¿Piso turístico o narcopiso? ¿Guiri o yonqui?
En la opinión de los autores, el populismo punitivo está calando peligrosamente en algunos barrios como el Puente de Vallecas, la Barceloneta, el Raval o Usera
En el último año estamos asistiendo a la reconstrucción de diversos movimientos vecinales como no habíamos visto hasta ahora. A partir de arengas mediáticas, nos encontramos ante discursos intercambiables, replicables barrio a barrio: de la Barceloneta al Raval; de Puente de Vallecas a Tetuán. En él se denuncian a dos chivos expiatorios, a dos Walking Deads, que fortalecen una realidad ficcionada propia de aquella película de culto: La noche de los muertos vivientes. La historia era la siguiente: unos vecinos acaban atrapados en una casa en Pennsylvania escapando de un grupo de zombis, que intentan entrar por todos los medios al interior de la casa y acabar con ellos. Además, esta colección de vecinos y vecinas heterogéneo encerrado en esa casa claustrofóbica, canaliza sus propios miedos hacia el interior del grupo, sucediéndose un conflicto tras otro mientras montan inútiles barricadas con las que salvarse del mal externo. Esa otredad monstruosa y homogeneizada bajo el arquetipo del zombi -un ser putrefacto, de cuerpo enfermo- vuelve a la vida para recordarnos la obsesiva e impúdica búsqueda de ascetismo y pulcritud social.
Y es que vienen del otro mundo. Dicho de otro modo, nunca son de aquí (o se les hace saber que no son de aquí). Los turistas borrachos son de algún país del norte de Europa donde "no saben beber" y "vienen a hacer aquí lo que no pueden hacer en sus países". Los yonquis ya no son como los de los 80, cuando las "Madres contra la droga" reclamaban que eran sus hijos, sus nietos, vecinos del barrio. Ahora no, ahora vienen de otros lugares remotos, a drogarse y a deteriorar el barrio. Como los turistas. Y si vienen de otros barrios, ya se sabe, no son de los nuestros.
Es la construcción social del enemigo público: hoy son los yonquis, los que menudean, los guiris, los turistas borrachos; en otros momentos, las bandas, las pandillas, los manteros, o por qué no, los jóvenes. La construcción de estos y otros chivos expiatorios se convierten en una medida de emergencia sumamente útil para un sistema en crisis que evita, por todos los medios, mirarse a sí mismo y a su propia decadencia.
La ciudad política, aquella que durante los años posteriores al 15M en 2011 hemos ido tejiendo, está siendo sustituida por la 'ciudad-queja', la 'ciudad-ventanilla única
De esta forma, se generan en los barrios auténticos escenarios de pánico, construyendo un afuera y un adentro, que producen distinción social ("yo no soy como esa chusma") y sensación de ascensión social ("yo no he pagado mi piso con el sudor de mi frente, para que ahora vengan…"). Del proletario al propietario: una de las exitosas victorias del régimen franquista tal y como profetizó el Ministro de Vivienda de entonces, José Luis Arrese. Así, la ciudad política, aquella que durante los años posteriores al 15M en 2011 hemos ido tejiendo, está siendo sustituida por la 'ciudad-queja', la 'ciudad-ventanilla única'. Se externaliza la gestión de los malestares sociales y se generan falsas expectativas a los vecinos y vecinas de los barrios, que en muchos casos buscan la arcadia feliz sin necesidad de equilibrar las condiciones materiales y reducir la segregación y desigualdad urbana.
Ese martilleo, ese franquismo sociológico, pervive con rasgos sociales propios
Y es que en el imaginario de estas nuevas asociaciones vecinales reaccionarias, un barrio limpio es sinónimo de un barrio decente. Ese martilleo, ese franquismo sociológico, pervive con rasgos sociales propios y nos trae reminiscencias de la persecución y encerramiento de vagabundos, pordioseros, rufianes, proxenetas y de "los ebrios habituales y los toxicómanos". Nos referimos, cómo no, a la Ley de Vagos y Maleantes. Iniciada en 1933 durante la Segunda República, continuaría en el franquismo, que añadiría en 1954 a los homosexuales a su lista de desviados y anómalos. Y es que a pesar de que esta ley se derogó en 1995 (previamente renombrada como Ley sobre Peligrosidad y Rehabilitación Social en 1970), algunos de sus puntos parecen más actuales -y reaccionarios- que nunca: "Los que, con notorio menosprecio de las normas de convivencia social y buenas costumbres o del respeto debido a personas o lugares, se comportaren de modo insolente, brutal o cínico, con perjuicio para la comunidad…".
El legado de estas leyes sobre la correcta civilidad y pureza moral de la ciudadanía está, lamentablemente, muy presente. Se repiten incesantemente alusiones a lo civilizado (aquel que merece ser ciudadano, por tanto tener derechos de ciudadanía y estar dentro) frente a la barbarie (aquellos que actúan fuera de la cultura hegemónica o de las normas y que por ende, deben ser expulsados y retirada su condición de ciudadanos/as). Y bajo esta distinción aparecen como setas plataformas vecinales contra la inseguridad: en Puente de Vallecas, en la Barceloneta, en el Raval o en Usera.
Un día se denuncia lo que algunas vecinas y partidos políticos como Ciudadanos en su eterno ejercicio de crispación política y rédito electoral barato denominan como narco-ocupación, haciéndonos pensar que vivimos en The Wire: así tenemos peleas callejeras que se convierten por la paranoia social en auténticas guerras entre cárteles de la droga, tal y como nos describe brillantemente Miquel Fernández en su libro Matar al chino, en el barrio del Raval.
Otro día, esta vez bajo unas formas y modales propios de un propietario de centro, de un hombre de bien, las quejas y el fruncir de ceño se lanzan esta vez contra las ruidosas maletas, las caras rojas como gambas sin pelar, los acentos colonizadores de otros lugares, las bacanales festivas y hedonistas del turista, su descarada desnudez en el espacio público; o se aplaude por redes sociales que otro joven ha muerto en esa tragicomedia que los medios llaman balconing. Pero no es nuestro joven, es británico. A otra cosa. Y de vuelta, la consigna ininteligible: "el barrio para quien lo habita".
Este populismo punitivo está calando en el cotidiano de la vecindad de algunos barrios, alimentando la guerra entre pobres y la ya fragmentada realidad social de estas zonas antes y después de la crisis
El resultado: asociaciones vecinales ad-hoc que denuncian a otros vecinos, que monitorean las actividades de edificios, que quieren apatrullar la ciudad y que siempre piden lo mismo: más control, más orden, más higiene y más policía. Este populismo punitivo está calando en el cotidiano de la vecindad de algunos barrios, alimentando la guerra entre pobres y la ya fragmentada realidad social de estas zonas antes y después de la crisis.
En nuestro país somos especialistas en inventarnos castigos sociales contra el desviado, al tiempo que nos alimentamos de una profunda hipocresía, tal y como nos recordaba polémicamente Amarna Miller. Gran parte de la campaña securitarista desarrollada en los barrios obreros, alimentada en el último año por algunos partidos neo-fascistas, se sostiene en datos inexistentes, correlaciones espurias o mitos que, a base de repetición, terminan siendo verdad.
Así, en Puente de Vallecas, en la periferia sur-este de Madrid, se repite incesantemente que existe un problema tremendo de inseguridad y que éste se debe fundamentalmente a un repunte masivo del consumo de heroína en Madrid ocasionado por el desmantelamiento del sector VI de la Cañada Real (ese otro gran chivo expiatorio madrileño, el recuerdo incómodo de que en la villa no todo va bien). Un análisis pormenorizado y suspicaz de este relato enseguida arroja incongruencias: ni ha habido un desmantelamiento masivo del sector VI, ni podemos confirmar que sus vecinos se hayan mudado al centro de la ciudad, ni el repunte de heroína es o debe ser una alarma social en la ciudad. A su vez, poca gente se pregunta dónde debería venderse la droga que consumimos en España, dado que estamos en la cabecera en el consumo de marihuana y cocaína en la Unión Europea, según el último informe del Observatorio Europeo de Drogas (2018). Tan solo queda clara una cosa: que su venta debe estar lejos, muy lejos de la ciudad formal.
No es nuestra intención deslegitimar los malestares de algunos vecinos y vecinas en barrios como Vallecas, el Raval o la Barceloneta. A nadie le gusta tener sucias sus calles o ruidos a todas horas (aunque en las críticas de estos grupos esté ausente la suciedad provocada por la contaminación o el ruido ensordecedor del automóvil en nuestras ciudades). Por el contrario, queremos comprenderlos profundamente y para ello es necesario preguntarse a qué responden estos miedos, qué se despierta junto con el reclamo de civilidad, decencia y decoro y qué posibles consecuencias puede llegar a tener. Más allá del peligroso populismo punitivo de ciertos partidos y vecinos reaccionarios, nos toca pensar cómo descolonizar las ciudades, cómo hacerlas feministas y mestizas. Y sobre todo, nos toca dejar de buscar atajos para luchar contra el dogma neoliberal que nos hace elegir, con el arte del trilero, entre 'libertad o justicia', entre 'seguridad o derechos'.
Begoña Aramayona es investigadora en la Universidad Autónoma de Madrid, especialista en securitización e informalidad urbana desde un enfoque feminista y decolonial.
Jorge Sequera es doctor en Sociología. Actualmente es investigador en la Universidad Nova de Lisboa y miembro de la Oficina de Urbanismo Social.
Este blog no se hace responsable ni comparte siempre las opiniones de los autores.
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