Las autoridades bien, gracias


LO QUE SE DIVISA al fondo parece una isla flotante en medio de un desierto de agua, un extraño conjunto de construcciones levantado sobre las olas. Pero son los cuerpos y las cabezas de un número indeterminado de inmigrantes a bordo de una embarcación en la que viaja el triple o más de las personas que caben en ella. De ahí el apiñamiento y la sensación de masa casi homogénea que producen, cuando son en realidad hombres, mujeres y niños dotados de una geografía corporal, de unos límites borrados por el temor al hundimiento, que los empuja al centro de la balsa. A eso se le llama ir a la deriva de forma literal no figurada, como decimos nosotros de quien no sabe qué hacer con su existencia. Ahí los tienen, emparedados entre un océano oscuro como el alma y una nube negra que da la impresión de ir a descargar sobre ellos toda la ira de los dioses.
He ahí un puñado de humanidad arrojado a la desesperación. La humanidad, de un tiempo a esta parte, perece así, a puñados surgidos de una mano gigante que los toma de la calle de un pueblo o de una ciudad y los arroja al océano como usted y yo echamos un puñado de garbanzos a la olla. Cada uno de los puntitos negros que se divisan desde la distancia moral desde la que los contemplamos corresponde sin embargo a un cráneo pensante, a un individuo. Por el interior de esos cráneos, como por el de usted o el mío, pasan imágenes y monólogos que tratan, suponemos, de aliviar el pánico, pues en esa aglomeración cabe también más miedo del que entraría en la suma de los cuerpos que la componen. Las autoridades, bien, gracias.
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