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EL PULSO
Columna
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¡Que viene Internet!

En Cuba, se habla de la Red con tintes animistas, un ente que lleva y trae malas noticias, confirma y desmiente rumores

Karelia Vázquez

Para muchos cubanos Internet tiene un alma esquiva y caprichosa. La mayoría no sabe qué aspecto tiene, pero la desean como a una amante díscola. Lo comprobé muchas veces en la playa de Siboney (Santiago de Cuba, a 969 kilómetros de La Habana), cuando aún estaba abierto el agujero por el que llegaría desde Venezuela un cable submarino de fibra óptica. Si uno metía la cabeza, y mucha gente lo hacía, solo veía unos tubos de plástico gris y unas cintas adhesivas color naranja, pero nadie dudaba de que por ahí regurgitaría algún día algo que sería, sin lugar a dudas, Internet. Cerca del agujero, discretamente custodiado por una pareja de policías, la gente se reunía a esperar el autobús:

–¿Y eso cuándo lo van a tapar?–, decía alguno.

–No te quejes que por ahí va a salir Internet–, se le respondía.

En Cuba, se habla de la Red con tintes animistas, un ente que lleva y trae malas noticias, confirma y desmiente rumores y, sobre todo, destapa spoilers de la telenovela de turno. “Lo dijo Internet”, es una frase que saldrá antes o después en las conversaciones. Y va a misa. Un buen final para zanjar una discusión: “Lo dice Internet y punto”.

Casi dos años estuvo abierto el agujero sin que nada saliera de su interior. Mucho menos Internet. Entretanto llegaron las primeras apariciones a través de un floreciente mercado negro que gestiona correos electrónicos, paquetes de contenidos y cuentas de Skype. La gente se hace con un pen drive y un disco duro externo –son buenos regalos que hacer a un cubano–, y ahí trafican con contenidos sacados de la Red. No vaya usted a pensar, querido lector, en material sensible para la NSA u otros órganos de espionaje global. No. Los cubanos violan varias leyes para ver partidos de fútbol atrasados, películas, dibujos animados, programas de la televisión de Miami o las series españolas Cuéntame y Aída.

Los que no entraron en el mercado negro, por falta de dinero o de audacia, siguieron con su fe puesta en aquel agujero que un buen día se cerró con la noticia de que el imperialismo yanqui había interceptado el viaje de Internet. Luego se supo que no, que el cable había completado su travesía por el Caribe pero que Internet llegaría después. Cuando fuera el momento. En junio de 2013 el Gobierno autorizó la apertura de 118 “salas de navega­ción” y la gente pensó que era “el momento”. Por entonces, también echó a correr el rumor de que en septiembre de este año se podría contratar ADSL en las casas. Pero Etecsa, la empresa estatal de telecomunicaciones, lo desmintió en marzo pasado, así como las tarifas de lujo asiático que se habían filtrado: una conexión de 20 horas mensuales a una velocidad de entre dos y cuatro megabytes valdría, según la versión callejera, 10 pesos convertibles (13 euros). El salario medio de un cubano no supera los 20. ¿Dedicaría usted el 50% de sus ingresos a su ADSL? Pues los cubanos, tampoco. De momento Etecsa se limita a recordar gentilmente en un comunicado que “el acceso a Internet se realiza desde las entidades estatales y nacionales autorizadas para ello”.

Así las cosas, en mi último viaje a Cuba tampoco había llegado “el momento”. Tuve que elegir entre la lenta conexión autorizada de un hotel a seis euros la hora, registrando mi nombre y número de pasaporte, o el mercado negro con la misma lenta conexión, pero anónima y más barata. Elegí muerte. Unos amigos me llevaron a un bloque de dos plantas y me señalaron un piso: “Es ahí”. Llamaron a la puerta: “Sube, te esperamos”

Una vez arriba, y practicado el ritual convenido para neutralizar la desconfianza genética de los cubanos, fui conducida a la habitación del fondo. Había tres PC antiguos, dos ocupados. Para usar el único disponible tomé asiento en una cama de matrimonio junto a un turista canadiense. Desde allí ambos intentábamos acceder a una versión decimonónica de Internet después de un largo ayuno digital forzado. Mientras el milagro tenía lugar, le hacíamos sitio a la señora de la casa que guardaba la ropa interior en la cajonera que usábamos como escritorio. En lo que doblaba bragas y calcetines, la buena mujer nos advertía de que Internet tenía sus días y que hoy estaba “de pinga”.

Cuando tuve delante la bandeja de entrada de Gmail me sentí una elegida. Lo era. Mi compañero de cama y conexión no autorizada pasaba por el mismo trance espiritual. “¡Dense prisa que se va [Internet] y hay cola!”. Con un grito, la señora rompió el encanto y nos hizo recordar que Internet no era un objeto de culto; que era, sobre todo, su negocio, cuyo horario de cierre coincidía con el fin de la jornada laboral del centro estatal que le pasaba bajo cuerda, y pesos converti­bles mediante, la conexión autorizada que ella convertía en ilegal.

Hice lo que pude. Nunca conseguí descargar Facebook ni chatear por Gtalk. Cuando consumí mi tiempo, pagué dos pesos convertibles y bajé corriendo las escaleras. Abajo me esperaban tres cubanos ansiosos: “Bueno, ¿y qué?, ¿qué sale hoy en Internet?”.

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Sobre la firma

Karelia Vázquez
Escribe desde 2002 en El País Semanal, el suplemento Ideas y la secciones de Tecnología y Salud. Ganadora de una beca internacional J.S. Knigt de la Universidad de Stanford para investigar los nexos entre tecnología y filosofía y los cambios sociales que genera internet. Autora del ensayo 'Aquí sí hay brotes verdes: Españoles en Palo Alto'.

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