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Punto de observación
Columna
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Nosotros, por nosotros

La prórroga de unos presupuestos no puede ser considerada un proceso anodino, muy al contrario

Soledad Gallego-Díaz
Rajoy antes de su reunión con el presidente del Banco Interamericano de desarrollo.
Rajoy antes de su reunión con el presidente del Banco Interamericano de desarrollo.Uly Martin

La vida política española dejó de estar normalizada allá por octubre de 2015 fecha en la que, un mes fuera de plazo, el entonces presidente del Gobierno Mariano Rajoy disolvió las Cortes y el Boletín Oficial del Estado publicó la convocatoria de unas nuevas elecciones. Estamos a febrero de 2018 y no parece que esa normalización este todavía al alcance de la mano. No solo por el problema planteado por la loca e ilegal carrera del independentismo catalán, sino también por el extraño diseño de la legislatura que hizo el propio Rajoy.

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De octubre de 2015 a octubre de 2016 no hubo más que un Gobierno en funciones. Y cuando Mariano Rajoy logró, tras una serie de retorcidas peripecias, ser de nuevo investido, no lo hizo asegurándose una mayoría parlamentaria que le permitiera gobernar con cierta normalidad durante toda la legislatura, sino mediante un acuerdo puntual, que le hacía a él, de nuevo, presidente del Gobierno pero no le garantizaba nada más. Así pues, la anormalidad se ha ido instalando en todo los aspectos de la vida política. La aprobación de los presupuestos de 2016 fue inusual: el Gobierno los presentó en pleno verano para lograr la luz verde antes de disolver las cámaras. El de 2017, que se aprobó gracias a un acuerdo previo con el PNV, pasó por el Congreso como una exhalación, mediante una fórmula exprés muy poco frecuente, y dejó “alicatado” el cupo vasco hasta 2021. Los presupuestos generales el de 2018 están guardados en un cajón y el país se las arregla por el momento con la prórroga del anterior. Más anómalo aún, el Gobierno da a entender que podrían estar prorrogados todo el tiempo que le venga bien, incluso todo el año, como si esa situación excepcional, prevista solo para espacios cortos de tiempo, se hubiera convertido de la noche a la mañana en algo lógico.

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Nunca se reprochará suficientemente a Carles Puigdemont, Artur Mas y a los dirigentes de la Asamblea Nacional Catalana y el Ómnium su responsabilidad en la excepcionalidad que se ha instalado en la vida política catalana y española. Su capacidad para emborronar los límites de la realidad haciendo creer que lo insólito es uno de los espacios en los que se mueve la democracia ha hecho un daño formidable. La democracia exige el mantenimiento de los carriles institucionales y pretender que lo que queda fuera es normal y anodino, es una decisión de alto riesgo. Lo que queda fuera de esas vías merece un examen muy atento y cuidadoso y en ningún caso es insustancial. Y eso es aplicable a Puigdemont, pero también a quien le sustituya finalmente como presidente de la Generalitat.

Y por supuesto es también aplicable al Gobierno central. La prórroga de unos presupuestos no puede ser considerada como un proceso anodino. Muy al contrario, si el presidente del Gobierno no es capaz de garantizar su aprobación dentro de un plazo razonablemente corto debe plantearse la dimisión de su Gobierno. Eso es lo que requiere la normalidad democrática. Los presupuestos son la ley que define la política de un Gobierno y si el Gobierno no dispone de mayoría parlamentaria para llevarla a cabo, no dispone de legitimidad democrática para continuar en el poder. Es bastante simple y así se entiende en prácticamente todas las democracias avanzadas. Es, se mire como se mire, de puro sentido común. Como dijo el propio Rajoy, en una de sus célebres frases “Lo más importante que se puede hacer por vosotros es lo que vosotros podáis hacer por vosotros”. Nosotros, por nosotros, debemos exigir el regreso a la normalidad democrática.

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