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Rayos y centellas
Columna
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Microbios

La economía o la tacañería, motivos para no interesarse por investigar el ébola

Pep Montserrat

En su artículo de 1928 Hombres vs. insectos, el filósofo Bertrand ­Russell advirtió:

“Si los seres humanos, en su furia contra sus semejantes, invocan la ayuda de los insectos y de los microorganismos (como harán, sin duda, si hay otra guerra), no es en modo alguno improbable que los insectos sean al cabo los únicos vencedores”.

Russell acertó de pleno. Mientras escribía su artículo, los japoneses comenzaban su propio programa de armas biológicas, investigando con esporas de una bacteria llamada ántrax, que produce necrosis en el corazón y los pulmones. Durante la II Guerra Mundial, los aliados produjeron bombas con agentes patógenos, aunque no llegaron a lanzarlas. A finales de los setenta, una planta de ántrax de la Unión Soviética sufrió un escape y mató a más de sesenta personas. En el año 2001, poco después de la caída de las Torres Gemelas, una serie de envíos de sobres con esporas en Estados Unidos hizo temer que los terroristas de Al Qaeda tuviesen acceso a armamento bacteriológico. Este mismo año, el jefe de la Dirección Nacional de Inteligencia de Estados Unidos declaró que Siria podría desarrollar armas biológicas para reemplazar a las químicas.

Por suerte, los Gobiernos nunca se han vuelto tan locos. Las víctimas del armamento biológico no han alcanzado hasta hoy las cifras espeluznantes de las armas nucleares o convencionales. El mundo no ha sufrido –que sepamos– masacres masivas con bacterias.

Lamentablemente, eso no significa que estemos a salvo. La epidemia de ébola de este año nos ha hecho temblar más que el ántrax. Nunca antes un virus tan letal había infectado a tanta gente. Mientras escribo estas líneas, la cifra de víctimas en Liberia, Guinea y Sierra Leona ya ha pasado de los 9.000, la mitad de los cuales han muerto. En Occidente ya han aparecido los primeros casos de contagiados in situ, que no han viajado a África. La Organización Mundial de la Salud considera esta epidemia la mayor emergencia de salud pública moderna y prevé picos de entre 5.000 y 10.000 infectados por semana.

A primera vista, el ébola tiene más aspecto de plaga bíblica que de error humano. No es el producto de un trabajo científico, como las armas bacteriológicas. No parece culpa nuestra. Es culpa de Dios. O de la fatalidad. Pero eso es solo a primera vista.

El microbiólogo experto en ébola Christopher Basler denunció a mediados de octubre que “las grandes empresas farmacéuticas no se han interesado por este tipo de virus porque hasta ahora eran muy poco comunes. El mercado es muy pequeño”. Y el director del Instituto Nacional de Salud Americano, ­Francis Collins, ha declarado que los recortes presupuestarios en salud pública retrasaron las investigaciones sobre el ébola uno o dos años. El tratamiento para un infectado en Estados Unidos puede alcanzar el medio millón de dólares.

Así que no es Dios. Es la economía. O, más bien, la tacañería.

Miles de personas murieron en África, pero solo los primeros muertos occidentales persuadieron a sus Gobiernos de dedicar recursos seriamente a los países africanos. Mientras el virus se limita a los países más pobres es una tragedia en el periódico. Solo cuando toca a los ricos se convierte en una emergencia. En un mundo interconectado, con esa actitud siempre se llega demasiado tarde.

Un siglo después, las palabras de Bertrand Russell siguen siendo verdaderas, salvo en un aspecto: lo que puede acabar con los seres humanos no es la furia contra sus semejantes, sino la más pura indiferencia. @twitroncagliolo

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