Carta al padre
"No voy a decir que hiciera cosas malas, ridículamente malas, para que él me regañara, pero creo que si volviera a vivir mi vida ahora sí que las haría"
No levantaba nunca la voz. Jamás nos pegó, ni recurrió a la amenaza. Un día al volver del colegio –debía de tener yo nueve años– en cuanto se abrió la puerta pregunté: “Mamá, ¿qué es joder?”. La pobre palideció, mientras mi hermana se reía por detrás. “¿Para qué preguntas? Si ya lo sabes…”. Durante la comida mi madre intentó aclarar la cuestión: “¿Tú has visto lo que hacen los perros en Moralzarzal?”. Entonces fui yo la que se quedó pálida. Y mi madre reculó. Esta noche te lo explica tu padre. Después de cenar, mi padre subió despacio las escaleras que llevaban a nuestro cuarto, se sentó en una silla minúscula, porque nuestras camas eran muy bajas, y con voz tranquila empezó a hablar. Mi hermana reía bajo las sábanas. Apenas entendí una palabra, pero gracias a lo que dijo, con términos desconocidos para nosotras, me pareció que todo volvía a estar en su sitio. Así hablaba siempre, y aún habla. Sin prisa, desplegando unos conocimientos universales, tanto si se trata de definir un fenómeno como el de la electricidad como si tiene que hablar de medicina, mecánica o astronomía. Y cada vez que una de nosotras hacía algo malo, algo ridículamente malo, nuestra madre decía: “Cuando venga papá se lo cuentas…”. Nos comíamos alguna uña. Nos ardía el alma. Pero cuando él nos regañaba a su manera científica yo me sentía muy bien. Nada de iras, ni de parcialidad. Razonemos. Ese parecía ser su lema. Como el de un filósofo francés de la época de la Ilustración. Un Diderot. Amante del diálogo basado en el respeto. Y no voy a decir que hiciera cosas malas, ridículamente malas, para que él me regañara, pero creo que si volviera a vivir mi vida ahora sí que las haría. Para que me regañara. A su manera.
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