Amor de madre
La escritora Paz Alicia Garciadiego relata cómo el desgarrado cariño de una mujer hacia su hijo acaba convertido en odio
Espío, finjo que duermo, simulo el ronquido acompasado del sueño. Procuro no moverme. Cada tanto dejo que la cabeza siga el ritmo sin ton ni son de los bebés, los tarados y los viejos.
Te veo.
Descubro tu silueta enorme, simiesca, tu cráneo alargado y me digo: ¿será también mi culpa porque no quise hacerme la cesárea? Ellas, las parteras, estaban dale que dale: “Le sacamos a la criatura de un tajo. Mire que si el oxígeno, que si los daños, que le puede salir idiotita”. Bueno, no dijeron idiota, pero ellas y yo lo entendimos.
Me impuse. Saliste al mundo como Dios manda, embarrado de sangre y placenta, apachurrado, con la cabeza de huevo aplastada por las paredes del túnel en el que creyeron que te quedabas atrapado.
El abrazo de la madre.
No, tonto no fuiste. Feo sí. Feo con ganas. Los brazos largos, los hombros caídos, los ojos aviesos, regordete, piernicorto. Qué le íbamos a hacer. Padre feo como mico y madre con cara de cucaracha en bisagra.
Y así vas por la vida, con la facha de bobalicón que te has forjado a base de toneladas de Gansitos Marinela.
Pero decía: tarado no eres. Controlas a la cuadra, levantas negocios. De los que me cuentas y de los que no me puedes confesar. Lo sé. Ni que fuera pendeja. “Hoy en la tarde, Jefecita, cierro la puerta y no me llame, aunque se haya mojado de orines”. Escucho voces. No maldices, no insultas. Asientes con voz baja. Andas de criada de los canallas. Los malos, les dices, y eres su gato.
Son tus jefes, lo sé. Ni que no me diera cuenta. Ni que me importara. Pagan.
Tus idas nocturnas a mi cama no comenzaron hasta que se nos murió el tirano
Más vale que paguen y que paguen bien pagado. Que paguen por la madrugada que vinieron a partirte la madre.
Me escondí en la alacena. Ni se te ocurra llamarme, te dije.
Oía tus aullidos y sus berridos. “Ya no la cuentas, cabrón, ora si te rompemos la verga”. Te dejaron madreado, acobardado, zarandeado.
Luego me dijiste: “Me caí de la escalera porque la idiota la trapeó con agua enjabonada”. Me armaste una faramalla para que no me diera cuenta de que me saliste disminuido, rajón, desangelado, culero. Igualito a mí. Por eso me hago guaje.
Durante el día te espío por la ventana. Lo sabes, pero te haces. Finges, armas teatro para que yo diga: “Mi hijo es el gran trinchón de la pradera”.
Pero no digo nada de nada. No oigo, no me importa. Yo me quedo quietecita, ovillada en mi rincón, ajena a todo y a todos. Ajena a ti.
Porque no quiero recordar que se viene la noche y cerrarás la puerta, bajarás la cortina metálica del estanquillo, correrás a gritos y sombrerazos a los vagos que juegan en la maquinita y vas apagando las luces de la planta baja.
Y tus pasos se irán acercando, mientras avientas las chanclas en el armario y mordisqueas un pan que agarraste al vuelo.
Llegarás a mi cuarto y me besarás la mano, y me inventarás el día. Lo que hiciste, lo que tornaste.
Te dejarás caer en la cama. Mi cama, nuestra cama. Te irás quitando la ropa con fastidio, para finalmente acurrucarte en tu lado de la cama. De nuestra cama.
Y yo me haré que no siento y no escucho, simularé mi sopor, mi sueño.
Paz Alicia Garciadiego
Paz Alicia Garciadiego
Nació en Ciudad de México en 1949 y ha destacado como guionista trabajando junto a su marido, el cineasta Arturo Ripstein, para quien ha redactado los libretos de muchas de sus películas. Entre otros galardones, en 2000 ganó el Premio del Jurado al mejor guion en el Festival de Cine de San Sebastián por La perdición de los hombres.
Pero luego, así como si nada, giraré lentamente.
“Duérmete, mi niño, duérmeteme ya, que viene el coco y te comerá”.
“Así, como antes”. Y te quedarás profundamente sumido en un sueño chato. Juntitos.
Tú, tan tranquilo. ¿Y yo? ¿Yo qué? ¿Por qué me obligas noche a noche a ver tu derrota?
¿Qué carajos hice yo? ¿Cuál fue mi culpa para que me salieras tan errado, tan descoyuntado? Reprocho tu soledad, la mía.
Búscate viejas, págalas. No me hagas recordar que eres lo único que tengo y que soy lo único que eres.
¿Acaso de chiquito te toqué o dejé que me tocaras? No me vengas con esas frases.
¿Qué te abusé? Ni sé bien qué es esa palabra. Cuando tu padre te arriaba a golpes con el cinturón de hebilla de plata, yo te tapaba con mi cuerpo. Te cuidaba.
Nos tundía a los dos. Lográbamos refundirnos en el baño. Ahí nos quedábamos la noche entera. Yo te tapaba los llantos con la mano y tú me mordías el puño con dientes de gato.
Una vez a tus cuatro años trataste de succionar de mi pecho leche cuajada. Pero ya fue tarde. Ya estaba seca.
Yo seca y tú bigardón, mira nada más qué parejita que hacíamos.
Una tarde, aquella, entraste al cuarto. Yo me quitaba la ropa. Te me quedaste mirando ahí desde la orilla del armario.
No nos dijimos nada. Yo te clavé la mirada en esos ojos redondos de rana que Dios te dio. Ya eras un hombretón, no simules, no te hagas.
Pero no te engañes, ni me engañes; durante las largas horas de esa tarde, yo no era hembra.
Yo no era hembra, tú no eras macho.
Éramos los dos solos de siempre.
Era nada más que tu padre estaba al lado tieso de muerte. Fue nuestro regalo. Una cuelga.
Lo dejamos caer al lado de la mesa, no movimos ni un ápice por él.
No nos dijimos nada. Nos quedamos quietos, en silencio; dejando pasar el tiempo.
Llamamos a la ambulancia cuando el cuerpo ya estaba rígido.
Lo enterramos a la carrera. Un velorio escuálido, tú, yo y la muchacha que limpiaba. Ni un curioso se coló.
Cuando nos quedamos solos, sin sus gritos, sus cinturonazos, sin su bigotito de cantante pintado con betún, nos cayó el chahuiscle.
Hasta ese día yo me decía: “La culpa es del padre. Él es el que lo tiene timorato, aletargado, como conejo azorrillado”.
Pero se murió tu padre y nada. Seguiste siendo aquel gigantón desguanzado con olor dulzón en la boca. Olor a carroña.
Seguías buscándome, bebiéndome el aliento, procurándome los caprichos y las necedades.
Envejecí antes de tiempo para espantarte de mis enaguas. Decidí apagarme como vela.
Desistí de salir, de hacer la compra, de bañarme, de peinarme.
No dejé de tener amigas. Nunca las tuve.
Y tú, hijo amoroso, seguiste a mi lado. No tomaste por asalto la libertad que la muerte de tu padre y mi vejez te brindábamos.
Pero ya solos, en esta destartalada casona de la colonia Lindavista, tu amor por mí me pudrió el alma
Entonces construimos la rutina. Yo, en el cuarto. Tú, en la calle. Fuera de la casa, simulando fuerza. Aparentando ser el rey del barrio.
Luego, cuando la calle se quedaba a obscuras y el silencio la tomaba, entrabas a casa.
Me hacías mimos. Me dabas de comer en la boca; yo escupía los pedazos para obligarte a que los empujaras otra vez en mi boca desdentada.
Me traías mameyes de color profundo y carne blanda que ibas a buscar hasta el meritito mercado de Jamaica. Me costaba rechazarlos.
Pero me hacía la de la boca chiquita. Tú me dabas mamey, yo lo escupía.
Horas nos pasábamos en la cocina, alumbrados por un foco pelón, batallando.
¿Cómo explicar la repugnancia que despierta el amor? ¿El amor unívoco, vasallo de un hijo?
Mientras más me idolatrabas, más se hacía patente que la causa de que fueras el que eras fue mía.
Por años culpé a tu padre. Su talante áspero, gruñón; sus raptos de violencia desenfrenada eran la salida fácil para explicar por qué te habías arruinado en la crianza.
Torpe, solitario, arrastrado todo por obra de su padre. Punto.
Y yo la madre humillada y ultrajada, libre de cualquier yerro.
Pero ya solos, en esta destartalada casona de la colonia Lindavista, tu amor por mí me pudrió el alma.
Solitarios en la casa te sumiste en mi seno. Me llenaste de melaza.
Porque la verdad: tus idas nocturnas a mi cama no comenzaron hasta que se nos murió el tirano.
Entonces fue cuando te acurrucaste a mi lado. Entonces cuando te dormías en mi pecho y me pedías perdón de quién sabe qué carajos.
Te convertiste en un solterón ridículo, enorme, solitario.
Eres la prueba de mi fracaso, del que la única culpable soy yo.
Yo que te hice mi remedo, medroso, melindroso.
Me empeñé en parirte con el dolor de mi vientre y te dejé marcado con mis aullidos de parturienta. Te até a mi cuerpo.
Desde entonces he procurado alejarte de mí a patadas.
Fracasé. Ahora estamos los dos viejos. Olemos igual. No te soporto más, no me soporto. Ha llegado el momento.
Lo urdí: corrí a la cuidadora, esa mujerona de pocas palabras y menos sonrisas. Te dije: “Quiero un varón de enfermero, desconfío de las viejas argüenderas”.
Caíste. Me saliste bien pendejo. Trajiste un mequetrefe flacuchiento reclutado de la cauda de narcomenudistas de barriada que tú controlas.
Tenía un tatuaje en el brazo, aro en la nariz, camiseta sin mangas, aire y sabor de malandrín. Perfecto.
Tres días lo observé sin hablar.
Me miraba con sus ojillos de obsidiana, rodeados de tupidas pestañas de aguacero. Recorría el cuarto, hacía cuentas, calibraba con la mirada: el tanque de oxígeno, mis santos, la infinidad de medicinas que rodeaban mi cama cual corona de espinas, la tele. Lana, lana y más lana.
Mi tufo de enferma lo ahogaba. Tocarme cuando me daba de comer le provocaba arcadas. Le pedí que me sacara de entre los dientes un pedazo de pollo atorado, vomitó más de media hora.
Era tu antítesis. Ese pequeño canalla, de haber sido mi hijo, me habría robado y pegado; por eso iba a ser mi espada, mi liberador, el tuyo.
Cuando le pedí que te matara, me miró con ojos azorados, tanteando el terreno para saber quién era yo. Por qué lo hacía.
Le dije que te odiaba, que ibas a matarme, que querías mi dinero. Le dije lo que el mundo de las telenovelas lo había entrenado a escuchar.
Le ofrecí dinero.
Al día siguiente no vino, calibraba mi oferta.
Al final apareció. Le señalé dónde estaba la caja fuerte. Le dije que luego de que te matara le daría la combinación. Se escondió en la tina armado con el cuchillo de la cocina.
Cuando llegaste te expliqué que se había escapado. Otra vez estábamos solos.
Me diste de comer, masticando la comida por mí, metiéndomela en mi boca desdentada. Masajeaste mis pies helados de culebra de monte. Me procuraste.
Igual a otras noches, te metiste en la cama y me diste la espalda.
Era el momento. Cuando el truhán escuchó tus jadeos, salió del baño.
Cerré los ojos. ¿Sabes? No quería ver tu última mirada.
Ahora el rufián abre la caja fuerte. Le di la combinación. El tarado casi no pudo memorizarla. Tuve que ayudarlo.
Tu cuerpo enorme ensangrentó mi pecho, como cuando te escurriste de entre mis piernas en el parto.
Ahora te puedo decir “hijito” por primera vez en años.
Mientras, el mequetrefe se guarda los billetes y las joyas. Está decepcionado. Creía que el botín era mucho más grande.
Voltea y me mira con furia.
Toca mi turno, no le queda más que matarme.
Y ya muerta, ¿de quién será la culpa de haberte chiqueado, arruinado?
Ya muerta no podré avergonzarme de ser tu mamá.
No tendrás que buscarme.
Te di la vida, te doy tu muerte.
¿Qué más puedes pedirle a una madre?
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