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Obesidad y hambre

En 2014, más de 1900 millones de adultos de 18 años o más tenían sobrepeso, y más de 600 millones eran obesos

Un tercio de los alimentos que se producen en el mundo se pierden o desperdician. En los países en desarrollo las limitaciones económicas provocan grandes pérdidas y en los países más industrializados el comportamiento del consumidor genera ingentes desperdicios. Esto hace que la oferta de alimentos se reduzca a cerca del 70%. Pero esta no es la única causa de tensión entre la oferta y demanda alimentaria. El avance demográfico, situado cerca de los 7.500 millones de personas, y el acceso a una dieta mejorada en los países emergentes inciden sobre la demanda de alimentos y las inclemencias climáticas reducen su oferta.

A pesar de ello, la producción mundial de alimentos responde sobradamente a las necesidades actuales. A diferencia de la hipótesis malthusiana sobre la imposibilidad de la raza humana de asegurar el sustento alimentario, la producción sí ha progresado a un ritmo superior a la aritmética demográfica. Por mucha que sea la insistencia de una interpretación convencional del hambre como un problema de escasez de alimentos en el mercado, la FAO ha llegado a reconocer que “resolver el problema del hambre en el mundo es una cuestión de acceso y distribución”.

El acceso a los alimentos no siempre es suficiente, ni adecuado. Buena cuenta de ello es el acelerado aumento de la obesidad. Como máximo exponente de la malnutrición, en 2014, más de 1900 millones de adultos de 18 años o más tenían sobrepeso, y más de 600 millones eran obesos frente a los 800 millones que el Banco Mundial señala como hambrientos. La mayoría de la población mundial vive en países donde el sobrepeso y la obesidad se cobran más vidas de personas que la insuficiencia nutricional. Y, es que, la obesidad ya no es exclusiva de los países ricos. En países de desarrollo humano bajo como Sudán, Guinea Ecuatorial, Nigeria, Suazilandia, la media estimada del índice de masa corporal (IMC) en adultos de más de 18 años supera los valores normales que establece la OMS (entre 18´5 y 25). De hecho, China, que ocupa el puesto 90 de 188 en el Índice de Desarrollo Humano de 2015 del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), comparte con Lesotho, en el puesto 161, el mismo índice de obesidad (35). Por el contrario, este índice no registra ningún país con tasas de prevalencia de bajo peso (entre 16 y 18´5). Países como Etiopía y Eritrea que ocupan los últimos puestos del índice, superan la media de 20.

Pero este índice excluye a colectivos vulnerables como los niños y niñas menores de 5 años. Una etapa determinante para el desarrollo psíquico y físico donde la alimentación juega un papel fundamental. En los países de ingresos medios y bajos, los niños son más propensos a recibir una nutrición prenatal, lactante y de niño pequeño insuficiente, al tiempo que están expuestos a alimentos hipercalóricos ricos en grasa, azúcar y sal y pobres en micronutrientes (y más baratos). Estos hábitos alimentarios hacen que coexistan obesidad infantil y desnutrición, una pesada “doble carga” de morbilidad.

Ambos problemas son incógnitas de la misma ecuación: un acceso desigual a los alimentos. Esto sitúa en el centro del debate la globalización financiera. El sistema internacional ha apostado por criterios de rentabilidad global por encima de la garantía local de acceso a los alimentos. Una oportunidad que las corporaciones transnacionales han aprovechado para monopolizar el sistema agroalimentario y reproducir una beneficiosa (des)regulación, dejando atrás cuestiones determinantes como la seguridad alimentaria global, el respeto ambiental y un consumo energético sostenible.

Kattya Cascante es profesora de Relaciones Internacionales de la Universidad Complutense de Madrid.

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