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EL PULSO
Columna
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Los árboles que no dejan ver la belleza

¿Qué ocurriría si descubriéramos que ‘Las Meninas’ lo pintó un discípulo menor de Velázquez?

Mural pintado por Banksy en la puerta del palestino Rabea Durdana.
Mural pintado por Banksy en la puerta del palestino Rabea Durdana.Ibraheem Abu Mustafa (Reuters)

Hace unos meses, el fotógrafo Belal Khaled estafó a uno de sus vecinos gazatíes comprándole por 175 dólares un mural que Banksy había pintado en la puerta de su casa durante un viaje a Palestina. El vendedor, ignorante y seguramente pobre, con la vivienda al parecer destruida por las bombas israelíes, aceptó sin rechistar la propuesta, e incluso tal vez imaginó que el estafador era él. El banksy puede valer cientos de miles de dólares, pero el secreto de la estafa consistía en ofrecer muy poco, pues si Khaled hubiera prometido dos o tres mil dólares –manteniendo un beneficio aún descomunal–, el comprador habría sospechado y se habría echado a perder el engaño.

En 2007, el diario The Washington Post hizo un experimento malévolo. Le pidió al violinista Joshua Bell, uno de los más reputados del mundo, con un caché exorbitante, cuyas actuaciones en los mejores teatros del mundo no estaban al alcance de cualquiera, que se convirtiera durante una hora en músico callejero. Joshua Bell aceptó el reto, se puso una gorra de béisbol, cogió su Stradivarius y se plantó en una estación del metro de Washington para interpretar piezas de Bach o el Ave María de Schubert. Recaudó algo menos de 33 dólares, y sólo siete personas se detuvieron durante unos instantes para escucharle con atención.

La cuestión que se planteaba el periódico con el juego era la siguiente: “¿Es capaz la belleza de llamar la atención en un contexto banal y en un momento inapropiado?”. Pero podríamos reformularla más ácidamente: “¿Somos capaces de distinguir la belleza si ninguna autoridad nos advierte de que es bella?”.

Félix Ovejero indaga sobre éste y otros rompecabezas estéticos en El compromiso del creador (Galaxia Gutenberg), donde asegura que una de las cuestiones que traen de cabeza a los filósofos del arte es la de “los fakes, esas obras que, después de descubrirse el verdadero autor, pierden todo su valor, sin que nada en ellas haya cambiado, y que, naturalmente, son excluidas inmediatamente del museo”. ¿Qué ocurriría si de repente descubriéramos por algún documento escondido e irrefutable que Las Meninas lo pintó un discípulo menor de Velázquez o que Puccini plagió la melodía del Vissi d’arte de una opereta mediocre?

La mercantilización del arte y el ensalzamiento de la democracia cultural nos llevan a laberintos fascinantes que muchas veces pueden ser ilustrados con historias divertidas. El propio Ovejero cuenta en su libro una de ellas, protagonizada por el pícaro González-Ruano, que organizó en París una exposición con cuadros falsos de Giorgio de Chirico sin imaginar que el pintor visitaría la ciudad en esos días. Asustado por la posibilidad de ser descubierto, y haciendo de la necesidad virtud, se fue a ver a De Chirico y le rogó que acudiera a la muestra para certificar que los cuadros eran auténticos, porque tenía miedo de que le hubieran colado alguna falsificación y no quería ser cómplice del engaño. De Chirico fue en efecto a la exposición y sólo desautorizó tres o cuatro cuadros de todos los expuestos.

¿Lo sublime se encuentra en el fondo del corazón humano, en la glándula pineal, en la tradición canónica, en la magistratura de los popes culturales o en el precio dinerario de las obras de arte? ¿Nos conmueve la belleza que encontramos mientras viajamos en el metro o sólo la que trae certificado de calidad y denominación de origen, convenientemente etiquetada? Si al abrir la puerta de nuestra casa viéramos un banksy, ¿sentiríamos algo, una emoción distinta que no fuera la codicia? El novelista Miguel Ángel Hernández, que es profesor de arte y en Intento de escapada (Anagrama) reflexionaba sobre los límites del hecho artístico, lo tiene claro: “El valor de las obras acaba condicionando la experiencia que tenemos de ellas. No creo en la pureza interior; incluso allí opera lo social. La emoción nunca es ingenua”.

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