Rey y ecologista en el país de los toros
¿Presidirá Felipe VI la corrida de la Beneficencia ante banderilleros, picadores, puntilleros y sus rituales sangrientos?

Me pregunta una amiga sobre unas palabras, promesas más bien, pronunciadas por el joven Rey en el Día Mundial del Medio Ambiente. Como era de esperar, se manifiesta a favor de la salvaguardia de este planeta tan lleno de bichos, y de la protección de todo el zodiaco que late bajo la cúpula celeste. Sí, pero, más cercanamente –insiste mi amiga–, aquí, en este reino en que reina, ¿presidirá la corrida de la Beneficencia, por ejemplo, ante banderilleros, picadores, puntilleros y sus rituales sangrientos?
–Pues supongo que lo hará –le digo–, le guste o no.
Mi amiga añade que, como príncipe de Asturias, se le ha visto en sesiones de trabajo con científicos medioambientales. Y que eso no parece compaginar con lo que los ecologistas consideran barbarie, como es la lidia y muerte, por mera diversión, de un animal semisalvaje.
Para algunos defensores de la fiesta, el toro de lidia subsiste precisamente porque existen las corridas; si no fuera así, la hermosa estampa del toro, símbolo de fuerza y desafío, habría dejado de pasearse por las dehesas. Pasaría a engrosar la lista de animales en extinción. Y se exhibiría disecado en los museos y bestiarios, como ejemplo de la brutalidad en la Europa del Sur.
Eso le digo a mi amiga, a ver qué cara pone. Y la pone rara.
–Bueno, yo tampoco me creo esas razones –digo–. Eso sería como aquel caballero que rescata a una doncella de las garras de un dragón, que la salva de la muerte y el aniquilamiento… pero luego se la queda para su uso personal. Hay amores que matan.
Después, opto por contarle a mi amiga un cuento futurista.
–En aquel país hubo un referéndum para suprimir las corridas de toros. La lidia quedaba muy bien en los aguafuertes de Goya y en los versos de Lorca, pero hería la sensibilidad de nuestra época, y la gente no entendía por qué el destino del toro bravo tenía que ser distinto del destino del perro, no menos bravo, pongamos por caso, cuyos combates estaban prohibidos y perseguidos de oficio, o el de las bizarras peleas de gallos, tan coloristas y musicadas. No era lógico ni propio de estos tiempos.
Ni que decir tiene que, al triunfo del referéndum supresor, se empezaron a organizar corridas clandestinas, sobre todo nocturnas, a la luz de los faros de unas camionetas puestas en círculo. El redondel, de arena apenas apisonada, se fabricaba pocas horas antes, y solía situarse en un lugar apartado, en los límites de la ciudad. No había enfermería estable, y los propios veterinarios curaban a los toreros heridos. Lo que antes era una fiesta decadente, con ganado claudicante y toreros que solían dar pases rutinarios, se convirtió en otra cosa. Los toros salían fieros, dando pocas ocasiones de lucimiento a los toreros, quienes tenían que defenderse de unas sombras con cuernos que embestían en aquellas noches de polvo y mosquitos.
A veces, la llegada de la Guardia Civil para hacer una redada dejaba los toros mugiendo en la oscuridad, solos y desconcertados.
–Y entonces los mataban de un disparo, supongo –aventuró ella.
–Ya ves, amiga mía, no todo lo real es racional.
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