La temporada interminable
Nuestro gran patrimonio culinario está más en la diversidad de ingredientes que en la propia cocina
La Amazonía es un descubrimiento eterno. Pasarán dos o tres generaciones más y apenas habremos llegado a conocer una mínima parte de lo que contiene. Me lo explica desde hace muchos años el limeño Pedro Miguel Schiaffino (Malabar y Ámaz) y desde hace algunos menos insiste en la idea el bogotano Eduardo Martínez (Mini Mal), empeñados en poner en valor los misterios de la despensa de la selva. Dedican su tiempo y sus cocinas a predicar la nueva de lo amazónico en un universo culinario que se resiste a escuchar. Tuvo que llegar una nueva hornada de profesionales, representada por el quiteño Juan Sebastián (Quitu) o la paceña Marsia Taha (Gustu) para ver el principio del cambio. No fue tan difícil, renunciaron a mirarse el ombligo y volvieron la vista hacia la despensa de una de las regiones más ricas, sorprendentes y desconocidas del mundo. Tampoco tienen demasiados seguidores, la decisión de abrir su cocina a productos tan marcados por la estacionalidad como los amazónicos implica riesgo y, sobre todo, un trabajo que sus colegas de mayor rango no quieren asumir. La temporalidad de los productos conlleva compromisos que pocos aceptan, aunque en otros lugares se entiendan como la parte más fascinante del trabajo de un cocinero.
Los grandes bosques húmedos de la Amazonía están lejos de los restaurantes que deciden las reglas del juego. No es fácil llevar los productos hasta las cocinas sin algunos esfuerzos añadidos, como conseguir proveedores estables y líneas de distribución consolidadas. La sierra en cambio está ahí, casi al otro lado de la ventana de las cocinas, y con ella no hay excusa, aunque sucede prácticamente lo mismo. La cordillera andina también es un vivero inagotable de productos, sabores, texturas y sorpresas que recorre la región. Una mirada superficial a lo que en Ecuador llaman hoyas interandinas, espacios naturales que se desenvuelven desde los 1.500 metros de altitud hasta los 4.000 de la puna, muestra algunas claves. Sus producciones son tan ricas, variadas y cambiantes que bastarían para transformar cada día la cocina de un buen restaurante. También aquí, alrededor de la línea ecuatorial, hay estaciones marcadas, aunque sean más difusas. Se rigen por el ritmo de las temporadas de lluvias. De ellas nacen casi cada día nuevos sobresaltos en el paisaje de los sabores, que casi nunca encuentro en los restaurantes de Quito.
Las cocinas de América Latina deberían hacerse grandes en la diferencia de su despensa, pero viven embarcadas en el tópico, no importa si estoy en Bogotá, Lima, Quito, La Paz o Santiago de Chile. Lo mires por donde lo mires, nuestro gran patrimonio culinario está más en la diversidad de ingredientes que en la propia cocina, pero nuestros cocineros decidieron dar la espalda a las estaciones y las temporadas naturales de los productos, renunciando a la baza de la naturalidad. Una cocina sin temporadas es una cocina sin alma.
La clave de la desidia me la daba uno de esos personajes que lo empeñan todo para poner en valor los productos más lejanos. Presentó una fruta casi desconocida a un gran cocinero, dejándole tan fascinado que decidió incorporarla a su menú. Solo hubo una condición: que no la sirviera fresca. Podía ser seca, en polvo, en almíbar, en vinagre, ahumada o en salmuera, daba igual cómo, siempre que no fuera fresca. En su restaurante no hay lugar para las estaciones; no importa si es primavera, verano, otoño o invierno, siempre se cocina lo mismo. El producto de temporada ha perdido su espacio en la alta restauración latinoamericana al mismo ritmo que ha ido desapareciendo el trabajo en las cocinas. Las cartas y los menús de los grandes restaurantes nacen para quedarse y acabar criando telarañas; pueden durar un año, dos y hasta cinco. La rutina y la indolencia implican un ejercicio de renuncia al sabor de los productos nacidos y cultivados en su temporada natural. La práctica de nuestros cocineros de referencia choca con su discurso público; predican la grandeza del producto para después ignorarlo en sus platos. La clave puede estar en el trabajo que implica el respeto a la temporalidad de la despensa; para cambiar la carta, estudiar las técnicas culinarias que lo ponen en valor, idear platos y perfilarlos.
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