La escalada del nacionalpopulismo
Davos no tiene soluciones ni remedios, pero sus sensores funcionan
Davos es un sensor, una escena y un espejo. Como escena y espejo significa precisamente lo que el populismo combate, las élites mundiales, la globalización, los mercados abiertos, las fronteras sin controles. Pero como radar que capta las emisiones del mundo que viene también es una máquina de inteligencia e integración.
Aparentemente, puede domesticar también a los populistas, que aprovechan su escalada a la cumbre para vender ante las élites del dinero su mercancía menos ideológica, sus países como destino de negocios e incluso turismo. A fin de cuentas, es un escaparate para empresarios. Así actuó Donald Trump hace un año, cuando leyó un discurso, todavía controlado por el entorno aún atlantista y multilateralista, en el que reinterpretó su lema: América primero no significa América en solitario. Y así ha actuado Jair Bolsonaro, el nuevo presidente de Brasil en su primera salida exterior, en un breve e inarticulado discurso donde exhibió más conservadurismo reaccionario que ideología propiamente populista.
El trumpismo, del que Bolsonaro es la variante amazónica, iba a tener una presencia directa. Trump, más suelto todavía que el pasado año, y ya sin vigilancia de elitistas camuflados, quería repetir. No ha podido por el cierre de la Administración federal, que ha entrado ya en su segundo mes y es el más largo de la historia, debido a la pelea con el Congreso demócrata en torno a la financiación del muro con México, tan símbolo de esta presidencia como lo es Davos de la globalización capitalista.
Tampoco ha podido estrenarse en Davos el secretario de Estado, Mike Pompeo, aunque los organizadores le han concedido la indulgencia de una excepcional intervención en vídeoconferencia, la única perfectamente acorde con la escalada populista. En los mismos días en que crece el temor a un Brexit duro, se extiende el ejemplo de los chalecos amarillos o resurgen síndromes xenófobos entre europeos, Pompeo reivindica el nacionalismo y las fronteras, y exhibe las virtudes del miedo y de la disrupción, en consonancia con su ideario religioso fundamentalista, apegado a la idea de un apocalipsis previo a la salvación.
Si alguien tenía que responder, esta era Angela Merkel, asidua de Davos, con su exigencia de “un compromiso claro con el multilateralismo, ya que cualquier otra cosa solo terminará en la miseria”. Mientras Pompeo agita el espantajo del miedo como instrumento del cambio populista y Trump apenas reprime sus ansias de liquidar la OTAN, Merkel reivindica la estabilidad y la cooperación entre europeos después de la firma solemne del Tratado de Cooperación e Integración entre Francia y Alemania con el que los dos países se proponen avanzar en la defensa común.
Davos no tiene soluciones ni remedios, pero sus sensores funcionan. La disrupción no termina con la globalización, pero la transforma. Allí se ha prestado atención este año a las ideas de tecnonacionalismo y de tecnosoberanía, que tan bien riman con una disrupción nacionalpopulista, ahora en su apogeo, que en el límite se confunde con la tecnodictadura.
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