Soy miedica
Discernir de dónde viene el miedo y quién lo provoca es una labor política
No me cuesta reconocer que soy una persona miedosa. A mis 45 años hay temporadas en las que sufro terrores nocturnos. Soy incapaz de ver una película de terror y de leer literatura relacionada con posesiones satánicas o espíritus malignos. La profecía de Richard Donner me causó incontables horas de insomnio. Mi límite está en Drácula de Bram Stoker y en su versión cinematográfica de Francis Ford Coppola. Los seres sobrenaturales me dan muchísimo miedo, a pesar de ser atea. Será mi mitad gallega que me dice que haberlos haylos. Tengo miedo al dolor. No tanto al dolor físico, sino a ese dolor que anticipo por la pérdida de seres queridos, algunos de los cuales posiblemente se irán de esta vida antes que yo, tengo miedo a que la persona a la que más amo sufra o desaparezca. También miedo a una vejez indigna, a que se me acabe el trabajo (aprovecho, por cierto, para decir que no vivo de ninguna subvención), a enfermedades mentales. Tengo miedo a las arañas. Tengo miedo a la ignorancia y al odio.
El miedo hay que ganárselo, como el respeto. Mis fantasmas y Satanás se lo han ganado con siglos de literatura y narraciones fantásticas (entre las que incluyo la Biblia); se lo han ganado las arañas, con sus patas peludas, su veneno y sus fauces, que vistas bajo lupa son mucho más espeluznantes que el Alien de Ridley Scott; el dolor y la pérdida también se han ganado mi miedo (qué les voy a contar que ustedes no sepan por experiencia propia), así como lo ha hecho esta crisis que se ha convertido en sistema de producir precariedad y autoexplotación. El miedo a la ignorancia me lleva casi a una tautología que sin embargo no lo es: la ignorancia es el caldo de cultivo del miedo.
Les hablo de mis miedos para invitarles a que reflexionen sobre los suyos. ¿Se nutren sus miedos de ficciones ancestrales o de la vulnerabilidad de un cuerpo limitado?, ¿de las condiciones materiales de su existencia o de la incertidumbre de un futuro poco claro? En este momento de campaña electoral deberíamos pensar muy bien qué miedos están fundamentados y cuáles no, qué miedos crecen por los mecanismos de la provocación, el odio y la mentira, cuáles tenemos que tener en cuenta como amenazas reales. ETA no lo es, dejó de serlo en 2011. Quien sigue usando ETA en su campaña está jugando con el dolor de las víctimas y los rescoldos de un miedo que en algunos casos es comprensible por el trauma vivido, pero que no corresponde a la realidad vasca actual. Tampoco son una amenaza los inmigrantes: su acceso a la salud no vacía las arcas del Estado, de eso ya se encargó la corrupción del PP. Las feministas tampoco somos una amenaza, aunque algunos se sientan amenazados: ni odiamos a los hombres, ni vamos por ahí buscando a exmaridos inocentes para quitarles los hijos, ni abortamos niños recién nacidos. El independentismo, ese monstruo que quiere dividir España, necesita soluciones políticas, no demonizarlo porque es así como encontrar la solución se hace imposible. Amenazas inventadas, realidades exageradas y distorsionadas para que se cumpla eso de cuanto peor, mejor.
El filósofo Baruch Spinoza decía que “el afecto que dispone al hombre de tal modo que no quiere lo que quiere, o que quiere lo que no quiere, se llama temor, en cuanto el hombre queda dispuesto por él a evitar un mal que juzga va a producirse, mediante un mal menor”. Esta reflexión se puede aplicar al contexto actual, en el que discernir de dónde viene el miedo y quién lo provoca se convierte en labor política.
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