El asiento consular
Desde que hay ‘smartphones’ la gente quiere saberlo todo en el acto, ya nadie espera a estar solo para leer su correspondencia

Últimamente voces autorizadas han advertido que, un día de éstos, Internet sufrirá un enorme apagón. De golpe nos quedaremos todos desconectados. No habrá ‘mail’, ni Twitter, ni acceso a la cuenta del banco, ni forma de alquilar películas en la Apple Store. Si esto efectivamente ocurre, tendremos que regresar a una era geológica, a aquellos tiempos en los que había que formarse frente a un señor para sacar dinero del banco, y divertirse con pasatiempos arcaicos como la conversación o la lectura de un libro. Pero mientras tanto habrá que seguir comiendo con personas que están todo el tiempo pendientes del teléfono y cuyo mensaje me parece cristalino: lo que puedas decirme tú, mientras compartimos este osobuco al oporto, siempre será menos importante que lo que pueda decirme el teléfono.
Desde que hay ‘smartphones’ la gente quiere saberlo todo en el acto, ya nadie espera a estar solo para leer su correspondencia. Pero lo que ha hecho el móvil es, simplemente, facilitarnos el acceso a la correspondencia, porque hay evidencias de que en el Imperio romano ya existía esa ansiedad por estar permanentemente conectados. Plutarco escribe, con gran asombro, sobre un político que fue a verlo declamar y que, a mitad del acto, recibió un correo del emperador y, en lugar de abrirlo, se lo guardó para después y siguió atendiendo su declamación. En esa misma época, el lugar más honorable de la mesa se llamaba el asiento consular, porque era el sitio más accesible, donde se sentaba el que, por su jerarquía, necesitaba recibir, y enviar, mensajes todo el tiempo. Pues eso, lo que ha hecho el ‘smartphone’ es convertir, cualquier silla de comedor o restaurante, en un asiento consular.
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