La historia más antigua de la humanidad
Los aborígenes alcanzaron las costas de Australia antes de que la humanidad dominase el arte de la navegación A partir del siglo XVIII se enfrentaron a un intento de genocidio sistemático por el que el Gobierno australiano pidió perdón en 2008 Una gran exposición en el Museo Británico de Londres recupera una cultura que ha logrado mantenerse viva durante 50.000 años
La presencia de los aborígenes en Australia es tal vez el mayor ejemplo de la capacidad de adaptación y de supervivencia de la especie humana. Primero, porque están en un lugar al que, en teoría, no podían llegar: los primeros pobladores humanos alcanzaron las costas de la inmensa isla continente por mar mucho antes de que, según los registros arqueológicos, la humanidad dominase el arte de la navegación. Sin embargo, Australia siempre ha sido una isla y sus habitantes primigenios tuvieron que subirse a alguna forma de embarcación para alcanzar sus costas. Tras colonizar un continente gigantesco, con una naturaleza inhóspita, los aborígenes se enfrentaron desde 1770 a un intento de genocidio tan brutal que el Gobierno australiano pidió perdón en 2008 no solo por las atrocidades cometidas en los siglos XVIII y XIX, cuando eran cazados como animales (literalmente), sino por los crímenes de los años sesenta del siglo pasado, como la generación robada (niños aborígenes entregados a familias blancas). Los problemas de alcoholismo, paro y marginación son muy superiores a los del resto de los australianos. Pero siguen ahí, dando sentido a la tierra que habitan, representantes vivos de la cultura continua más antigua de la humanidad, a la que desde el 23 de abril el British Museum de Londres dedica la exposición más importante que se ha celebrado sobre ellos fuera de Australia.
La muestra, que podrá verse hasta agosto, reúne piezas de diferentes épocas, pero lo esencial es que se trata de un arte vivo, porque encarna una cultura que, en medio de inmensas dificultades, ha logrado mantenerse durante 50.000 años. Los visitantes pueden contemplar piezas nuevas y antiguas, pero para sus autores están unidas a través de una cultura en la que el tiempo es horizontal, no vertical como la nuestra. Los trazos de la canción, que Bruce Chatwin relató en su libro del mismo título, eran los caminos invisibles que los australianos originales utilizaban para moverse por ese inmenso territorio, pero también pueden servir como metáfora de los senderos que unen el pasado con el presente, una pintura rupestre con un lienzo que alcanza un precio desorbitado en una subasta. “La muestra es un intento de contar esta extraordinaria historia, la más antigua en la humanidad, desde un nuevo punto de vista”, ha dicho el director del British Museum, Neil McGregor.
Bruce Chatwin describió los trazos de la canción, caminos invisibles que recorren Australia y que unen el pasado con el presente de los aborígenes
El conservador de las galerías de Australia y Oceanía de este museo, Gary Sculthorpe, comisario de la exposición en la que ha estado trabajando durante cuatro años en coordinación con representantes aborígenes, explica el difícil equilibrio al que se ha enfrentado para organizar la muestra, entre lo viejo y lo nuevo, entre la tragedia y la belleza. “Algunos momentos de la historia de Australia son muy difíciles y creo que los australianos están intentando lidiar con ellos. Solo se puede seguir adelante si eres consciente de lo ocurrido. No es una historia simple. Hay muchos matices en los diferentes momentos de la historia de Australia y espero que la exposición sea capaz de explicarlos. Aunque es una muestra artística, es esencialmente una exposición sobre cultura e historia indígena”.
En su libro En las antípodas, el gran Bill Bryson resume así el principio de este fascinante relato: “Uno de los acontecimientos más trascendentales de la historia de la humanidad tuvo lugar en una época que probablemente no se conocerá nunca, por razones que solo podemos imaginar y con medios que son difíciles de creer. Me refiero a la aparición del hombre en Australia”. El gran escritor de viajes explica que, a principios del siglo XX, se creía que llevaban unos 400 años en el continente y en los cincuenta se pensaba que unos 8.000. Hasta que, en 1969, un geólogo se topó en el lago Mungo con los restos de una mujer que databan de hace 23.000 años. Actualmente la mayoría de los científicos cree que la colonización humana de la isla empezó hace 50.000 años, incluso 60.000 (los bisontes de Altamira se pintaron hace unos 15.000). Algunas teorías indican que los pobladores humanos pudieron llegar a través de lenguas de tierra, en algún momento de aguas bajas durante periodos glaciales. Pero incluso cuando era un megacontinente unido a Papúa Nueva Guinea llamado Sahul, Australia siempre estuvo rodeada por agua. También se han hecho cálculos para demostrar que, con solo cinco o seis parejas que hubiesen llegado allí por casualidad, se podría haber poblado el continente a lo largo de los siglos. Lo que es cierto es que desarrollaron una cultura sin tradición escrita, que ha llegado hasta nosotros a través de la palabra oral y el arte, que aparece desde en los dibujos de sus bumeranes hasta en cuevas o lienzos.
Como ocurre en la actualidad, la mayoría de los habitantes originales de Australia (entre 300.000 y 1.000.000, una horquilla que demuestra nuestro pobre conocimiento de aquellos tiempos) se concentraban en la costa, aunque existían también poblaciones de cazadores recolectores en el desierto (la última tribu aislada fue contactada en 1984). Actualmente, los aborígenes representan menos del 3% de los 23 millones de australianos. La llegada de la expedición inglesa del capitán Cook en 1770 y la posterior colonización de la isla con convictos –llevar a presos, en su mayoría robamanzanas, al otro lado del mundo parece disparatado aunque tenía su lógica: librar a Inglaterra de los que entonces se consideraban indeseables– supuso un trauma de consecuencias inimaginables, como ocurrió con los habitantes originales de América. Sin embargo, ese cataclismo no rompió la línea del tiempo.
Bruce Chatwin narró esa unión mágica en su clásico de la literatura de viajes, Los trazos de la canción, un libro sobre el sueño que une a los primeros australianos con su tierra. Así describe Chatwin esa red de caminos, canciones y leyendas que en abril va a llegar hasta Londres: “Senderos invisibles discurren por toda Australia. Los europeos los llaman ‘huellas de ensueño’ o ‘trazos de la canción’, en tanto que los aborígenes los denominan ‘pisadas de los antepasados’ o ‘camino de la ley’. Los mitos aborígenes de la creación hablan de los seres totémicos legendarios que deambularon por el continente en el tiempo del ensueño, cantando el nombre de todo lo que se les cruzaba por delante y dando vida al mundo con su canción”.
El hecho de que se trate de arte vivo convierte a esta muestra en un acontecimiento muy especial: el museo no alberga el pasado de Australia, sino esa mezcla de tiempos y espacios que los aborígenes han logrado mantener durante milenios. Pero esto también ha provocado cierta polémica en el país, ya que la exposición viajará luego al Museo Nacional de Australia (MNA), en Canberra, y, con ella, piezas que fueron recogidas por los primeros invasores británicos y que nunca han vuelto desde 1770. No se trata solo de su valor artístico y de su excepcionalidad –un incendio destruyó el primer MNA en 1882, con lo que la mayoría de los objetos anteriores a la conquista se perdieron–, sino de su valor real, de su conexión con el sueño y las canciones invisibles de los aborígenes. El director de este museo, Matthew Trinca, señaló al diario The Australian: “Se está produciendo un debate nacional sobre lo que esas piezas representan, qué significado tienen para los australianos y el papel que pueden tener para conectar a los diferentes pueblos con lo que son, en muchos casos, las primeras piezas originadas por sus comunidades”. La asesora del Museo Nacional de Australia Henrietta Fourmille Marrie, aborigen del pueblo de Yidinji, aseguró al mismo diario: “¿Por qué guarda el Museo Británico esas piezas? No tienen relevancia para ellos como pueblo, no tienen relevancia para su cultura”. Entre esas piezas polémicas se encuentra un escudo recogido por las huestes del capitán Cook en Botany Bay, el lugar del desembarco, actualmente en los suburbios de Sídney.
También podrá verse en Londres una de las obras maestras del arte aborigen contemporáneo (aunque esa palabra no tenga sentido en su cultura), Yumari, de Uta Uta Tjangala (1926-1990). Fue uno de los primeros artistas que comenzaron a trasladar las esculturas de arena, los dibujos en cuevas y la pintura corporal a lienzos en los años setenta en Papunya, un asentamiento a 240 kilómetros de Alice Springs, en el inmenso y vacío Territorio del Norte que ocupa gran parte del desierto que se extiende en el centro de la isla. Así empezó una revolución del arte aborigen que ha llevado sus creaciones a las galerías y museos de medio mundo.
Los aborígenes desarrollaron una cultura sin tradición escrita, basada en el arte y en la palabra oral, que ha sobrevivido miles de años
Yumari es, además, la marca de agua de los pasaportes australianos actuales, aunque este reconocimiento no puede camuflar una relación marcada por la brutalidad, la exterminación y la ignorancia hasta bien entrado el siglo XX. Antes de la llegada de los europeos, se hablaban entre 250 y 300 lenguas y unos 600 dialectos. Muchas de ellas se están perdiendo. Hasta 1967, los aborígenes no fueron incluidos en el censo, no existían como ciudadanos ni casi como seres humanos. Actualmente, la mitad vive en ciudades, muchas veces en condiciones terribles de marginación y con un desempleo muy superior al del resto de los australianos (en algunas comunidades es hasta cinco veces más). En muchos de los territorios cedidos por el Gobierno se ha implantado la ley seca ante los problemas de alcoholismo. Recuerdo una imagen en Adelaida, en el sur de Australia, cuando me topé con un grupo de aborígenes completamente alcoholizados, vagando por el centro de la ciudad, donde vivían como indigentes. Llovía torrencialmente y un contundente viento barría la noche al final del invierno austral. Las calles estaban desiertas, salvo ellos. Unas horas antes había visitado un importante centro cultural dedicado a las culturas primigenias y, por primera vez, había visto en directo, a través de varias piezas, esa unión entre el pasado y el presente. Al toparme poco después con el grupo, comprendí también hasta qué punto su destino había sido terrible desde la llegada de los blancos, un periodo que corresponde a menos del 1% del tiempo que llevan en Australia.
Durante las primeras décadas de la conquista las matanzas fueron constantes y, casi siempre, quedaron impunes. Miles de aborígenes murieron al contraer enfermedades frente a las que no tenían ninguna protección. En los años sesenta, comenzó a cambiar la percepción de los australianos primigenios y con ello las leyes. Sin embargo, hasta los setenta no se cerró uno de los capítulos más siniestros de la historia reciente de Australia: las generaciones robadas, niños arrancados por la fuerza a sus familias y que acabaron a veces en instituciones públicas en las que fueron sometidos a abusos. En 1997 se publicó un demoledor informe oficial, Bringing them home (devolviéndoles a casa), que reconocía que afectó a unos 100.000 niños, un número escalofriante. En 2008, ante el Parlamento de Canberra, el primer ministro australiano, Kevin Rudd, manifestó el perdón de toda una nación. “Hoy rendimos homenaje a los pueblos indígenas de esta tierra, las culturas continuas más antiguas de la tierra”, dijo Rudd, quien pidió expresamente disculpas “por el dolor, el sufrimiento y las heridas de esas generaciones robadas, sus descendientes y sus familias”.
Los aborígenes se instalaron y prosperaron en un territorio increíblemente inhóspito. Como no para de recordar Bill Bryson en su libro, Australia alberga más animales venenosos que ningún otro lugar en la tierra: serpientes taipán, pulpos de anillas azules, medusas de todos los tamaños y venenos… Aunque en tierra no hay grandes carnívoros, en el mar están los tiburones y, sobre todo, los cocodrilos de agua salada, unos feroces y gigantescos reptiles supervivientes de la era de los dinosaurios. Michael Finkel relata en un reportaje en National Geographic: “Cualquier criatura del bush (es como se conoce a las zonas de matorral bajo que ocupan gran parte de la isla) quiere envenenarte: serpientes, arañas. En el norte, están los cocodrilos de agua salada, conocidos como salties, que pueden alcanzar los diez metros. Durante mi estancia en el bush, dos niños fueron devorados por los salties. Expresé mi dolor, pero se mostraron impasibles: esas cosas pasan”. Esa reacción refleja una profunda unión con la tierra, para bien o para mal, es quizá la representación más extrema de esa canción que contó Bruce Chatwin. El arte aborigen se funde con su tierra, celebra la capacidad de resistencia de un pueblo a la vez que narra su tragedia. Pero es sobre todo una cultura sobre la vida, capaz de recorrer 50.000 años desde un pasado inexistente hasta un presente de lucha constante.
‘Indigenous Australia’. The British Museum, Londres, hasta el 2 de agosto. A finales de 2015, podrá verse en el Museo Nacional de Australia en Canberra.
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