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PAMPLINAS
Columna
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La república más democrática de China

Captura de vídeo con reconocimiento facial en la sede de la empresa Megvii, Pekín.
Captura de vídeo con reconocimiento facial en la sede de la empresa Megvii, Pekín.The New York Times / Redux
Martín Caparrós

El auge tecnológico del país asiático permite ya el control de los ciudadanos a través de su puntuación online

NUNCA ES FÁCIL caminar por una calle de Shanghái. Yo caminaba, aquella tarde —calor, olores, multitudes—, y un mendigo me pidió una limosna. Abrí los brazos en el clásico gesto de no tengo y él señaló mi mano derecha, donde llevaba el móvil; yo no le entendí. Recién esa noche mi amigo Z. me explicó que últimamente los mendigos chinos aceptan transferencias electrónicas; que para eso hay que escanear ese código QR pegado al cuenco que te tienden y mandarles el dinero a sus cuentas de Alibaba o WeChat, las nuevas diosas. Alibaba es más conocida en Occidente; WeChat asoma ahora.

La fundó, en 2011, Ma Huateng. Ma tiene 46 años y más poder que casi nadie en China. Le dicen Pony porque Ma en inglés significa caballito, y es uno de los tres hombres más ricos de Asia —los rankings cambian cada mes—, con una fortuna de cerca de 40.000 millones de euros —los precios de las acciones cambian cada día. Pony Ma, por supuesto, va a los congresos del Partido Comunista.

Ma empezó su fortuna hace 20 años, cuando fundó con cuatro amigos una empresa que llamaron Tencent. La idea romántica de la pequeña compañía de garaje no aplica en este caso: Ma la radicó en las islas Caimán y su primer gran proyecto fue un servicio de mensajería online copiado de uno israelí, ICQ; una demanda lo obligaría a cerrarlo. “Fuimos enanos sobre los hombros de gigantes”, dijo Ma, con humor medieval.

Y empezó a ganar dinero con juegos online, pero su fortuna se consolidó cuando lanzó WeChat —en chino, Weixi—, otro sistema de mensajería que se fue llenando de funciones hasta que se transformó en el espacio que habitan, cada día, 1.000 millones de chinos. Allí se comunican, se muestran, se reúnen, se leen, se seducen, se callan, se compran y se venden, se pagan; allí, ahora, empieza a decidirse cómo viven.

El nuevo mecanismo se llama “crédito social” y aprovecha todo lo que los ciudadanos hacen online para ponerles unos puntajes que condicionan sus vidas. El Gobierno chino plantea establecerlo oficialmente en 2020; por ahora, lo están ensayando las grandes compañías como WeChat y Alibaba. Sus algoritmos —secretos, por supuesto— consideran cantidad de factores, desde el pago puntual de las deudas hasta el tipo de compras y de amigos que hace cada quien, su conducta en la web y en la calle, sus posteos y opiniones. En Shanghái, por ejemplo, un ciudadano puede perder puntos por no sacar la basura cuando toca o colarse en el tren o participar en un culto o no visitar a sus padres ancianos.

Son maneras: las grandes empresas occidentales usan esos sistemas de intromisión para venderte cosas o vender tus datos a quienes quieren venderte cosas o ilusiones o presidentes rubios; las grandes empresas chinas deben entregarlas a su Gobierno para que controle las actividades de sus súbditos. El principio, según documentos oficiales, está claro: “Si la confianza se rompe en un lugar, las restricciones se imponen en todos”. Así que, por debajo de cierta calificación, el proscrito no podrá comprarse una casa o un coche, alquilar una oficina, tomar aviones o trenes rápidos, irse de vacaciones o mandar a los hijos a una escuela privada.

Y lo curioso es que la mayoría de los chinos no parece preocupada por estas medidas. Los analistas suelen pensar que se trata de resignación —que el Estado tiene tanto poder que para qué oponerte— o de interés —que, mientras el Estado te asegure comida y confort creciente, que haga lo que quiera. Quizás olvidan que este régimen de partido único y control extremo es el sistema más democrático que China tuvo nunca. Tras milenios de monarquías absolutas y décadas de terror maoísta, su historia no registra ningún momento de más prosperidad y libertad. La democracia, como todo, es un concepto relativo. Para comprobarlo, basta con ver cómo vivimos.

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