Jorge Luis Prats: “El estilo es la gracia, lo que te diferencia en todo”
Es uno de los pianistas latinoamericanos más destacados, capaz de entender a los compositores clásicos a través de la música popular
A Jorge Luis Prats le resuenan dentro los sones de boleros que, como banderas, compusieron sus tíos en Cuba. A través de ellos, ha sido capaz de entender mejor a Bach, Schubert, Brahms, Chopin o Beethoven que en un conservatorio. Nómada, indómito, curioso, teórico por experiencia e intuición, este pianista cubano que pudo dar el salto desde una familia humilde de Camagüey a París, Moscú o Viena como estudiante aprendió su arte atento al tiempo de los consejos que le pudieran venir tanto de Bebo o Chucho Valdés como de Arturo Rubinstein.
Prohijado de Alejo Carpentier –“era como mi padre”, confiesa– y ahora inspiración de muchos jóvenes músicos por todo el mundo, Prats se revela como un insólito ejemplo de independencia, tesón y estilo propio. Se ha ganado un heterodoxo respeto entre los grandes, ha tocado en todos los templos occidentales, pero también en Corea del Norte. Lucha con la Iberia de Albéniz y le echa sus pulsos a las sonatas de Beethoven para librarlas de dificultad y que queden en sus manos, dice, “como la seda”. Prats vive y piensa la música con la cabeza de un obseso descifrador de signos ocultos, pero la ejecuta con el ritmo de su cintura perceptible al piano para que resuene tan profundamente sensual y física como evocadora.
Así que fue el primer superviviente de su madre tras tres partos en Camagüey… Cuba era un país pobre. La Habana, una maravilla, pero en el campo no había recursos. Yo vengo de una familia extremadamente humilde. Mi abuelo era granjero, mi provincia es ganadera, en el llano.
¿Creció entonces alejado de Mozart y Beethoven? Mi familia estaba repleta de músicos. Mi abuelo paterno tocaba el saxo y la flauta. Mi tío era un gran flautista, pertenecía a la Orquesta de La Habana cuando la dirigía Erik Kleiber. Todos los hermanos de mi abuelo eran músicos también, algunos muy reconocidos, las canciones de uno de ellos, Jaime Prats, son como himnos en Cuba todavía. Yo estoy seguro de que el pedigrí existe.
Y el piano, concretamente, ¿de dónde le viene? Chico, yo creo que no es cuestión de instrumentos. Todavía yo me estoy preguntando si soy pianista. No estoy muy seguro porque, a mí, el piano no me interesa. Mira, tocarlo es algo muy fácil.
Mozart era el perfecto jodedor. Componía lo que estorbaba a la corte
¿En serio lo dice? Todo el mundo llega, pone el dedo sobre una tecla y produce un sonido. Desde ese punto de vista mecánico, es el instrumento más fácil. Yo no soy capaz de tomar un arco de un violín y tocar una nota, me suena a gato. El piano es una herramienta. Pero después te pasas toda la vida descifrando la música. Eso es lo que yo llevo dentro. Mis grandes maestras han sido mi familia y la vida. Imagínate cuál fue mi formación. Mi padre me cantaba temas de sus hermanos, boleros que eran poesías. Con la misma venía mi abuela y quería pasodobles o fados, al tiempo yo era ya organista de la catedral episcopal, donde interpretaba corales de Bach, música inglesa. Los fines de semana, con una banda, tocábamos a The Beatles, que estaban prohibidos en Cuba, pero de los que teníamos un disco. ¿Qué es lo que creció aquí adentro? La cultura popular, yo soy un músico de la calle, pero me encanta decirlo porque, la verdad, todos a quienes admiro lo fueron. Y las raíces de toda la música que consideramos clásica, de Bach a Schubert, son populares.
Cierto. Lo que pasa es que el tiempo las sacraliza y de ahí vienen ventajas pero también problemas. Mira Brahms. A mí me crearon un trauma con Brahms. Cuando me hablaban de él, le metían una filosofía, había que saber tanto que uno se empieza a aterrorizar. Yo viví durante muchos años la tragedia de que me encantara pero no me atreviera a hacerlo. Óigame, cuando yo me pongo a ver su música, donde hay drama, pero nunca tragedia, el grado de ritmo, melodía y cosa popular que encierra, yo digo: ¡señor, lo puedo tocar junto a un bolero!
No está mal la mezcla. ¿Y Mozart? Era el perfecto jodedor. Componía sus óperas con los argumentos que más estorbaban a la corte. A ver si tú me vas a decir que Mozart era un filósofo, ahí, extraterrestre. ¡No! Tenía los pies en la tierra y de qué manera. Por eso lo gozamos tanto. Albéniz, igual. Hasta que no descubres que Lavapiés, de la suite Iberia, está inspirada, como me enseñaron mis amigas madrileñas, en el revoltijo de los organillos, no puedes tocarlo. Cuando escucho a la gente teorizar sobre compositores, así, en plan pedante, me pregunto: ¿para qué hablarán tanto? Si la música se creó para no hablar tanto. Lo más difícil en todo esto es el estilo.
¿No tanto el porqué se hace sino cómo se hace? El estilo es la gracia, lo que te diferencia en todo. Lo aprendí de mi primera maestra. Fue Margot Rojas, alumna de Alexander Lambert, que fue a su vez discípulo de Liszt. Pero aparte de ella, fui muy amigo de Villalobos, que a su vez lo era de Alejo Carpentier, otro de mis maestros en el arte…, como un papá para mí. Lo conocí en París y nos hicimos amigos en la época que escribió El arco y la sombra o La consagración de la primavera. Siempre decía que sabía algo de literatura, teatro, pintura, pero de música… Era un erudito. Qué bien humanizó la música, él puso a bailar una conga, de nalgas y en fila, a Bach y a Händel, señores, qué maravilla. Eso es estilo.
De La Habana se largó a París. ¿Para qué? Al concurso Marguerite Long-Jacques, con 19 años.
¿Y qué pasó? Que me gané todos los premios. Mira, en la vida, hay gente que pasa de casualidad, otros tenemos el privilegio de verla desde la primera fila. Hay que creer en algo, además. Existen cosas muy grandes que no ocurren de casualidad. Yo respeto lo que creen los demás, pero me cuesta mucho decir en qué creo yo.
Hagamos un ensayo. Te aseguro que creo no ser un privilegiado al haber recolectado emociones por gusto. Vienen a mí, no las he buscado. Existe algo que actúa en mi favor. Los muy religiosos piensan que es Dios, pero el que me diga a mí que Dios le habló a la oreja, me lo llevo para el psiquiatra. En qué crees, qué te mueve, en qué confías… Hay dos tipos de personas. Quienes se guían por la razón siempre están jodidos.
¿Por qué? La razón dice que te tienes que levantar a las ocho, ir al trabajo, responder esta llamada, pagar tales cuentas… Si te guías por eso, no vives.
Eso no es la razón, es la obediencia. Da lo mismo.
No creo, la razón puede conllevar rebeldía. Para mí, no. Hay otros hombres que se guían por intuición. Un ejemplo: me levanto por la mañana, tengo que salir y al hacerlo no aparecen las llaves. Media hora hasta que las encuentras porque se han colado por una rendija del sofá. Cuando estás en la calle, cae un aguacero, vas rápido para el coche, pero metiste los pies en un charco y te has mojado los zapatos… ¡Señor, no vayas! ¿Tú me entiendes?
Claro. Pero no me ha dicho qué fe profesa. Mi vida ha transcurrido más bien entre católicos. He tenido amigos en la jerarquía de la Iglesia.
¿Y fe en la revolución tuvo alguna vez? La conozco, fui educado en sus principios, tuve oportunidades grandes gracias a ella, pero no creo mucho en la política.
¿Y fe en la posrevolución? Es muy tarde a estas alturas para hablar de lo que no estoy seguro. Lo que se dice hoy puede variar mañana. Yo he vivido mi infancia y todas mis épocas con Fidel, un hombre genial, con un grado de elocuencia sobrenatural. Estratega de sus propios propósitos, con quien nadie pudo. Estar de acuerdo o no, del balance, no estoy seguro. Si la política sirve para progresar, me gusta que vayamos a mejor, no a peor. Pero yo soy músico.
Jorge Luis Prats
(Camagüey, Cuba, 1956) es uno de los pianistas latinoamericanos más reconocidos del mundo. Tras estudiar en La Habana, consiguió una beca Chaikovski para proseguir su formación en Moscú junto a Rudolf Kehrer. Ganó en 1977 el Premio Marguerite Long-Jacques Thibaud, la prestigiosa competición parisiense, el mismo año en que participaban, entre otros, Ivo Pogorelich. Se formó también en Viena y desde los setenta ha labrado una prestigiosa carrera en Europa, América y Asia. Su repertorio es una mezcla de música latina con grandes nombres clásicos, a los que suele hermanar. Maestro en grandes conservatorios a nivel internacional, Prats es un referente del piano actual.
Usted, problemas con el régimen, no ha tenido. Ha podido entrar y salir siempre libremente. La verdad es que no, nunca. Problemas tuve otros, pero no de este tipo. Me movía con toda libertad: estudié en París, luego en Moscú, después me iba para Colombia…
O a Corea del Norte… ¿Cómo fue tocar allí? Conocí un país peculiar. Fui allí a tocar La canción del pino verde en la colina de Lang Sang. La hice 18 días seguidos para Kim il-sung, con una orquesta de 200 músicos y un coro de 500 voces, para su 70º cumpleaños. La flor más llamativa, que no se puede tocar, se llama kimilsungia, creada para él. También tienen la del hijo: la kimjongilia. Llegas a un lugar aislado, extraño, donde las limitaciones son totales. Vi bailar a un millón de personas al unísono. Vi un número emocionante con algo que te dice mucho de su forma de pensar. La mariposa duraba dos minutos. Cuatro niñas clonadas que al sonido de la música componían la figura de una mariposa volando. Le pregunté a la entrenadora: “¿Cómo ha logrado usted cuatro niñas perfectas en sintonía?”. Y me respondió: “Estas tres lo son, pero aquella no porque todavía suda”.
¡Qué barbaridad! El teatro de Pyongyang es de los lugares más bellos que se puedan imaginar. Del centro, hecho con cristal de Murano, cae una fuente, solamente ver eso… Kim il-sung fue todos los días y se sentó en la platea, sin nadie alrededor. Era una especie de dios.
Luego ha tocado usted también para estrellas como Alicia Alonso. Fue una experiencia muy interesante porque ahí yo fui plenamente consciente de que la música es baile, y la que no, tiene un ritmo. Esas teorías modernas de tocar ahora así, sin ritmo casi, parejito, yo digo: ¡qué bestias! No, hombre, no. Para denunciar estas cosas, aquí anda este cubanito, que es puro deseo.
¿De qué? De expresar en su plenitud la música, con ritmo, con la melodía que me cantaban a mí de chico. Eso me toma toda la vida.
¿El ideal de la infancia? Claro, aunque luego se te presenta la oportunidad de aprender y experimentar varias cosas. Gran parte de mi labor se centra ahora en compartir mis experiencias con muchachos, algo que con dinero no se puede comprar. Con una forma de transmitirlo que no se encuentra en los papeles. Para mí, la música está unida a la idiosincrasia de los lugares en que nace. Para tocar a Grieg, hay que haber vivido a 40 grados bajo cero.
Todavía yo me estoy preguntando si soy pianista. No estoy muy seguro porque, a mí, el piano no me interesa
Eso también usted lo conoce. Cuando llegó de La Habana a Moscú, a vivir, pasó de los 30 del Caribe a los menos 30 rusos. ¿Qué aprendió del frío? Donde hubo mucho frío, la reacción al buen clima es tan maravillosa que, a la misma persona que en invierno puedes detestar, eres capaz de amarla en primavera. Los cubanos, óyeme, no tenemos esas complicaciones. El verano no se hizo para trabajar. No es casual que en el trópico exista tanto grado de subdesarrollo. Yo estudio a oscuras, con las puertas cerradas, porque, cuando es de día, sales a pasear y a divertirte. Es físico. Me lo explicó un hombre cuando estudiaba en Viena. Si agarras en una mano un hielo y lo sueltas, inmediatamente, esa mano va a estar más caliente que la otra porque el cerebro manda calor donde encuentra frío. Usted está muy abrigado, la cabeza la tiene destapada, pues el flujo sanguíneo va para allá, por eso usted produce.
¿Por eso producía de lo lindo en Rusia y en Viena? ¡Hombre, seguro! ¡Por eso allí están desde primera hora de la mañana estudiando, como salvajes! Que haya escuela rusa, eso ya no lo sé. Lo que sí existe es virtuosismo y líneas largas, por la nostalgia y el frío que da el invierno.
¿Podríamos decir que la esencia musical de los países del frío es anímica y la de los del trópico, como Cuba, más física, más sexual? Yo creo que todo el mundo la siente así, de la segunda manera. El ritmo en Cuba se marca con la cintura. Lo sientes al oírme tocar el piano, también. Yo soy un hombre cubano, necesito el mar, todo lo que eso conlleva. Suenas como vives. Pero también sé a dónde he llegado. Cuando voy a los sitios donde han tocado los grandes, como el Concertgebouw, de Ámsterdam, donde antes de mí han pasado desde Liszt a Horowitz o Rubinstein, me pregunto: “Oye, gordo de mierda, ¿a qué tú has venido a parar acá?”. Esa es mi honestidad, mi manera de tratarme. Te tienes que ganar los frijoles, no puedes ir para atrás. Pero debo hacer algo distinto. Las piezas difíciles, hay que tomarse el trabajo para hacer ver al público que no lo son, como la Hammerklavier, de Beethoven. Trabajar como un bestia, pero que la sensación sea que pasan manos de seda sobre ella. Una vez me dijo Rubinstein que en español las palabras muy y tan son defectos y uno tiene que trabajar para el equilibrio. Para dar un concierto es más importante ir descansado que preparado.
¿Incluso para la Iberia, de Albéniz, con la que usted anda luchando? Es la pieza más difícil que se ha escrito para piano. Lo dice todo el mundo, los grandes, como Rubinstein, se han atrevido con uno o dos cuadernos. El problema es la partitura, sí, pero, sobre todo, el estilo, como hablábamos. Por más que hagas, si por partes no suena como el taconazo que mete el bailaor flamenco en el piso, no hay nada que hacer. Está demasiado lejos de lo que alguien pueda lograr. Lleva un mensaje oculto. Pero me voy a atrever con ella, seguro. Cuando yo estoy en España a todo el mundo le entiendo lo que dice y lo que quiere decir, lo llevo en la sangre. Espero que eso me ayude.
elpaissemanal@elpais.es
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