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Matam, la ciudad senegalesa donde el río se seca y el hambre aumenta

Un recorrido por el norte de Senegal, donde la pobreza y la falta de lluvias disparan cada verano las tasas de malnutrición infantil

José Naranjo / Vídeo: Nick Loomis
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Khadijatou Mody Saar se levanta cada mañana sin saber si podrá alimentar a sus hijos. “Si no comen nada, les digo que no estén mucho al sol del mediodía porque no es bueno con el estómago vacío”, asegura. Los pequeños están en el límite. En el rostro de Daouda, de seis años, se ve aún el rastro de la malnutrición, la misma que hoy sufre la inquieta Fatimata, de solo 16 meses. Mientras, en el secarral de Holdioldou, Alassane Mamadou Diallo se aferra a la remota esperanza de que sus nietos puedan estudiar, aprender un oficio y tener una vida distinta. Aunque este verano ha llovido algo más, el año pasado el agua fue esquiva y durante meses su único medio de subsistencia ha sido recoger madera muerta del menguante bosque. “No quiero esto para ellos”, se lamenta.

En la ciudad de Matam coexisten dos fronteras. Una es física, evidente: una exigua serpiente de agua, antaño caudaloso río, que atraviesa como un sable este páramo saheliano separando a Mauritania de Senegal. La otra es abstracta, invisible: la delgada línea que separa la vida de la muerte, la supervivencia de la derrota. Entre ambas transitan a diario los habitantes de esta castigada región senegalesa que un verano tras otro ven aumentar la malnutrición infantil aguda por encima del umbral de alerta del 15% al ritmo del avance del desierto y del descenso de la pluviometría. Cansados de ver pelear a los suyos, cientos de jóvenes emigran cada año. De ahí nace el proyecto Yellitaare, una iniciativa con fondos europeos y españoles y cogestionada por los Gobiernos de España y Senegal que pretende devolverles la esperanza. La tarea es titánica.

Un niño cabalga por el pueblo de Aly Oury, en el norte de Senegal.
Un niño cabalga por el pueblo de Aly Oury, en el norte de Senegal.Sylvain Cherkaoui

Es temprano en Aly Oury, un pequeño pueblo de 5.000 habitantes a 39 kilómetros de Matam, que se asoma al río Senegal, pero el sol ya impone su ley. Khadijatou Mody Saar camina entre los arrozales con paso decidido. Se dirige a su parcela. Este año, cosa inusual, ha plantado media hectárea de cuya producción espera tirar durante dos meses. No ha sido fácil. Para poder comprar las semillas y el abono y regar el terreno ha tenido que acudir a un préstamo, algo posible gracias a las tres cabras donadas por el proyecto Yelitaaré, que le han servido como aval. “Es la primera vez que poseo algo, ahora afronto el día a día con menos miedo, todos piensan que me he vuelto millonaria”, asegura con una sonrisa. A sus 38 años, esta mujer espigada pero firme, tercera esposa de Abdoul Soumaré y madre de siete hijos, no está dispuesta a tirar la toalla.

El grano no está aún listo, pero toca limpiar las malas hierbas que, además, servirán de alimento a las cabras. Khadijatou dobla la espalda en el arrozal mientras las pequeñas Aissata, Faty y Mairam, de 13, 11 y 8 años, bajan al río para hacer la colada. Aly Oury tiene dos colegios, hasta ahí todo bien, pero el instituto más cercano está a unos 4 kilómetros, en Nguidjilone. El problema no es tanto ir caminando bajo el sol implacable, porque no hay ni transporte escolar ni dinero para pagar una carreta, sino comprar las libretas, los bolígrafos, los libros, todo el material necesario. En la lista de prioridades, el sustento diario ocupa casi todo el espacio. Y eso preocupa a su madre. “Si no van a la escuela no podremos preparar su futuro”, asegura.

Hoy toca comer. Cuando la penuria aprieta suele aparecer algún vecino con un trocito de pescado seco, un puñado de arroz o unas verduras que echar a la olla. Mientras Aissata se encarga de controlar el caldero, Khadijatou excava con una pala un agujero en la tierra que servirá para instalar una letrina que mejorará la higiene y evitará enfermedades a los pequeños. Por la tarde, la matrona Halimata Niang aparece con su cuaderno de dibujos contra la malnutrición. Sentadas en cuatro alfombras a la sombra de una casa de barro, Khadijatou Mory sigue todo con atención. “¿Qué debe comer un niño hasta los seis meses?”, pregunta Niang. “Solo leche materna”, responde una mamá. “¿Y por qué?”, repregunta la matrona. Ante el silencio general añade: “Porque el pecho no es solo una vacuna para el bebé y evita que se ponga enfermo, sino porque es una manera de evitar embarazos muy seguidos”.

En Matam coexisten dos fronteras. Una es física, evidente: una exigua serpiente de agua, antaño caudaloso río, que atraviesa como un sable este páramo saheliano separando a Mauritania de Senegal. La otra es abstracta, invisible: la delgada línea que separa la vida de la muerte

Lejos del río, mismo hambre, problemas diferentes. En Holdioldou apenas son las ocho de la mañana y la familia Diallo ya comienza con su cotidiano ritual de preparar la carreta y los burros para ir a buscar agua. Si en Aly Oury la cercanía del río es un alivio, aquí el pozo más próximo está a unos 3 kilómetros que hay que recorrer cada día, al menos una vez. Van cinco, el cabeza de familia Alassane Mamadou Diallo, su mujer Hawa Diallo, su nuera Binta Djibil Ba con la pequeña Djenaba a la espalda y su hijo menor, Seydou. El camino serpentea entre árboles secos y casas de madera y paja y transcurre con placidez. La verdadera faena comienza al llegar.

Cientos de corderos, burros, vacas, caballos y personas se arremolinan en torno al pozo, auténtico pulmón de vida para los habitantes del lugar. Hay que esperar turno. Con una profundidad de 56 metros y ningún recurso mecánico o eléctrico a la vista, toca tirar de la cuerda. “Un día se va a secar”, vaticina con seriedad Alassane Diallo, jefe del pueblo, “habría que hacer otro mucho más profundo e instalar un motor, tuberías y grifos”. La capa freática más abundante se encuentra a no menos de 200 metros bajo el nivel del suelo, pero para llegar hasta ella hace falta inversión.

Tras unas dos horas de trabajo, al fin la veintena de garrafas de los Diallo están llenas y listas en la carreta. El camino de vuelta, con el sol ya en todo lo alto, se hace más penoso para los burros. Tras la comida, arroz con salsa de cacahuete, y un pequeño descanso para huir de las horas de más calor, Alassane Mamadou y su hijo Samba preparan la estructura metálica donde guardarán las tres cabras que acaban de recibir. “Nos han dicho que pronto traerán el macho, confiamos en que todo esto sea una gran ayuda para nosotros”, asegura.

Después, ambos salen a recoger madera muerta. “El año pasado apenas llovió y eso arruinó la cosecha de mijo. ¿Qué puedo hacer para tener algún ingreso?”, se queja Alassane Mamadou quien nunca ha escuchado hablar del cambio climático pero ni falta le hace, sabe que los viejos tiempos no volverán. “Antes sobrevivías sin un oficio, bastaba con plantar, esperar la lluvia y recoger. Ahora no, solo Dios sabe por qué. A Él le pido que mis hijos puedan encontrar su camino y que no tengan la misma vida que yo”, remacha.

El descenso de la pluviometría es la madre de todas las crisis. Harouna Sow, coordinador del proyecto Yellitaare, lleva una década trabajando en la zona y recuerda que en 2007 los pastores de la región llevaban a cabo su trashumancia solo en verano porque había suficiente pasto y agua para todos durante el resto del año. “En 2010 nos dimos cuenta de que habían adelantado su marcha al mes de mayo y en 2014 ya se iban en febrero. El año pasado fue tan catastrófico que se fueron en noviembre, hubo lugares donde ni siquiera se desarrolló la hierba. Algunos ni han regresado a casa desde hace un año y medio”. En solo diez años, la desertificación es palpable.

No muy lejos de aquí, junto al abrevadero bajo presión del pueblo de Patouki que da de beber a 10.000 vacas, la jovencísima Sotoro Diallo se encarga de controlar a los niños con malnutrición moderada. Bachir tiene un año y medio, pero empezó a tener complicaciones de salud cuando su madre, Djeinaba Abderramán Diallo, de 19 años, dejó de darle el pecho porque se había vuelto a quedar embarazada. En una casa próxima, Maimouna Yoro Sy está contenta y achucha a la pequeña Mariama, de 8 meses, con arrumacos y la mejor de sus sonrisas. La niña la mira, parece tranquila. Sigue malnutrida, pero mejora. La harina enriquecida compuesta de cereales, azúcar y vitaminas que reciben los pequeños con problemas de alimentación da muy buenos resultados.

Mientras tanto, en la capital departamental de Ranérou (unos 40.000 habitantes), el vicealcalde Ousmane Guele Bâ también siente nostalgia de otros tiempos. “Llovía, las vacas daban leche y el mijo crecía. Ahora, sin embargo, tenemos muchos niños malnutridos y eso genera un impacto en toda la región”, asegura. Le preocupa, sobre todo, la presión sobre los recursos. “Hasta esta zona del Ferlo se desplaza mucho ganado procedente de Mauritania y otros puntos de Senegal en busca de hierba y agua, pero no hay suficiente para todos. Y si no hay para el ganado, las personas sufrirán”, añade.

Yellitaare, una visión integral

Los departamentos de Matam, Podor, Ranérou y Kanél son el epicentro de la malnutrición infantil en Senegal. El proyecto Yellitaare surge como una iniciativa integral que pretende mejorar la respuesta de las comunidades a las crisis alimentarias que sufren mediante un mejor acceso a la tierra, al agua, a una alimentación variada y a servicios básicos de salud. Con una financiación de ocho millones del Fondo Fiduciario de la Unión Europea para la lucha contra las causas de la migración irregular y un millón más de la Cooperación Española se pretende mejorar las condiciones de vida de 300.000 personas, 100.000 de ellas de forma directa.

La Agencia Española de Cooperación Internacional al Desarrollo (AECID) y la Célula de Lucha contra la Malnutrición (CLM) del Gobierno senegalés se encargan de ejecutar un proyecto que se lanzó en septiembre de 2016 con una duración inicial de tres años. Aún queda mucho trabajo por hacer, pero los primeros avances ya se pueden constatar sobre el terreno.

Más de 1.300 cabras sahelianas han sido repartidas entre 436 familias vulnerables, a razón de tres animales por hogar. Otras 300 familias han recibido cinco pollos y un gallo de raza. “Los hogares más necesitados y vulnerables tienen más fácil la gestión de los pollos, aunque sufren más mortalidad debido a los depredadores”, explica Harouna Sow, coordinador del proyecto. Las cabras, sin embargo, son más sostenibles. Finalmente, unas 50 familias se beneficiarán de la construcción de pequeños huertos junto a sus casas.

Y es que la tierra es una de las prioridades de Yellitaare. Está previsto el acondicionamiento de 100 hectáreas para el cultivo de cereales y arroz y una decena de huertos. En la zona próxima al río, el agua será extraída con motobombas mientras que en la zona del interior se construirán pozos de 320 metros. Uno de los platos fuertes serán las seis unidades de transformación que se destinarán al procesamiento del arroz y a la fabricación de harina enriquecida para niños con malnutrición. Además, se construirán cuatro unidades pastorales cada una con pozos propios y dos almacenes. “Asociados a ellas hemos previsto parcelas para el cultivo de forraje”, explica Sow.

Yellitaare ha ampliado las formaciones en prácticas culinarias, el apoyo a las cantinas y los huertos escolares, las sesiones de discusión con las madres de niños malnutridos y la alfabetización orientada a la mejora de la alimentación, en la que ya han participado 2.500 mujeres, sin olvidar el diagnóstico precoz de la malnutrición y la medida de peso/talla, que ya alcanza a más de 200.000 niños de entre 6 y 59 meses.

Este reportaje se ha realizado con apoyo de la Agencia Española de Cooperación Internacional al Desarrollo (AECID)

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Sobre la firma

José Naranjo / Vídeo: Nick Loomis
Colaborador de EL PAÍS en África occidental, reside en Senegal desde 2011. Ha cubierto la guerra de Malí, las epidemias de ébola en Guinea, Sierra Leona, Liberia y Congo, el terrorismo en el Sahel y las rutas migratorias africanas. Sus últimos libros son 'Los Invisibles de Kolda' (Península, 2009) y 'El río que desafía al desierto' (Azulia, 2019).

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