El objetivo número 18 de la Agenda 2030
Los Objetivos de Desarrollo Sostenible son 17. Un hipotético punto adicional serviría para hacer triunfar la idea de que el ser humano comparte una naturaleza y unos desafíos que exigen la cooperación de buena fe
En 2015, Naciones Unidas aprobó la Agenda 2030, un plan con 17 Objetivos para el Desarrollo Sostenible (ODS) que abarcaban desde los relacionados con el clima y el medioambiente hasta los vinculados con la educación, pasando por la igualdad de género, el acceso al agua potable y a suministros esenciales o la seguridad y la paz, entre otros. Han transcurrido ya tres años de los 15 que se establecían como plazo. La recuperación económica tras la crisis de 2008 ha permitido avanzar en algunos indicadores, pero el balance no puede ser positivo. Y si miramos a España es difícil no sonrojarse.
Una de las iniciativas mejor saludadas del nuevo Gobierno de Pedro Sánchez fue crear un Alto Comisionado para la Agenda 2030, puesto para el que se nombró a la periodista y experta en política internacional Cristina Gallach. No dudo de la buena fe ni de la competencia de Gallach, pero si algo hemos aprendido de este Gobierno en los pocos meses que lleva en el poder es a juzgarlo por los resultados descartando las declaraciones de intenciones.
De momento, la Alta Comisionada se ha esforzado en lanzar el mensaje de que España se lo va a tomar en serio. Y es importante ganar credibilidad en este aspecto, porque lo cierto es que España no aprueba en ninguno de los 17 objetivos. Es obvio que no se ha hecho lo suficiente ni se ha tomado la Agenda 2030 como una prioridad nacional. Y, sin embargo, creo que debería serlo. No ya por una cuestión de principios, ni siquiera porque esté en juego el futuro del planeta (aunque ambos motivos serían más que suficientes), sino por las circunstancias políticas que vive la comunidad internacional en este momento. Es aquí cuando el logro de los ODS adquiere, en mi opinión, su más profunda relevancia.
Vivimos una ofensiva sin precedentes del nacional-populismo. No es una amenaza, sino una realidad incuestionable y de consecuencias muy concretas desde que los partidarios de abandonar la Unión Europea ganaron el referéndum de 2016 y apenas cuatro meses después Donald Trump se convirtió en presidente electo de los Estados Unidos. Posteriormente, la ofensiva populista sufrió derrotas electorales en Países Bajos y Francia -donde partía con serias opciones de victoria-, pero recientemente ha logrado un lamentable triunfo en Italia. Por otra parte, los gobiernos de Polonia y Hungría ya llevaban años con una deriva antidemocrática. Rusia y China, por su parte, también han conseguido victorias parciales en su influencia. De vuelta en Europa, el ideólogo de Trump, Steve Bannon, recorre Europa para agrupar a todos los populistas eurófobos bajo una misma plataforma con el objetivo de ganar las elecciones al Parlamento Europeo de mayo de 2019. No es catastrofista, sino realista, afirmar que la Unión se enfrenta a una grave crisis existencial.
Vivimos una ofensiva sin precedentes del nacional-populismo. No es una amenaza, sino una realidad incuestionable
El populismo del siglo XXI tiene pocos rasgos novedosos. En términos generales, es el mismo nacionalismo xenófobo que tanto daño ha hecho en otros momentos de la historia. Una de sus principales características es el aislacionismo y la desconfianza hacia las instituciones internacionales y hacia el orden multilateral surgido de la posguerra mundial. Trump entiende la economía y la política como un juego de suma cero, en el que lo que gana un país es lo que pierde otro, y lo mismo ocurre con sus imitadores europeos. Este punto de vista es falso: ignora los avances logrados en diversos campos, desde el comercio hasta la salud, gracias a la acción concertada de amplios grupos de países. También ignora las amenazas a las que se enfrenta el planeta, en especial las medioambientales. Los últimos negacionistas climáticos se refugian en el nacional-populismo.
Así las cosas, el debate público y la contienda política en el mundo de hoy tienen lugar entre los nacional-populistas y lo que algunos llaman globalistas y yo prefiero llamar liberales. Sé que es un término polémico, pero me parece el más adecuado para referirse a quienes creemos en el modelo democrático que ha hecho de las sociedades europeas y muchas otras las mejores para vivir. El populismo ataca las libertades propias de las democracias, socava el imperio de la ley y el Estado de derecho y trata de perpetuarse en el poder. Es agresivo interna y externamente. Pone en peligro conquistas que han unido a conservadores moderados y socialdemócratas durante todos estos años, el tipo de conquista que hace que definamos nuestro modelo de democracia como liberal. Las viejas rencillas entre centro-derecha y centro-izquierda resultan un tanto pueriles cuando tenemos llamando a la puerta a partidos y políticos claramente autoritarios y regresivos.
La búsqueda de acuerdos y consensos internacionales y la creación de marcos legales internacionales derivan de los principios liberales, como lo hacen los derechos humanos. Se basan en la convicción de que existe una dignidad humana común a toda la especie, con independencia de cualquier diferencia en color de piel, género o cualquier otra condición. El liberalismo al que yo apelo es amplio, inclusivo y no dogmático. Y, desde luego, es internacionalista y partidario del orden multilateral. Defiende que la cooperación puede arrojar beneficios para todas las partes y que los principales desafíos del momento son globales.
España no aprueba en ninguno de los 17 objetivos. Es obvio que no se ha hecho lo suficiente ni se ha tomado la Agenda 2030 como una prioridad
Por este motivo, creo que sin que nadie lo haya propuesto ha surgido un objetivo número 18, una especie de metaobjetivo sin el cual ninguno de los otros puede ser alcanzado. Consistiría en hacer triunfar la idea de que el ser humano comparte una misma naturaleza y unos mismos desafíos que exigen la cooperación de buena fe y unas normas comunes. Si dejamos de creer en esto, estaremos en un mundo de “sálvese quien pueda” con la característica añadida de que nadie podrá salvarse solo.
¿Y cómo alcanzar este objetivo número 18? Para hacerlo será imprescindible ganar elecciones como las europeas de mayo de 2019, pero no bastará. Será imprescindible mantener e incluso reforzar la apuesta por las instituciones y acuerdos internacionales, y entre ellos, muy destacadamente, por la Agenda 2030. Dicho de otro modo, para lograr el último objetivo habrá que alcanzar los primeros diecisiete. Esta es la importancia decisiva que tiene para todos los países -y muy destacadamente el nuestro -el compromiso con este proyecto global e histórico. Espero que el actual Gobierno de España y los que lo sucedan hasta 2030 lo tengan muy presente.
Beatriz Becerra es vicepresidenta de la subcomisión de Derechos Humanos en el Parlamento Europeo y eurodiputada del Grupo de la Alianza de Liberales y Demócratas por Europa (ALDE). Acaba de publicar Eres liberal y no lo sabes (Deusto).
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