habitual en Europa, pero que en España no existía”.
Precariedad y creatividad forman un binomio que sigue condicionando, también en Carabanchel, la producción artística. “Esto estaba hecho una mierda cuando llegamos en 2013. Y seguimos pasando muchísimo frío, no tenemos calefacción, por las ventanas entra todo el aire. Que nadie piense que estamos aquí en plan luxury”, aclara Irma Álvarez-Laviada, integrante de Nave Oporto, otro espacio autogestionado por nueve artistas que conviven con Mala Fama en el mismo edificio. Para esta pintora asturiana de 41 años, que experimenta con los conceptos de vacío y ausencia, lo que hace realmente atractivo al entorno es la vigencia de un suelo industrial robusto capaz de soportar “el enorme peso de las maquinarias con las que trabajamos”. Un tipo de superficie prácticamente extinguida en Madrid. “El hecho de que estemos aquí, además, garantiza la preservación de la identidad de estos edificios”, añade el fotógrafo Miguel Ángel Tornero, de 41 años, que se confiesa inspirado por esta estética fría y decadente.
Madrid Río ha derribado la frontera entre Carabanchel y el centro; ahora lo interesante está a este lado
“Totalmente diáfano, sin columnas. Apto para oficina, almacén, taller u organización religiosa. Mucha luz”. Un anuncio en el portal inmobiliario Idealista oferta por 1.250 euros al mes una nave de 250 metros cuadrados en el mismo bloque donde trabajan los artistas. Precio y dimensiones imposibles de hallar en el centro. Su propietario confiesa que tiene otras cuatro naves más en alquiler que “no durarán vacías más de un mes”. Son espacios pensados para trabajar, pero algunos los han convertido también en su residencia a la espera de juntar todos los permisos. “No es cuestión de buscar una coraza legal, pero al vivir aquí cuidamos de un espacio que, si no, estaría abandonado”, defiende Javier Muñoz desde Casa Banchel, “un remanso de paz” oculto en las tripas de un desvencijado edificio que habita junto a Jorge Varela y Marko Zednik. Estos tres amigos, que se definen como “agitadores”, han sido determinantes en la mayoría de iniciativas culturales del distrito.
La pintora Ruth Quirce, de 45 años, apura un cigarrillo apoyada en el hombro de Aires. Sus creaciones geométricas plasman la lógica imprevisible del universo. Su mundo orbita ahora en torno a la galaxia Carabanchel: “Estamos enriqueciendo el barrio. No solo a nivel cultural, sino también porque compramos y consumimos en las tiendas y bares”. Por eso, ni ella ni sus compañeros acaban de comprender las pintadas que, con mensajes como “Hipsters, go home” o “El arte es de los ricos, fuera de aquí”, han aparecido en el polígono. “Es ridículo que nos culpen de la subida del precio de los pisos, cuando a muchos nos cuesta llegar a fin de mes”, se lamenta Quirce. “Pensar que el artista es el que gentrifica es algo bastante naíf”, añade Aires, que intenta quitar hierro al asunto con un chiste improvisado: “Voy a hacerme una camiseta con las pintadas. ¡Son fantásticas!”.
Art Banchel, el festival que desde 2017 organizan los estudios con charlas y performances, fue el detonante de ese malestar. El nombre elegido (un guiño a Art Basel, la opulenta feria suiza de arte moderno) se malinterpretó por un reducido grupo vinculado al movimiento okupa como un intento de importar un modelo cultural elitista. Pero la protesta no parece haber tenido un eco real entre los 38.000 vecinos de San Isidro. “La gente está contenta porque ve que pasan cosas que dinamizan su comunidad. Muchos suben a los estudios y se interesan por lo que hacemos. Incluso hemos tenido visitas de varios colegios”, asegura Quirce. Desde la Asociación Vecinal General Ricardos confirman esta buena sintonía. “Nos ha venido Dios a ver. En estas calles se está concentrando el mayor número de artistas por metro cuadrado de todo Madrid”, celebra su portavoz, Gabriel Lozano, que también resta importancia a la pelea de arrabales. “Hay gente a la que le encanta que esto parezca West Side Story”, zanja Aires.
El Instituto Europeo de Diseño (IED) es quizá la institución que más está contribuyendo a dinamizar el barrio. Hace tres años, sus responsables buscaban un lugar atractivo donde abrir su mayor centro de innovación en Europa. Tuvieron el olfato afilado al adquirir un edificio de cinco plantas en la avenida de Pedro Díez, coincidiendo con el desembarco artístico. La leyenda cuenta que en la azotea de esta vieja imprenta se organizaban sesiones de tango clandestinas en los años sesenta. La música porteña ha sido reemplazada por unas sombrillas estrafalarias que rasgan, como enormes antenas, el cielo de Carabanchel. Son la principal seña de identidad de una poderosa incubadora de talento de la que brotan iniciativas transversales con impacto directo en la vida del distrito. Carabanchel Creativa es su último proyecto, y también el más ambicioso. “Con ayuda de la realidad virtual, invitamos a un grupo de vecinos a visualizar cómo se imaginaban la plaza de Almodóvar en un futuro”, explica José Fran García, al frente del City Lab, uno de los seis laboratorios que trabajan en el IED. “Dibujaron un floreciente espacio público alejado de su aspecto de abandono actual, con bancos, columpios y una grada para conciertos”. Auténtica economía creativa al servicio del barrio.
Comunicar lo que ocurre de puertas adentro, en los universos íntimos de cada creador, es quizás una de las asignaturas pendientes. Aunque hay algo de intencionado en esa ocultación, un efecto sorpresa que muchos se resisten a perder. En la zona más próxima al río Manzanares, la calle de Fernando Díaz de Mendoza es un recopilatorio de viviendas humildes, ultramarinos regentados por chinos, talleres mecánicos y algún que otro bar. Es sábado por la mañana y una procesión de ubers y cabifys desfila ante el número 9. Señoras enjoyadas, parejas de aspecto sofisticado y jóvenes con un look cuidadosamente desaliñado llaman al timbre de una vulgar puerta de aluminio. Han venido atraídos por el “exotismo y la aventura que para ellos supone cruzar el río en busca de propuestas alternativas en esta zona de Madrid hasta ahora muy estigmatizada”, explica Enrique Romero, uno de los socios de Pet Lamp, el estudio que acaba de inaugurar aquí su cuartel general. Se trata de un espacio de 800 metros cuadrados de cuidada estética industrial, lleno de piezas de diseño que, diseminadas sobre el suelo de hormigón pulido, convierten lo que fue durante décadas un taller familiar de ebanistería en un showroom con muebles y lámparas recién presentados en la feria de Milán. “Madrid Río ha roto la frontera de la M-30 que dividía la ciudad en dos. Y ahora lo más interesante está a este lado”, explica Álvaro Catalán de Ocón, el jefe del taller, de 43 años, desde la azotea, mientras señala la silueta de la capital en el horizonte. En la planta de abajo, dos invitados al selecto brunch dudan si comprar una mesa valorada en 40.000 euros de la galerista Rosanna Orlandi, mecenas y agitadora del negocio mundial del diseño. Sobre ellos cuelga una enorme lámpara tejida a mano por aborígenes australianos. Es una pieza única, hecha por encargo de la National Gallery of Victoria (Melbourne).
No muy lejos de allí, cerca del metro de Urgel, está el taller de moda de Moisés Nieto. Para acceder a él hace falta bajar una rampa por la que hace tres años solo transitaban coches. Las señales de vado oxidadas atornilladas a la entrada camuflan cualquier indicio de que unos metros más abajo se esconde este refugio creativo. En su interior, enfundado en una bata blanca con la solapa repleta de alfileres y una cinta métrica colgada al cuello, Nieto diseña, crea patrones, elije tejidos, corta, ajusta y confecciona. “En mi estudio de 10 metros cuadrados en Alonso Martínez estaba como una cucaracha en una caja de cerillas; no me compensaba seguir hacinado a cambio de estar en el circuito donde se mueve todo”, rememora envuelto en el vaho de la plancha con la que borra las arrugas de un vestido. A este diseñador malagueño de 35 años, barba poblada y gusto barroco le horroriza pensar que “Carabanchel se convierta en otro centro”. Aquí trasladó su negocio para no estar “a la vista de todo el mundo”. Nieto quiere pasar inadvertido excepto para las modistas que cosen sus creaciones en la vecina colonia del Tercio. Tenerlas cerca hace que pueda rectificar sobre la marcha cualquier imprevisto. “Un lujo”, dice. Él, como tantos otros que han apostado por el sur de Madrid, no quiere que se corra la voz: “Si abren cerca una cafetería hipster, me da un infarto. Eso ya lo tenía en Chueca o Malasaña”.
De Malasaña, precisamente, proviene la francesa de origen argelino Sabrina Amrani, recién mudada a Carabanchel. Esta galerista de 38 años, especializada en obras de Oriente Próximo, África y Asia, acaba de abrir su espacio en un garaje en la frontera entre los barrios de San Isidro y Comillas. Debutó con una exposición de Manal AlDowayan, una saudí conocida por sus reflexiones críticas sobre el papel marginal de la mujer en el mundo islámico: toda una declaración de intenciones. ¿Qué atractivo puede tener para una galerista mudarse a la periferia? “El arte antes de ser un lujo es un bien social. Y darlo a conocer es mi pasión”, asegura. Le puso en la pista de Carabanchel un artista coreano que vino hace dos años porque le recordaba muchísimo a Williamsburg, antigua zona depauperada de Nueva York convertida en la meca de lo alternativo. Consciente de que “nadie nace con el don de entender el arte moderno”, Amrani acude a diario a su nuevo barrio dispuesta a traducir a un lenguaje de la calle los mensajes, a menudo abstractos, de sus artistas. Así lo ha hecho con muchos vecinos, sobre todo estudiantes. “Me sorprendió su interés porque las galerías se perciben como sitios fríos y elitistas”.
“¿Por qué no cruzar
el río?”, pensó
la galerista
Sabrina Amrani.
“Mi compromiso es total con este barrio”
El entusiasmo de los artistas contrasta con el desconocimiento de muchos vecinos. Manuel y Ana son un matrimonio “del barrio de toda la vida” que vive en los pisos “de clase media” construidos frente a las viejas naves del polígono ISO. De la cocina de uno de ellos cuelga un cartel: “Aquí las mujeres paramos el 8-M”, una señal más del espíritu combativo de este barrio obrero. “No teníamos ni idea de que existiera actividad más allá de El Observatorio, el Gruta 77 y el Matilda (salas de conciertos con solera en la zona)”. Lo mismo le ocurre a Paloma, de 50 años, que vive dos manzanas más arriba y solo ha oído hablar “de pasada” de un movimiento artístico que “en el día a día pasa inadvertido”.
Carabanchel sigue siendo Carabanchel. Pero algo está cambiando. “Cuando preguntas a la gente de fuera qué conoce del barrio, siempre te dice lo mismo: ‘Manolito Gafotas, Rosendo, la plaza de Vistalegre y la antigua cárcel”, se quejan los padres de la cerveza artesanal Patanel, cuatro jóvenes carabancheleros que acaban de abrir su fábrica en el mismo bloque donde hay una escuela de idiomas, otra de yoga, una iglesia tibetana y una radio latina. Y, por supuesto, estudios de artistas. Así es la avenida de Pedro Díez, un collage urbano inesperado.
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