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EL PULSO
Columna
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La otra mascarada veneciana

No es cierto que Venecia se esté hundiendo por el asalto de las aguas. Lo que la hunde es el peso de los millones de turistas

Martín Caparrós
Marco Secchi (Getty)

No es cierto que Venecia se esté hundiendo por el asalto de las aguas. Mucho se dice y especula sobre el tema, damas y damos se sofocan, campañas piden socorro en todos los idiomas del dinero, fundaciones y otros riquísimos del mundo se lanzan procelosos al rescate, pero hay quienes suponen que todo eso no es más que una maniobra para disimular lo obvio: que lo que hunde a Venecia es el peso de los millones de turistas.

Llegan a carradas. Cada día son, en promedio, unos 60.000, lo mismo que toda la población de la ciudad entre canales. Pero los promedios, sabemos, son la forma de la mentira en estos tiempos; hay días de febrero en que somos muchos menos; días de agosto en que son cientos de miles y las calles del centro se hacen tan agradables como el metro a las siete.

Sesenta mil son muchos: 5.000 toneladas de carne de turista cada mañana, en pie, decididas a maravillarse sin descanso. No solo llegan; los más ricos se quedan: compran casas, echan a los locales. Cada vez más palazzi sobre el agua pasan vacíos once meses al año porque el dueño es un financista americano, un alemán alemán, un comunista chino. En 1980 la ciudad tenía 120.000 habitantes; ahora, ya queda dicho, la mitad.

Algunos de ellos, pese a todo, se defienden. Está, para empezar, la resistencia sorda, la que calla su nombre. Es la que consiste en escaldar al turista de mil modos: atragantándolo con las peores pizzas al sur del Monte Blanco, vendiéndole esos bichitos technicolor de vidrio de Murano, amontonándolo en los cuartos de hotel más rácanos de un continente especializado en cuartos rácanos, sometiéndolo a todos los desprecios, engaños, vejámenes sonrientes.

Ese rencor –como todo rencor– tiene sentido: debe ser feo vivir de los restos de lo que construyeron ancestros ya tan muertos y saberlo, resignarse a la condición de sanguijuelas de un pasado remoto, pasar de orgullosos almirantes a camareros de luxe –o ni siquiera.

Pero a veces intentan alguna forma de resistencia vocinglera: un modo de decir que, por un rato, vuelven a ser aquellos. El ataque de dignidad de estos últimos meses se exhibe en las ventanas, un cartel repetido sobre paredes agotadas: No grandi navi, dicen. Y quieren decir que se oponen a que los brutos cruceros, esas máquinas de llenar los facebooks, esos monstruos marinos de 300 metros de largo, 15 pisos de alto, 3.000 marines por lechada, entren en el canal de la Giudecca, o sea: que te suenen un sirenazo en la nariz cuando te bebes un Bellini en la Riva dei Schiavoni. Y que, además, contribuyan al hundimiento tan temido.

Las autoridades empiezan a asumirlo: ya ordenaron que los barcos más chicos no pueden pasar de tal lugar y los más grandes ni acercarse al centro. La guerra es suave, enmascarada: carnaval veneciano. Las compañías de cruceros amenazan: que van a sacar a Venecia de sus itinerarios, que van a boicotearla, que pumpún, que pampán. Los pasajeros protestan: no quieren quedarse sin el momento más foto de su viaje. Los venecianos farolean, insisten en que tienen ideales: de todos modos los turistas seguirán llegando por carradas y, además, los de crucero son baratos, gastan menos. Pero saben que, aun así, perderán unos miles de compradores de espantos cada día. Entonces, para compensar, intentan cosas: últimamente, por ejemplo, la góndola que cruza el Gran Canal a la altura del mercado, que siempre había cobrado 50 céntimos, pasó a costar, solo para los forasteros, dos euros –y el malhumor de pagar cuatro veces lo que el señor de al lado.

Venecia, incluso hundida, seguirá siendo esa ciudad que se hizo –como ninguna otra– con las bolsas ajenas.

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