Gracias de todo corazón
Me emociona mucho que, entre mis lectores, tantos me escojan para compartir conmigo una historia
A veces son cartas, escritas a mano o en ordenador, de personas mayores, de sus hijos, de sus nietos, e incluso de algún bisnieto. En otras ocasiones son documentos, textos más extensos, con cierta ambición literaria o desprovistos de ella, testimonios de vidas accidentadas, heroicas o terribles. Pero los mensajes más frecuentes son orales, y sus transmisores, personas de alrededor de cuarenta años que han tenido que elaborar previamente, para sí mismos, los relatos que me transmiten.
Cuando los recibo, casi siempre tengo una pluma en la mano, un libro abierto ante mí y demasiada prisa, demasiado ruido, demasiada gente alrededor como para valorar lo que me está pasando. Después, en casa o en el hotel, abro el sobre, leo los mensajes y me siento al mismo tiempo muy bien y muy mal. Me emociona mucho que, entre mis lectores, tantos me escojan para compartir conmigo una historia que han investigado por su cuenta o han rescatado de la que sus padres o abuelos les escamotearon. Me da mucha rabia no haber sido capaz de presentir esa emoción, no haber sabido devolverles a tiempo, mientras los tenía delante, una parte de lo que sus mensajes me han regalado. Por eso escribo este artículo.
He recibido más de lo que puedo contar. He contraído una deuda de gratitud que no podré pagar jamás
Quiero darles las gracias a todos. A los que conozco por su verdadero nombre y a los que prefirieron no identificarse. A Susana, alta, delgada y morena, porque iba a contarme algo pero se le llenaron los ojos de lágrimas antes de empezar, y si recuerdo su nombre es porque lo único que pude hacer por ella fue dedicarle un libro. Y a un lector de cuarenta y tantos, también moreno, con un corte de pelo muy moderno, rapado por los lados, que no quiso una dedicatoria para él, pero me dio las gracias por haberle ayudado a comprender el sufrimiento que surcó la infancia de su padre, mientras su abuelo iba de penal en penal. Ahora me fastidia no haberle preguntado cómo se llamaba, haberle contemplado en ese estado de anonadamiento, bastante memo, que no soy capaz de superar a tiempo cuando alguien se acerca para contarme algo tan importante en una caseta del Retiro.
También quiero mencionar a dos Lolas. A una que me entregó un sobre en Alicante con el nombre de su abuelo, Diego Sánchez. Y a otra Lola gallega que, en la Feria del Libro, me dio una carta que no olvidaré nunca, como nunca podré olvidar la historia de su padre, hijo de fusilado, producto de un hospicio falangista, que llegó a ser queridísimo en su barrio porque siempre tenía mimos y caramelos para los niños de los demás, pero nunca pudo ser cariñoso con sus propios hijos. Tenía demasiado miedo a que le quisieran para abandonarle después, como la primera vez.
Jesús me trajo una docena de huevos de corral y la historia de su amigo Paco, Francisco Cerdeño, una biografía apresurada de menos de cuarenta páginas en la que cabe todo el heroísmo y toda la tragedia de los comunistas que resistieron la dictadura de Franco, incluido el trato directo con el comisario Conesa en los sótanos de la Puerta del Sol. José María de la Ossa, por su parte, me regaló las fragmentarias y breves memorias que un tío suyo, exiliado desde hace muchas décadas, escribió para él acerca de su experiencia infantil en la última etapa de la Guerra Civil y los primeros años de la posguerra.
Y después están las niñas, muchas ancianas lúcidas y enteras que compartieron experiencias semejantes, en colegios e internados religiosos, el episodio de la vida de Isabel Perales en el que se inspira uno de los capítulos más duros de mi última novela. No recuerdo sus nombres porque han sido bastantes, muchos más de los que me habría atrevido a calcular, pero sí sus historias, variantes de la misma canción. La más repetida tiene que ver con la limpieza, el destino natural de las niñas y las mujeres pobres. Casi todas entraban antes y salían después que las alumnas de pago. Casi todas limpiaban las aulas, los baños, las cocinas, el colegio entero, antes y después de asistir a clase. Casi todas suspendían, porque estaban muertas de cansancio, y se quedaban dormidas en clase, y no tenían tiempo de hacer los deberes. Todas eran hijas de rojos muertos o presos, y a los ocho, a los nueve, a los diez años, pagaban con su sudor los pecados de sus padres sin recibir nada a cambio.
Esto es sólo una muestra, una mínima selección que se ajusta al tamaño de esta página. He recibido mucho más de lo que puedo contar. He contraído en los últimos años, pero sobre todo en los últimos meses, una deuda de gratitud que no podré pagar jamás. Lo único que puedo hacer es dejar constancia pública de mi agradecimiento.
A todos los que me han dado tanto, gracias, muchas gracias, desde lo más profundo de mi corazón
www.almudenagrandes.com
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