Iparralde: aquí se cuece la última revolución culinaria
La País Vasco francés se ha convertido en un imán para los chefs obsesionados con la tradición, el producto local y el buen vivir. Visitamos los restaurantes donde los protagonistas se suben cada servicio a una nueva ola de gastronomía sincera
Fuera del restaurante, las pintorescas y curvadas calles están encaladas, decoradas con adornos vascos rojos o verdes y alguna que otra pizarra anunciando gâteau Basque o piperade. Dentro, bajando por unos escalones de una cocina poco iluminada llena de tarros sin etiquetar y una panoplia de sartenes, me encuentro mirando fijamente a los ojos de un atún, tan brillante y reluciente que —pienso para mis adentros— a lo mejor sigue vivo.
Lo había pescado el chef Luke Dolphin el día anterior, lo que se le nota en los ojos cuando lo enseña con el orgullo de un padre. Después de varios años en Bidart con su restaurante de culto L’Antre, Luke pasó meses explorando y cocinando como un nómada antes de abrir en San Juan de Luz el diminuto local Pluviôse. Ahora está obsesionado con hacer las cosas a su aire, lo que no supone ningún problema: es el único empleado del restaurante.
El local de dos niveles tiene una cocina en la planta baja y cuatro asientos en el mostrador del chef, donde uno tiene las mismas probabilidades de comer queso casero con tomates recogidos solo unas horas antes como unos recortes de un atún curado durante 17 días, ensartado en una brocheta con guindillas en escabeche casero y tomate verde como si fuera una gilda. El tomate verde es una oferta curiosa incluso para Francia, pero este está envejecido desde 2018 con un perfil de sabor que se acerca más a la aceituna verde y se vuelve aún más intenso con el tiempo. Mientras Dolphin habla de su levadura madre de 3.842 días y de su estricta política de kilómetro cero (que impide incluso el uso de azúcar), da la sensación de que esto es lo que Alice Waters habría hecho si Chez Panisse se hubiera reinventado como un espectáculo en solitario.
Sentada en esta cocina subterránea que parece más bien la de una casa particular, caigo en la cuenta mientras mastico de que lo que estoy comiendo es el epítome del lujo actual. En cada bocado de atún, en cada gotita de la salsa como de soja hecha con las sobras de la cesta de setas de Dolphin… se saborea una conexión con la tierra y la comunidad locales que no rompen ni los mayoristas, ni los proveedores, ni siquiera, a menudo, los productores.
Pluviôse es tan solo uno de la colección de restaurantes que han abierto en Iparralde, en el País Vasco francés, y que persiguen esta forma alternativa de lujo. Tanto Francia como el País Vasco son marcas mundialmente reconocidas por su excelencia culinaria. Mientras que la parte española y su mimada San Sebastián dominan a menudo la conversación culinaria vasca, un puñado de restaurantes de Iparralde, creados por una red de amigos y chefs que trabajan juntos, juegan juntos y comen en el restaurante de los demás, están protagonizando una revolución culinaria. Lo de buscar estrellas y puestos en listas ha pasado de moda oficialmente, y se ha sustituido por el énfasis en la autenticidad y la tradición, y por una profunda conexión con la cultura y la comunidad locales, en pleno suroeste de Francia.
Esto se remonta en parte a 2016, cuando abrió sus puertas un pequeño restaurante en un centro comercial al estilo estadounidense situado en las afueras de Bidart. Sin nada recomendable a primera vista, Elements se convirtió en la zona cero de la actual revolución culinaria de Iparralde. La singular visión del punk y de la precisión de su propietario, Anthony Orjollet, centrada en los productos locales, atrajo a las puertas de su cocina a cocineros en la misma onda, y ahora muchos de los restaurantes más interesantes de Iparralde tienen una relación estrecha con Orjollet, entre ellos, Dolphin. Aunque Elements está ya cerrado, Orjollet trabaja en un nuevo proyecto en la campiña francesa y sigue en la cocina de su segundo restaurante, EPOQ, que abrió junto con David González, aunque ya no encontrarán al madrileño tras sus célebres fogones.
Para encontrarlo hay que dirigirse a Arcangues, recorriendo una descuidada carretera del País Vasco francés que lleva directamente hasta las puertas de una mansión del siglo XV, Gaztelur. Este lujoso palacete, repleto en su interior de antigüedades y obras de arte, y con un extenso jardín francés con laberinto de setos en su exterior, es la sede no oficial de Culinaria, un ecléctico grupo de talentos reunidos en torno a González y Borja Susilla (Restaurante Tula, en Jávea, España).
“Vi este sitio hace 12 años”, cuenta González, “y me dije que algún día haría algo aquí”. Bajo la dirección de los dos españoles y de Fabrice Idiart (Moulin d’Alotz), lo que antes eran mesas recubiertas con manteles para adaptarse a las blancas normas de la Guía Michelin ahora se han simplificado, al igual que la carta. La estrella de Gaztelur es ahora el arroz seco, que puede considerarse como una paella más sencilla, de una sola capa. Cocinar el arroz a la perfección sin remover es todo un arte, y tanto la versión con verduras como la de carne o la que lleva marisco son un espectáculo. Cuando uno se sienta en Gaztelur, en unas mesas redondas de ensueño con vajillas de porcelana vintage y globos flotando en lo alto, trata instintivamente de prolongar la experiencia, una propuesta fácil y placentera gracias a una carta de entrantes que incluye desde un jamón ibérico con notas de olor a nuez hasta unas gambas miniatura frescas, servidas en crudo sobre una vinagreta de salsa vizcaína cortada con jugo de ternera entre motas de mozzarella de búfala.
Todo ello forma parte de una tendencia más amplia: en toda Francia, chefs jóvenes han abierto restaurantes que rompen los moldes tradicionales. En la segunda mitad del siglo XX, la escena gastronómica francesa se volvió cada vez más elitista y predecible, impulsada por la rígida búsqueda de estrellas Michelin y el movimiento de la nouvelle cuisine, que daba prioridad a la presentación, a veces a costa del sabor. Esta época cimentó la reputación de esnobismo culinario de Francia, donde la exclusividad y el coste de las experiencias gastronómicas alejaron a muchos, convirtiendo la buena mesa en un reino inaccesible e intimidante. En consecuencia, la cocina francesa se consideró estancada y excesivamente preocupada por la tradición, con dificultades para innovar en un panorama culinario mundial en rápida evolución. La bistronomía y la corriente gastronómica informal fueron la respuesta directa, pero desechar lo viejo e introducir lo nuevo no ha sido necesariamente la receta para un movimiento moderno y cohesionado: la corriente culinaria francesa está más fragmentada, y es más variada y regional que nunca.
A pocas manzanas de Pluviôse se encuentra Petit Grill Basque. Si se asoman al escaparate, verán telas de cuadros en el techo y pinturas folclóricas vascas en la pared, que proyectan un aire de calma como si nada hubiera cambiado en décadas. Sin embargo, una mirada más atenta revela un ideal proustiano de restaurante: cocina moderna y sin complicaciones representada por una carta de entrantes, cuatro platos principales y platos del día garabateados en una pizarra. Y con una lista de vinos en la que cada botella es un descubrimiento. Un lugar sencillo y típico con una peculiaridad: el chef que está en la cocina ha venido directamente de su restaurante de París incluido en la lista de los 50 mejores restaurantes del mundo a esta, su nueva casa.
Iñaki Aizpitarte hizo algo imposible con su restaurante Le Chateaubriand en París: superar a todos los restaurantes con tres estrellas de la capital francesa para entrar en la lista con su concepto de bistró de barrio de alta cocina y con menú degustación. Sin embargo, algo en su interior tiraba de él hacia el sur, hacia sus raíces. “Quería un cambio”, cuenta Iñaki. “Hacía años que no trabajaba con un menú a la carta. Este es un establecimiento local de toda la vida, y quería acercarme al concepto anterior de cocina francesa y vasca bastante clásica”.
Petit Grill Basque provoca la impresión de ser un restaurante que solo podría existir en el País Vasco. Tradicionalmente, las familias vascas legan la casa familiar al hijo mayor, dando prioridad a mantener intacto el baserri [caserío] sobre cualquier tipo de democracia sucesoria. Los vascos bailan siguiendo los mismos pasos que hace siglos, aunque ahora lo hacen con vaqueros y botas de montaña. Nada es más fuerte para un vasco que los lazos de la tradición.
Y la tradición atraviesa en línea recta el menú, desde las sublimes alubias pochas de Navarra, servidas con pepino, berenjena y tomate increíblemente frescos, hasta la merluza en salsa verde, un clásico de la cocina vasca y de las mejores que he probado nunca. En la puerta de al lado, su socia, Delphine Zampetti, dirige Chez Maya, un local típico de comidas preparadas para llevar, que van desde bocadillos hasta terrinas y patés.
Esta mezcla de saber hacer y cocina casera es muy de Aizpitarte. Es un chef que siempre ha sido democrático con su cocina: Le Chateaubriand fue, en su momento, el restaurante menos caro de la lista de los 50 mejores restaurantes del mundo y aceptaba a clientes sin reserva para el segundo turno. Este nuevo proyecto también va más allá de las estrellas y símbolos de euro. “Al final, estoy supercontento”, afirma Iñaki. “Me siento muy libre”.
En realidad, gran parte de esta nueva corriente ha nacido de gente que intenta escapar de la competencia feroz y vivir la vida a su manera. Villa Magnan se construyó en la década de 1930, un hogar para la aristocracia española exiliada que cayó en el abandono y el deterioro. Es decir, hasta que Anne y Jérôme Israël fueron de vacaciones a Biarritz y se enamoraron de esta villa art déco. Tras una cuidadosa (e increíblemente elegante) renovación, la abrieron como hotel, pero el jardín y el invernadero recibieron una misión especial: reunir a la gente en torno a la mesa. Pero no cualquier mesa: el ambiente del restaurante De Puta Madre es el de un país de las hadas mágico de cera goteante, celosías colgantes, vegetación exuberante y preciosas vajillas de porcelana, que combina el estilo de las solteronas ricas con la elegancia de la campiña francesa.
“Odio los restaurantes. Vas a Nueva York, a Madrid, donde quieras, y todo es lo mismo”, comenta Anne. “El acto de reunir a la gente es más importante que comer. Nosotros construimos una comunidad cada verano”. En De Puta Madre solo hay un turno, no hay carta y lo que te sirven (y quién lo cocina) depende del día que se visite.
Luke Cockerill y Hattie Matthews han tomado el timón de De Puta Madre, y cada tarde se colocan frente a la parrilla de leña y bajo las paredes acristaladas del invernadero para preparar comida que “se conoce a sí misma”, como una ensalada de verduras y hierbas en escabeche con un trozo de tocino fundido, o un guiso veraniego de atún fresquísimo en un caldo atomatado. Ambos son de Mánchester y llevan dos veranos en este paraíso para chefs: cocinan al aire libre, se abastecen de productos locales y lo sirven todo al estilo familiar en mesas largas a la luz de las velas.
Que se recuperen estos espacios antiguos y que sus jóvenes propietarios los llenen de comida sencilla pero perfecta es todo lo que puede desear un comensal moderno. Representa la resistencia, el contraataque a la complejidad que ha imperado durante tanto tiempo, con nada más y nada menos que la sencillez misma: autenticidad, comunidad y tradición. La identidad lo es todo en esta parte de Francia, y esta nueva corriente de chefs y restauradores está creando una estudiada hoja de ruta para el futuro que los comensales estarán encantados de seguir.
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