El informe de Brodie
Se aleja el instante en el que pueda cumplirse aquella sabia y universal aspiración de Borges en 'El informe de Brodie': que algún día mereceremos no tener gobernantes
Un dirigente, un líder que quiera serlo realmente, tiene que convertirse en autoridad, es decir, en hombre o mujer con valores, ambiciones autolimitadas y respeto a la razón y a la verdad. En este punto, y en tiempos convulsos de posverdad, conviene recordar a Erasmo, quien en La educación del príncipe cristiano, hizo una analogía especialmente hermosa y certera: que el preceptor o asesor que envenena con malas ideas o malos consejos el corazón de un príncipe es tan criminal como el canalla que envenena un pozo de agua del que bebe una población entera y con eso envenena a todo el mundo. Eso es lo que hacen los malos gobernantes, envenenar el pozo del que bebemos todos, personas e instituciones.
Necesitamos líderes que vayan más allá de las jerarquías: que estén comprometidos, que sean fiables, creíbles y motivadores, cómplices y orientados hacia los demás, hacia todos los demás; que escuchen y dialoguen y no busquen siempre culpables, sino que en plena era digital sean capaces de armonizar talento y tecnología además de gestionar equipos de personas de distintas generaciones y con diferentes habilidades. Que sepan garantizar la igualdad de oportunidades, la diversidad, y la participación de todos en el proyecto común. La excelencia empresarial, por ejemplo, será una quimera, un imposible, si no luchamos decididamente contra el subempleo y el trabajo indigno, porque la primera obligación del empresario, además de dar resultados, crear empleo, ser innovador y competitivo, es ser integro y decente.
Muchos dirigentes, políticos o empresariales, se han dejado atrapar por las vanidades del puesto o del poder. Han malgastado su autoridad y la función de perfeccionamiento que deben atesorar. Mucha gente, la sagrada opinión publica, está harta de esas imposturas y quiere empresas e instituciones que cumplan la función social y racional para la que fueron creadas, y que no se conviertan solo en fuentes de enriquecimiento de dirigentes con pocos escrúpulos y ambición desmedida.
Muchos dirigentes, políticos o empresariales, se han dejado atrapar por las vanidades del puesto o del poder
La democracia exige dirigentes, gobiernos, empresarios e instituciones que sean transparentes y acepten rendir cuentas como una obligación y nunca como una humillación; que procuren la solución de los problemas que preocupan a los ciudadanos, respeten las leyes y los bienes que son de todos, aunque el cuidado y la gestión estén solo en sus manos. Autoridad significa, en muchos aspectos, austeridad en las pulsiones: las viejas virtudes de la sobriedad, solidez, sencillez, ausencia de adornos y trabajo sin alardes, “estilo olivar” (dando frutos sin hacer ostentación de flores), huyendo de falsas promesas y mentiras, liquidando estructuras y organismos innecesarios e inoperantes.
No ha sido así, y no está siendo así. Quizá por aquello de Nietzsche de la “voluntad de poder”, o quizá por otra voluntad que también él formuló: la “voluntad de apariencia”. La imagen o el adorno está desplazando al argumento y la apariencia (incluso la mentira) a la verdad, como ya pasó con los sofistas en Grecia. Los “sofistas” modernos, mucho más descarados y menos cultos que los antiguos, luchan por ser los primeros, los más listos y aparecer en los papeles como protagonistas indiscutibles. Pero un líder, un dirigente o una autoridad debe esforzarse por cumplir la fórmula de Kant, los tres principios del progreso: cultivarse, civilizarse y moralizarse.
Hemos dejado en el camino lo que Orwell llamó la decencia común, la infraestructura moral básica que construye sociedades y personas de excelencia
Cuando hace casi ochenta años Orwell escribía que “decir la verdad es un acto revolucionario”, probablemente estaba pensando —visionariamente— en lo que nos está pasando, que la propaganda se está apoderando gravemente de la realidad y de la verdad. Hemos construido una sociedad rabiosamente narcisista en la que, olvidando valores como esfuerzo, trabajo y decencia, los protagonistas son la fama efímera, la superficial y la tolerada irreverencia, o un culto al dinero a veces visiblemente obsceno para la inmensa mayoría. Hemos dejado en el camino lo que Orwell llamó common decency, la decencia común, la infraestructura moral básica que construye sociedades y personas de excelencia.
Y se aleja el instante en el que pueda cumplirse aquella sabia y universal aspiración de Borges en El informe de Brodie: que algún día mereceremos no tener gobernantes.
Juan José Almagro es abogado y doctor en Ciencias del Trabajo.
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