La parálisis de la ira
Casi diez años después de la Gran Crisis, no se han hecho ajustes en el sistema
No se sabe a ciencia cierta en qué momento exacto la silenciosa mayoría social se convirtió en una masa furiosa y estridente. No hay un antecedente claro de los procesos que han ido acumulando frustración, desesperación y hasta odio en las contiendas electorales, pero queda patente que se ha impuesto la idea de que, aunque se pierda, se puede impedir que el adversario gobierne.
Si se observa el abanico político mundial y las recientes elecciones en varios países, podemos encontrar un fenómeno que afecta incluso a la Alemania de Angela Merkel —una de las naciones más poderosas del planeta, que controla la Unión Europea— porque el regreso de los nazis al Bundestag tras los comicios de septiembre pasado se debe a la furia de los votantes, al desacuerdo con el sistema y a la incredulidad ante la capacidad de autoregeneración de la democracia.
Han pasado varias semanas desde que la canciller alemana se impusiera en esas elecciones y Alemania sigue sin Gobierno porque, como sucede con tantos Ejecutivos débiles, no puede consolidar sus políticas, pero tampoco puede frenar el voto de la ira.
El último caso ha sido la primera vuelta de las elecciones presidenciales de Chile donde, una vez más, fallaron las encuestas. Se pensaba que, tras el fracaso del Gobierno de Michelle Bachelet, desencadenado por muchas razones pero entre ellas los escándalos de corrupción familiar, el claro favorito, aunque por poco, era el multimillonario Sebastián Piñera.
Sin embargo, como sucedió en España con Podemos, en Estados Unidos con el éxito del reality show de Donald Trump o con el triunfo del Brexit en Reino Unido, nadie contaba con que el Frente Amplio representado por Beatriz Sánchez, una periodista sin experiencia apoyada por los jóvenes, por la ira, el desencanto y el desencuentro de la sociedad con sus Gobiernos, se situase como la tercera fuerza política en Chile con el 20,27% de los votos.
En ese contexto, el caso español merece una mención independiente. No solo porque Podemos ha ido consolidándose como una nueva fuerza política, sobre todo en las últimas elecciones generales en las que ganó Mariano Rajoy, sino porque la falta de convicción de una parte de la población española hacia el sistema no se explica sin fenómenos tan graves como el separatismo catalán, que volverá a las urnas legítimas el próximo 21 de diciembre.
No es que un fantasma recorra Europa. Se trata de una enfermedad que está atacando al sistema democrático y solo nos dedicamos a tratar de entender los efectos, desechando una y otra vez las causas. En mi opinión, las causas están claras: casi diez años después de la Gran Crisis, no se han hecho ajustes en el sistema y sus responsables, muy diversos, han quedado sin castigo, ignorando la hecatombe social posterior que ha supuesto la ruptura del contrato social. Resultado: multiplicación de los problemas y confusión de diagnósticos, mientras el enfermo no mejora.
La democracia depende de muchos factores y tal vez el menos importante sea el mero hecho de depositar el voto porque, si no se han ejercido previamente los valores y derechos sociales, el dictamen de las urnas nace ya descalificado o se usa por aquellos que sencillamente no sienten la necesidad de cambiar el sistema en su conjunto.
No hemos querido mirar atrás, ni hemos abierto ni cerrado las carpetas que marcan la diferencia entre el siglo XX y el XXI. Es verdad que una de las características principales de estos tiempos consiste en que los dueños del planeta no tienen ningún programa económico, ni social, solo tienen juguetes en forma de software con el que controlan las principales bolsas de valores y que les da un poder que no saben usar.
Pero también es cierto que el sistema ya no es sistema, ni el político, ni el económico, ni el social, y ahora se pretende pasar la página de una catástrofe como la de 2008 sin pagar casi ningún costo o, en todo caso, que ese precio lo paguen los ciudadanos.
Nos estamos concentrando en explicar el qué, pero a casi nadie le parece importarle el por qué. Por eso, cada vez tenemos más Gobiernos que, más allá de ser representaciones de actos democráticos, terminan por convertirse, ante el desacuerdo una gran parte de la población, en una manada de administradores mediocres en medio de una realidad muy dolorosa.
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