23-F, una historia de amor
“Habla tranquilamente, dijo entonces una voz conocida, aquí no nos oye nadie…”
Se han metido en la cama sin hablar. Ambos están seguros de saber lo que está pensando el otro porque ninguno de los dos puede pensar en otra cosa, pero se miran, sonríen, no despegan los labios en un buen rato.
–Pues…
Ella no ha sido consciente de haber pronunciado aquella palabra en voz alta. Creía que sólo la había pensado, pero él se incorpora enseguida sobre un codo, la mira.
–¿Pues qué?
En febrero de 1981, ella aún tenía veinte años y no había acabado la carrera. Él estaba haciendo la tesis, pero seguía siendo el responsable de su partido en la Facultad, un fatuo, pensaba ella, un niñato engreído, ridículo, empachado de autoridad… En aquella época se llevaban tan mal como pueden llevarse dos izquierdistas españoles que militan en sectores opuestos del mismo partido, o sea, peor imposible. Eso fue precisamente lo que les unió aquella tarde.
La reunión se precipitaba hacia la bronca monumental que se veía venir desde hacia meses. Él ya había amenazado con solicitar su expulsión, estaba enumerando las razones por las que exigía que se la apartara de la comisión, y de pronto se enteraron de que un coronel de la Guardia Civil estaba dando un golpe de Estado, pero ni eso fue capaz de lograr que cediera la palabra. Levantó la sesión, anunció que se iba a la sede a por noticias, les mandó a todos a casa y ella dijo que ni hablar. Me voy contigo, ni lo sueñes, pues sí, porque soy la representante de una corriente representativa y no puedes apartarme así como así, muy bien, pues vete por tus propios medios, ¡ah!, ¿sí?, ¿y cómo?, no te me pongas chulo porque sabes que no tengo coche, pues te vas andando, sí, hombre, pues que conste en acta, ¿que conste qué?, que eres un machista aficionado a los procedimientos… ¡Basta ya!
Sólo entonces miraron a su alrededor para comprobar que estaban en el centro de un corro de militantes atónitos, pálidos como el papel. El bedel que había chillado les preguntó desde la puerta si aquél les parecía el mejor momento para tener una riña de enamorados, y los dos se sonrojaron a la vez. Luego, ella le siguió hasta el coche sin pedir permiso, él lo abrió sin decir nada, los dos aprovecharon el mismo semáforo para decir que lo sentían y no tuvieron tiempo para más. Madrid estaba desierto y llegaron en un periquete a un lugar donde nadie les dio la bienvenida.
Y vosotros, ¿quiénes sois?, ¡quita de enmedio!, pues sí, lo que nos faltaba, ¿y los niños estos qué hacen aquí?, que se larguen pero ya, pues echáles tú, ¿y a mí qué me cuentas…? Un portazo, dos portazos, tres portazos, y se quedaron solos en el centro del pasillo. ¿Y ahora qué hacemos?, preguntó ella. No sé, admitió él, pero conozco a un compañero que trabaja en la primera planta, vamos a verle…
La guió escaleras arriba y abrió con decisión la puerta de un despacho desierto. A la izquierda había un sofá rojo, grande, memorable, donde se sentaron a esperar. Pero como no sabían lo que esperaban, empezaron a hablar, y como por una vez no discutieron, se dieron cuenta de que se estaban divirtiendo, y como se divertían, pasaron de la conversación al coqueteo, y como se sentían solos en el mundo, Tejero en el Congreso y vete a saber qué pasará mañana, se besaron, y como les gustó, siguieron besándose, y como entre los dos no sumaban ni cincuenta años, la situación en aquel sofá evolucionó a una velocidad muy superior al ritmo que el destino impuso a los acontecimientos en el Congreso de los Diputados. De hecho había evolucionado ya un par de veces cuando una puerta se abrió en el despacho de al lado, y al escuchar una voz que conocían de sobra, tan cerca como si estuviera en la misma habitación, miraron hacia arriba al mismo tiempo para comprobar que el tabique que separaba ambos despachos no llegaba hasta el techo. En ese momento, los dos quisieron morirse, pero siguieron vivos, desnudos, callados, abrazados y aguantando la respiración. Habla tranquilamente, dijo entonces otra voz conocida, aquí no nos oye nadie… Seis meses después, se fueron a vivir juntos, y hasta ahora mismo.
–No, que… –ella se incorpora, mira a su marido–. Lo que escuchamos aquella noche, con la que se está liando, pues… Claro, que si lo contamos, ¿quién se va a creer una historia como la nuestra?
–Nadie –él se echa a reír–. Pero estuvo bien, ¿eh?
–Sí –ella se deja caer entre las sábanas, abre los brazos, ríe a su vez–. La verdad es que estuvo bien.
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