El país de las mujeres
La feminista estadounidense Charlotte Perkins Gilman imaginó en 1915 un mundo en el que la mujer se libera de su dependencia económica y vital del hombre
Ya no somos capaces de imaginarnos mundos utópicos en los que no haya injusticias, donde triunfe el amor, donde no haya pobreza ni degradación medioambiental ni tiranos. Las utopías han demostrado estar demasiado cerca del totalitarismo, la libertad se pierde en el camino que lleva a la construcción del mundo perfecto. Pero la mirada que imagina una sociedad justa expone siempre los males que la rodean. Así ocurre en El país de las mujeres, de la feminista estadounidense Charlotte Perkins Gilman, una novela utópica de 1915 que ha recuperado la editorial Guillermo Escolar Editor.
Perkins Gilman creía, como su contemporáneo el pragmatista John Dewey, que la igualdad entre hombre y mujer era imprescindible para avanzar socialmente. La educación, el voto, los derechos reproductivos de la mujer fueron temas sobre los que la autora escribió artículos y ensayos. Pero ¿cómo imaginaba esta científica social la sociedad perfecta? El país de las mujeres está poblado por unas amazonas pacíficas cuya religión es la maternidad, un país en el que hace 2.000 años no existe un solo hombre. No teman, las mujeres no los han asesinado ni han cometido un genocidio. La causa de su ausencia es una enfermedad que los aniquiló. Poco después ocurrió un milagro: una mujer dio a luz sin ser fecundada por varón y de ella nacieron otras con el mismo don de la partenogénesis, y así, poco a poco, fueron repoblando el país. A este lugar pacífico y armónico llegan tres exploradores que irán aprendiendo los avances sociales, económicos y políticos de las mujeres. Mientras ellos estudian su idioma, su cultura y su historia, ellas harán lo propio con el mundo del que provienen los hombres, dando así oportunidad de exponer todos los males contemporáneos: pobreza, hacinamiento e insalubridad en las ciudades, explotación de la mujer, guerras. Ellos se maravillan ante la independencia e inteligencia de las mujeres, ellas se horrorizan ante costumbres como el matrimonio, que somete a la mujer a una vida de encierro, pasividad y dependencia.
En Mujeres y economía, Perkins Gilman había reflexionado sobre la relación entre hombre y mujer como la única del mundo animal que se había convertido en una relación económica. El hombre, porque alimenta a la mujer, “se convierte en la mayor fuerza modificadora de su condición económica”, decía, y frena así el impulso de la mujer de crear y expresarse, convirtiéndola en débil e incompetente. El país de las mujeres es el resultado de la liberación de esa dependencia económica que es también vital. Los tres exploradores se sorprenden de la capacidad de subsistir sin hombres: hay coches eléctricos, edificios perfectamente construidos, ciudades limpias, se han erradicado las enfermedades y las guerras. Aquello que doblegaba a la mujer en el pasado, la maternidad, se transforma en amor perfecto y en la mayor forma de sororidad. El deseo sexual femenino, innecesario para procrear, ha desaparecido. El lesbianismo ni siquiera se insinúa. Y aquí es donde está la gran limitación de esta pensadora, donde la realidad se impone constriñendo la imaginación de lo posible: la felicidad y el progreso de la mujer sólo se puede conseguir extirpando su deseo y por medio de un milagro en el que el hombre no participa.
Hace un tiempo me preguntaba qué diría doña Emilia de la situación de la mujer actual. Hoy me pregunto qué diría Perkins Gilman sobre las declaraciones de Pablo Casado sobre la utilidad de la maternidad para contribuir al crecimiento del Estado. Seguramente pensaría que son la base de una distopía.
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