Al amigo que se quedó
¿Es más valiente el que se va o el que permanece? La autora repasa, tras un encuentro en Lima con un amigo del colegio, la vida de ambos en Caracas.
MI QUERIDO Vicente, hace unos meses nos encontramos en Lima, a medio camino de nuestras vidas actuales. Ibas a un congreso de literatura y yo presentaba un libro. Como académico aún conservas ese privilegio que son ahora los viajes para los venezolanos. Llevábamos mucho tiempo sin vernos, y nos quedaban pocas horas antes de que cada uno tomara su avión de regreso. Primero fue el ritual de repasar la lista. Los seis del colegio, los amigos de siempre. Andrea, que se mudó a Londres hace poco. Y Alberto, a Madrid. Carlos, desde hace unos años en Portland. Cecilia, por ahora en Panamá. Yo, en Santiago de Chile. Y tú, que te quedaste. El único de los seis. El único de toda la clase.
De adolescentes nunca imaginamos que no viviríamos en Caracas. El futuro no era un estorbo, como ahora. Crecíamos con la certeza de que íbamos a envejecer cerca, que nos veríamos cada tanto, que volveríamos a los lugares que hicimos nuestros. El Ávila. La quebrada Pajarito. La Cota Mil. La pizzería El León. Nuestra ciudad. Porque aunque yo hubiera nacido lejos, era mía también, me lo había ganado. El exilio nunca estuvo entre nuestros planes. Queríamos envejecer allí. Yo quería envejecer allí, arrugarme lentamente en la perfecta humedad del trópico.
En Lima recorrimos farmacias buscando pañales para adulto y medicinas, las que familiares y amigos te habían señalado cuidadosamente al partir. Decidiste que no comprarías ni harina ni lentejas ni azúcar. Para qué, contestaste cuando te pregunté si querías pasar por un supermercado. Y no supe si lo decías porque una sola maleta no alcanza para alimentar a tres hijos.
Esa tarde no hablamos del desastre que han hecho con el país. De la tragedia. De la hambruna. De los presos políticos. De los enfermos. Del horror. Para qué. Si sólo teníamos unas pocas horas para retomar las conversaciones que años atrás habíamos dejado en el aire, los libros, las películas, la comida, los amores, las cosas que nos gustaban, que aún nos importan. Para qué volver sobre lo mismo, lo que se lee en la prensa, en los grupos de WhatsApp, en Facebook, lo que se habla cada día en ese país sin tiempo ni espacio para la ficción.
Tengo experiencia como migrante, porque lo he sido toda mi vida. Migrar comienza con una huida, un salto hacia adelante. Y cuando uno es inmigrante, incluso una privilegiada como yo, como los amigos del colegio, como también serías tú de haber decidido marcharte, se suelen activar mecanismos de defensa en cuanto aterrizas en territorio desconocido. Uno de ellos es intentar pertenecer desesperadamente. O mimetizarse. Tratar de pasar inadvertido, volverse invisible, y siempre añorar.
¿Por qué te quedaste? Tal vez quisiste eludir todo eso, o simplemente no tuviste la posibilidad de elegir.
En Caracas llegaste a los puestos más altos. Si nos hubiéramos quedado, te hubiéramos adulado y pedido trabajo…, en tu envidiado gran puesto ganas 80 dólares al mes. Eso sí me lo dijiste con una mueca, tras el primer pisco sour. Y luego, con el segundo en la mano, regresamos a la ciudad que alguna vez tuvimos. Las calles que conocimos. Las esquinas y los rincones que tanto nos gustaban.
Mientras salen a miles por la frontera, a borbotones, como en un desangre, tú has decidido quedarte a verla morir. Como ese hijo que se queda hasta el final, toma la mano de la madre y se traga la tristeza de saber que está a punto de dejar de respirar.
¿Quién es el más valiente, el que se va o el que se queda?
El más valiente has sido tú, me hubiera gustado decirte en Lima.
Cada quien hace lo que puede, me hubieras contestado. Sonriendo.
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