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EL PULSO
Columna
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El arte de la repetición culinaria

En Bolivia, señoras con mandil y cofia que heredaron el oficio de sus madres y sus abuelas se han especializado en clonar los sabores más tradicionales de su tierra

Los sándwiches que vende Crecencia Zurita en La Paz están elaborados con pierna de cerdo.
Los sándwiches que vende Crecencia Zurita en La Paz están elaborados con pierna de cerdo.

Mientras cuenta monedas menudas frente a una mesa sencilla, Elvira Goitia dice que su principal competidor “es Burger King”, la famosa cadena de comida rápida que tiene sucursales en medio planeta. Elvira vende sándwiches de chorizo en un rincón del tamaño de un dormitorio pequeño del mercado Lanza –una mole de cemento de varios pisos ubicada en el centro de La Paz (Bolivia)–. Tiene más de 60 años. Lleva alrededor de 30 dedicada a alimentar estómagos inquietos y piensa que la perfección consiste en ceñirse a la misma receta día tras día. En estas tres décadas entre ollas y sartenes, Elvira calcula haber despachado más de tres millones de chorizos de primera, “frescos y garantizados”, y su puesto parece siempre la puerta de un supermercado en la hora pico.

Elvira alcanzó el cielo hace tiempo, pero no se considera ni una gurú ni una profeta. Ella no es Ferran Adrià, el catalán que elevó la gastronomía a la categoría de arte. Tampoco trabaja con aceitunas líquidas, caviar falso de melón u ostras con aire de zanahoria. Ni entiende la innovación y el quijotismo como las únicas vías para alcanzar el éxito. Para ella, la cocina no es un ejercicio vinculado a la creatividad, sino a la perseverancia, y sus sándwiches interminables –que se preparan con carne de res, un poco de llama, verduras y un condimento secreto– son como las gordas de Fernando Botero: una repetición agradable, una marca capaz de conquistar a miles de comensales.

Elvira forma parte de un circuito vinculado a la comida al paso que ha sido bautizado como Suma Phayata –que significa bien cocinado en aimara–. El recorrido lo protagonizan señoras con mandil y cofia que heredaron el oficio de sus madres y sus abuelas, que se han especializado en clonar los sabores más tradicionales de su tierra. Cada “caserita” –así les dicen en el altiplano boliviano a estas matriarcas– ofrece un menú que suele consistir en un plato único: algunas venden tripas, sopa de maní o unas jugosas empanadas llamadas salteñas; y otras, riñones, corazón de vaca o tentempiés muy parecidos al que prepara Elvira hasta que anochece. Para ellas, la verdadera comida gourmet no es la que se sirve en vajillas minimalistas con cubiertos de plata, sino la que activa nuestra memoria gustativa (la que nos retrotrae a la infancia). Y sus propuestas no son de ciencia-ficción. Son más mundanas, como los antojos clásicos de embarazada.

A menudo, para que los clientes se limpien, lo único que tienen a mano estas mujeres que suelen levantarse para cocinar en la madrugada es un pedazo de papel higiénico. Pero suele ser más que suficiente. Aquí no se trata de cultivar los buenos modales o de aprender a identificar los tipos de vino, sino de comprender un país a través de lo que la gente se lleva a la boca cotidianamente, es decir, de convertir el simple acto de llenar el buche en una revelación, en una experiencia.

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