Confesiones de un fumador de agua
Lo más triste del e-cigarro no es que no tenga un sabor propio sino que no es una unidad de tiempo. Un cigarro exige: hay que hacer con él lo que se pueda en esos diez minutos
Yo también fumo agua, dudo, fumo agua. La aspiro, la expiro, me confundo. Nadie sabe si hace bien o mal, nadie si se puede o no se puede, nadie cómo se llama ni cómo se dice lo que se hace con eso. La ley del 18 de febrero que lo limita en ciertos espacios públicos lo llama cigarrillo electrónico; es demasiado nombre. Supongamos que le decimos e-cigarro o eci,supongamos que lo que hacemos es vapear o vapearlo. Con cualquier nombre, con cualquier consecuencia, nos hemos puesto a fumar agua: desahogarse no es fácil.Es cierto: nos sentimos levemente ridículos al apretar un botón y encender una luz para sacarle vapor y sabor y drogas al agüita. Como amansados, derrotados: como quien sabe que ya no se atreve a la cosa verdadera y se rinde a la sociedad del sucedáneo. Una obsesión de nuestros tiempos: buscar modos de hacer pero no hacer del todo, comer sin grasa, beber sin azúcar, follar sin carne, fumar sin tabaco.
La cobardía triunfa. Alcanza con encontrarle una forma que pueda pasar por novedad: miren cómo hago lo que dicen que quiero. La cobardía triunfa en todos los frentes –y el e-cigarro es otra victoria mundial de uno de sus ejércitos más imperialistas, la ideología de la salud, la que nos convenció de que casi todo lo que nos entra en el cuerpo es peligroso, de que hay que atrincherarse en uno mismo, desconfiar de afuera: 11 de septiembre, 300 de colesterol, 15 de nicotina. E-cigarro, arrocito integral, muro de Ceuta.
El eci se difunde, avanza: en España se le calculan un millón de cultores, en el mundo unos 1.000 millones de euros de negocio –que siguen siendo nada comparado con los 58.000 millones del buen viejo tabaco. Pero las grandes tabacaleras estadounidenses reaccionaron según el lema más actual: si no puedes vencerlos únete a ellos –y empezaron a comprar las fábricas.
El eci va con la corriente: nos aleja más del fuego. Los hombres se hicieron realmente hombres cuando se hicieron con el fuego –remember Prometeo. Fuimos, por milenios, la civilización del fuego. Ahora el fuego está en vías de desaparición de nuestras vidas: ya no nos alumbramos con fuego, ya no nos calentamos con fuego, ya casi no cocinamos con fuego, intentamos cada vez más transportarnos sin fuego. El tabaco era uno de sus últimos refugios: la obligación de llevar fuego encima, cerillas o mechero, que también desaparece ante el puerto uesebé del eci. Símbolo fácil: de la física a la metafísica, de la materia al bip, del fuego al agua.
Sin fuego, perdidos en el tiempo. Lo más triste del e-cigarro no es que no tenga un sabor propio –que te ofrezca docenas de “sabores a”– sino que no es una unidad de tiempo. Un cigarro mide diez minutos y es urgente, metáfora perfecta de lo efímeros que somos: se consume ante nuestros ojos implacable, se transforma tozudo, incontenible en sus cenizas. Un cigarro exige: hay que hacer con él lo que se pueda en esos diez minutos. En cambio el eci siempre está ahí, dispuesto a diez segundos o diez horas, se enciende, se apaga, espera órdenes, se pone en marcha, se detiene: es una forma del tiempo que no existe.
Y por eso tampoco ordena el tiempo. Yo también fumo agua, dudo, fumo agua, y no sé muy bien cuándo, un poco ahora, otro poquito luego. El eci no puntúa los días como sí el tabaco: el cigarrito con el primer café, el del final de la comida, el de ponerse a trabajar en serio, el de salir del cine o el teatro, el de después del polvo –cuando eso se llevaba–, el último justo antes de dormirse. El e-cigarro está fuera del tiempo y esa es su debilidad, su privilegio. Nosotros, los cobardes, también querríamos, pero no nos sale.
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