¿Qué hacer con ellos?
PARECE LA GRAN VÍA un sábado por la tarde, pero es una granja de pollos en la que los animales andan sueltos para que sean más felices, eso es lo que he leído. Observados atentamente, dan la impresión de permanecer a la espera de algo, ellos no saben qué, de ahí el grado de perplejidad reinante. De uno u otro modo, a nadie se le escapa que el gallinero es una sala de espera. Si fumaran, muchos irían de acá para allá con un camel entre los dedos para aplacar los nervios. Es cierto que no están estabulados, como en aquellas granjas en las que la única actividad posible es la de sacarle los ojos de un picotazo al vecino de jaula. Pero tampoco disponen de gran intimidad. Cada 12 pollos tocan a un metro cuadrado: resulta inevitable, pues, que surjan roces y peleas. Los más pusilánimes prefieren salirse del barullo del pasillo central y observar la realidad desde las ventanas, entendiendo por ventanas las estructuras metálicas de la derecha del espectador.
El pollo es la proteína más barata de origen animal, de ahí su éxito. Yo los compro en bandejas plastificadas de las que contienen dos muslos. A veces me pregunto hacia dónde habrán ido la pechuga, las alas y la cabeza. Por muy cosificados que se nos presenten, y dada la información de que disponemos sobre su cría, resulta inevitable que el acto de meterlos en el carrito vaya acompañado de un leve gesto de contrición. Pero luego los tapas con las verduras, que proporcionan al conjunto un aspecto muy saludable, y te olvidas de todo hasta que llegas a casa y los congelas porque no sabes muy bien qué hacer con ellos.
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