Franco y nosotros
¿Todavía calificamos de electoralista que se visite oficialmente la tumba de uno de nuestros más grandes poetas y se salude a los hijos del exilio?
No hace mucho escuché decir a José María Aznar que a él le preocupaba más la inteligencia artificial que el destino de los restos de Franco. La frase, con variaciones, se ha convertido en consigna. La inteligencia artificial es sustituida por la educación, por la sanidad, o por las generaciones venideras: “Pienso en los problemas de la gente y no gastaría ni un euro en la exhumación de Franco”. Curiosamente, nombran todos aquellos sectores que han visto esquilmados sus recursos bajo sus Gobiernos. Con lo que se recortó en sanidad o en educación, con toda esa gente que se vio desatendida o desahuciada, con la falta de vivienda social, con esa juventud que tuvo que rebajar sus expectativas de futuro, con la precariedad del empleo, con el alarmante aumento de la pobreza infantil en España, daba y sobraba para haber exhumado a Franco e identificar a todos esos cuerpos esparcidos por las fosas comunes de España. Puro cinismo entonces si se apela al esfuerzo económico o político que supone sacar los restos del dictador, y falta de compasión y humanidad con aquellos para los que sí es necesaria una reparación.
Hablan con ironía de la medida estrella de Sánchez porque traducen en fracaso las dificultades, irrisorias e irritantes, con las que se ha de enfrentar cualquier Gobierno español para comenzar a colocar las cosas (Franco incluido) en su sitio en una democracia que ha cumplido tantos años como disfrutó la dictadura. Pero si por alguien no ha pasado el tiempo ha sido por la familia del general sublevado, y no es de extrañar: el nuevo régimen político no les arrebató privilegios, ni la fortuna que a costa de un pueblo doblegado acumuló el dictador. En la prensa rosa tomaron el relevo, sin trauma, de los collares de doña Carmen al rastrillo benéfico de la hija y, de esta, a los amoríos de la nieta mayor, a la que se dedicaron programas en la televisión pública que daban cuenta de su vida alegre y de una sonrisa que sobrevivía a cualquier tragedia. Es ahora cuando dice sentirse acorralada por un país rencoroso que se empeña en no cerrar heridas y unos políticos que deciden reabrirlas; ahora, no se sabe si tanto por los restos del abuelo como por esas emblemáticas posesiones que se les reclaman, ha fruncido el ceño y afirma que España es un país imposible. ¡Desde luego que lo es! Lo que no se explican los otros nietos de aquella guerra nuestra es cómo la democracia ha sido incapaz de actuar con firmeza ante estas irregularidades; cómo no ha logrado un consenso a la hora de reparar a los hijos de las víctimas del franquismo, a los descendientes de los exiliados y honrar como merecen a aquellos que estuvieron a punto de sacar a España de un atraso pertinaz. ¿Todavía calificamos de electoralista que se visite oficialmente la tumba de uno de nuestros más grandes poetas y se salude a los hijos del exilio? ¿Qué deberíamos hacer con Machado, olvidar que hasta el mismo momento de su muerte abrazó la causa republicana? ¿Debemos leer su poesía obviando su compromiso político para no reabrir heridas? ¿Cómo debemos enseñarlo en los institutos?
La derecha española consideró siempre injusto que se la tachara de heredera de la dictadura franquista, pero les delata su resistencia a compensar a quienes todo lo perdieron. “Antes saldrá Sánchez de La Moncloa que Franco del Valle de los Caídos”. Es un chiste. Los que lo celebran con risotadas, ¿de qué lado están?
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