El espíritu de la hierbabuena
Sabe que su madre no la escucha desde hace mucho tiempo, pero por alguna razón la echa más de menos ahora que hace veinte, treinta años.
SE HA levantado muy pronto esta mañana. A solas, en la cocina, ha ido depositando los ingredientes del caldo en la olla más grande, la ha llenado de agua y la ha puesto a hervir antes de desayunar. En ese momento, todavía estaba bien, tranquila. Cuando el líquido alcanzó la ebullición, bajó el fuego y estuvo un rato mirándolo, calibrando la potencia mínima para mantener una cocción constante. Después, fue a ducharse. En ese momento, casi sin darse cuenta, empezó a hablar con su madre.
No le pasa sólo en Navidad, pero le pasa todas las Navidades. No es una cuestión de fe, que no tiene, ni de esperanza en la vida eterna, que tampoco. Sabe que su madre no la escucha desde hace mucho, mucho tiempo pero, por alguna misteriosa razón, la echa más de menos ahora que hace veinte, treinta años. Sabe que es un espejismo, y sin embargo, siente que la imagen de una mujer mucho más joven de lo que ella es ahora, tan joven como cuando murió, la refleja igual que un espejo, y no en sus virtudes, sino en sus defectos. Es un fenómeno perverso, injusto con ella misma, pero no puede evitarlo, porque ha sido madre sin tener madre y en esa ausencia ha madurado, ha criado a sus hijos, ha acertado algunas veces y se ha equivocado muchas más, y todo lo ha hecho sin el cobijo incondicional, el apoyo arbitrario y decisivo que el amor de su madre le habría proporcionado. Por eso, cada año la Navidad le gusta un poco menos, aunque siente que la necesita, como si la explosión anual que la acecha hoy también desde el interior de una vieja olla esmaltada representara un requisito imprescindible para seguir adelante.
Sabe que su madre no la escucha desde hace mucho, mucho tiempo pero, por alguna misteriosa razón, la echa más de menos ahora que hace veinte, treinta años
Ay, mamá, y espuma el caldo con cuidado, lo prueba para comprobar el punto de sal, añade un par de granos de pimienta, qué difícil es todo… Así, poco a poco, empieza a hablar sola, con ella, en la cocina aún desierta, esta mañana de Nochebuena en la que su familia aún duerme. Y pasa lista a sus viejas preocupaciones, y a las nuevas, hace balance del año que termina, y no sabe por qué, hasta las cosas que han salido bien le dan ganas de llorar. Ay, mamá… Es una mujer afortunada y lo sabe. Su vida no es perfecta porque ninguna lo es. Los años le han enseñado a desconfiar de las esplendorosas familias de las fotografías, traicionando el fondo oscuro, sucio, que el roce de una simple uña hace aflorar tras la dorada pátina de la ejemplaridad. Sus hijos están bien, están sanos, tienen toda la vida por delante, pero ella podría haberlo hecho mejor, mucho mejor, y sus errores desfilan por su memoria como un ejército en formación año tras año, de Navidad en Navidad, mientras el aroma del caldo perfuma el aire de su casa. Ay, mamá… En la espiral líquida y caliente que se desata en su interior, de vez en cuando es capaz de razonar, de recordar las cosas como fueron y que la vida de su madre no se pareció a la suya, que ella no tuvo otra profesión que la de ser madre, que a eso dedicó todas sus energías y aun así cometió errores, pero ni siquiera la verdad es capaz de consolarla, de extirpar la humedad que empieza a acumularse entre sus párpados, mientras su marido, sus hijos, la pillan hablando sola esta mañana, como todos los años.
¿Qué te pasa? Nada, que estoy triste, es que la Navidad me pone triste… Ay, mamá, ayúdame, cógeme en brazos, bésame en la frente, cántame una nana, dime que soy la mejor, absuélveme de mis pecados, tú, que eres la única con poder para hacerlo… Así pasa el día, y el caldo alcanza un punto óptimo de espesura, de sabor, y el horno se enciende, y el horno se apaga, y el asado espera la llegada de los invitados, y la cena se convierte en una tarea colectiva en la que todos ayudan, poniendo la mesa, preparando el turrón, revoloteando por la cocina, a su alrededor. Hasta que llega la hora de volver a ducharse, de vestirse, de arreglarse, de afrontar la prueba suprema, y abrir el cajón de la nevera, y sacar el manojo de hierbas verdes que no ha querido ni mirar hasta ahora.
Su madre aromatizaba el caldo con hierbabuena cada Nochebuena de su infancia. Mientras la sumerge en la olla este año, como todos, cierra los ojos y, por un instante, siente que ella ha vuelto, que está a su lado. Y eso vuelve a ser lo mejor, y lo peor, de esta Navidad.
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